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Introducción a la Sociología Resumen de Norberto Bobbio "El Futuro de la Democracia" Cat. Margiotta 1° Cuat. de 2007 Altillo.com

“El Futuro de la Democracia”, Norberto Bobbio, 19851

VI. CONTRATO Y CONTRACTUALISMO
EN EL DEBATE ACTUAL

Una vez más sobre el mercado político
Cuando Henry Summer Maine definió el paso de las sociedades arcaicas a las sociedades evolucionadas como el paso de la sociedad de status a la sociedad de contractus, se refería esencialmente a la esfera del derecho privado.2 Eran los años en los que el crecimiento de la sociedad mercantil, definida por Spencer como paso de las sociedades militares a las sociedades industriales, hacía prever la expansión de la sociedad civil en perjuicio del Estado, de la esfera de las relaciones privadas, interpretadas como paritarias, en perjuicio de la de las relaciones públicas de carácter desigual o de supremacía de una parte sobre otra; en suma, al debilitamiento, sino precisamente a una desaparición, del Estado, el ente históricamente caracterizado por un poder de mandato exclusivo e irresistible.

El Estado no solo no ha desaparecido, sino que ha crecido y extendido hasta provocar la imagen del pulpo de los mil tentáculos. Sin embargo, en compensación, la figura del contrato (con el séquito de todas las figuras afines que lo preceden, lo siguen y lo sustituyen) es empleada cada vez más por los escritores políticos para comprender las relaciones reales que tienen lugar en su interior. Se habla de mercado político y de intercambio político, en comparación con un fenómeno típico de la relación privada que siempre fue colocado fuera de la esfera pública, más aun en antítesis a ella. Se habla de voto de intercambio en oposición al tradicional voto de opinión como si el voto fuese también una mercancía que compra pagando, o en términos más realistas prometiendo, el “equivalente a un precio” (uso a propósito la expresión con la que el artículo 1420 de nuestro Código Civil define el contrato de compraventa), un precio cuya entidad el hombre político, no por casualidad comparado por Schumpeter con un empresario, recaba de los recursos públicos de los que es capaz de disponer, o de los que hace creer que puede disponer. En términos más generales, en referencia, no tanto a la relación personal o personalizada entre clase política y ciudadanos, entre gobernantes y gobernados, sino la relación entre los grandes grupos de interés o de poder que caracterizan a una sociedad pluralista y poliárquica, como la de las democracias capitalistas; se habla, con una terminología típica de las relaciones de intercambio contrapuestas a las relaciones de dominio, de conflictos que se resuelven mediante convenios, transacciones, negociaciones, compromisos, convenciones, acuerdos, y se concluyen, o se auspicia que se concluyan, en un pacto social con respecto a las fuerzas sociales (sindicatos) o, en un pacto político en referencia a las fuerzas políticas (partidos), o incluso en un pacto nacional con respecto a la reforma constitucional. En Italia se presume que existe una convetio ad excludendum, un acuerdo (se entiende tácito) entre algunos partidos para excluir a otros de las coaliciones de gobierno. En fin, se habla no ya desde un punto de vista descriptivo sino prescriptivo, o más débilmente, propositivo, en referencia incluso a una refundamentación del pacto político general, de un nuevo contractualismo, retomando de esta manera la vieja idea, caída en descrédito después de la crisis del iusnaturalismo gracias a las doctrinas historicistas y utilitaristas, de conformidad con la cual la sociedad política es considerada originalmente como el producto de un acuerdo voluntario entre individuos, al menos formalmente, iguales.

Crisis del Estado soberano
Naturalmente es necesario evitar hacer de una flor un ramillete, y tomar en consideración las distinciones debidas (como haré más adelante). Mientras tanto, no se puede dejar de resaltar que toda esta terminología usada tradicionalmente para representar la esfera de los intereses privados por debajo del Estado y, a los más, la esfera de las relaciones internacionales, por encima del Estado, ofrece una representación de la esfera del derecho público interno, ubicado entre la esfera del derecho privado y la del derecho internacional o derecho público externo, diferente de la que ha dominado la teoría política y jurídica a lo largo de toda la formación del Estado moderno. Hablé de representación porque la teoría del Estado moderno esta concentrada totalmente en la figura de la ley como fuente normativa principal de las relaciones de convivencia, contrapuesta a la figura del contrato, cuya fuerza normativa está subordinada a la de la ley y se desarrolla solamente dentro de los límites de validez establecidos por ella, y en el mejor de los casos reaparecer, bajo la forma de derecho contractual allí donde la soberanía de cada Estado choca con la de los otros Estados. Aún allí donde el origen del Estado se hace remontar a un pacto original, este pactum subiectionis o dominationis (no es diferente el contrato social de Rousseau que también es un pacto de sumisión, si no por la forma, sí por el resultado) tiene por objeto la atribución a una persona, no importa si natural (el rey) o artificial (la asamblea), del derecho de imponer la propia voluntad mediante aquel tipo de norma general obligatoria totalmente colectiva que es precisamente la ley. Sean los contrayentes de este pacto el pueblo, por un lado, y el soberano, por otro, y en este caso se trata de un contrato bilateral, o los mismos individuos que se ponen de acuerdo entre ellos para obedecer a un soberano, en este caso se trata de un contrato multilateral, o mejor dicho de un acto colectivo, la figura del contrato es la base de un sistema de convivencia en la que la fuente principal del derecho, y por tanto de la reglamentación de las relaciones sociales, ya no será, una vez agotada la función fundadora del contrato original, el contrato o acuerdo entre las partes, sino la ley que instaura las relaciones de subordinación. El poder que hace de un soberano un soberano, que hace surgir el Estado como unidad de dominio, y por tanto como totalidad, a partir de la sociedad compuesta de partes en cambiantes y efímeras relaciones entre ellas, es el Poder Legislativo. La idea de la comunidad política, desde la polis griega hasta el Estado moderno, está íntimamente vinculada, en contraste con el Estado de naturaleza, a la idea de una totalidad que mantiene unidas a las partes, que de otra manera estarían en perpetuo conflicto entre ellas. Lo que asegura la unidad del todo es la ley y quien tiene el poder de hacer leyes, de condere leges, es el soberano.

Pero se trata de una “representación”. La realidad de la vida política es muy diferente. La vida política se desarrolla mediante conflictos que jamás son resueltos definitivamente, cuya solución se da mediante acuerdos momentáneos, treguas, y aquellos tratados de paz más duraderos que son las constituciones. Este conflicto entre la representación y la realidad puede ser ejemplificado por la discordia entre la ininterrumpida continuidad del conflicto secular, característico de la edad moderna, entre los estamentos y el monarca, entre los parlamentos y la corona, y la doctrina del Estado basada en el concepto de soberanía, de unidad de poder, de primacía del poder legislativo, que se produjo en el mismo período gracias a los escritores políticos y de derecho público como Bodin, Rousseau, Hobbes y Hegel. Pero la doctrina que siempre tiene un carácter normativo y no solamente explicativo, y traza las líneas de lo que debería ser, mientras pretende presentarse como comprensión y explicación de lo que sucede, a veces sobreponiéndose a la realidad, forzándola, adaptándola, simplificándola para reducirla en un sistema compuesto, unitario y coherente, no solamente impulsada por pasiones intelectuales, sino también por ambiciones proyectadas, puede contribuir a retardar la toma de conciencia de las transformaciones que están teniendo lugar o a dar interpretaciones distorsionadas de ellas. Una de las características de la doctrina del Estado que terminó por prevalecer es la superioridad del derecho público, y la consecuente imposibilidad de comprender las relaciones de derecho público recurriendo a las categorías tradicionales del derecho privado. Desde este punto de vista es ejemplar la posición de Hegel, según el cual las principales categorías del derecho privado, la propiedad y el contrato, son insuficientes para hacer comprender la realidad del derecho público que antecede a la organización de la totalidad, mientras el derecho privado se ocupa de la resolución de los conflictos entre partes independientes que permanecen como tales a pesar de las obligaciones jurídicas, e iguales al menos formalmente. Tales categorías no proporcionan una justificación plausible de la majestad del Estado, que tiene sobre los ciudadanos el derecho de la vida y de la muerte, y del que los ciudadanos no pueden salir como lo pueden hacer de cualquier sociedad (incluso de la familia cuando son mayores de edad), ni poner sobre bases sólidas la filosofía política que no tiene que ver con el “sistema del atomismo”, sino con el cuerpo orgánico, en el que cada parte está en función de las demás, y todas juntas en función del todo.3 De acuerdo con esta concepción de las relaciones entre derecho privado y público, una sociedad como la medieval, en la que todas las relaciones políticas son subsumibles en la disciplina del derecho privado, representa una época de decadencia. De esta manera el Imperio alemán para Hegel ya no es un Estado porque las relaciones entre príncipes y el Imperio y entre los mismos príncipes, que deberían estar regulados por el derecho público, son tratadas en cambio como relaciones del derecho privado (familiares y patrimoniales).

El “particularismo” como categoría histórica
No por casualidad hice referencia al medioevo. Cuando se comenzó a evidenciar, sobre todo después de la primera Guerra Mundial, la diferencia entre el modelo heredado del Estado como poder concentrado, unitario y orgánico, y la realidad de una sociedad lacerada, dividida en grupos antagónicos, que tienden a dominarse y establecer entre ellos treguas, pero no una paz duradera, se comenzó a hablar de retorno al medioevo, al menos por parte de una corriente conservadora para la que la doctrina del Estado dominante ya no era capaz de ofrecer instrumentos idóneos para entender que la aparente fase degenerativa del proceso de formación del Estado moderno era en realidad la condición normal, o destinada a volverse normal, de las democracias modernas, cuya única alternativa habrían sido, y de hecho han sido y son, los regímenes autoritarios o totalitarios. Pero, precisamente para entender que se trataba de una condición destinada a durar, era necesario no dejarse dominar por las doctrinas imperantes que contrapusieron rígidamente el derecho público al privado. Esta corriente miró con desconfianza al pluralismo siempre emergente y observó que, con el crecimiento de una sociedad en la que aumentó el número de ciudadanos activos mediante el sufragio universal, con la formación de sindicatos cada vez más fuertes y de partidos de masas, aumentaron las razones de conflicto y su extensión. Así pues, se trataba de una fase de regresión con respecto a la marcha triunfal hacia el Estado como persona colectiva, unitaria y unificante. Esta acentuada preocupación frente a las tendencias pluralistas terminó por dar aliento, en autores tan diferentes como Pareto o Carl Schmitt, a una intensa polémica antidemocrática.

Todavía hoy no ha declinado la misma tentación: uno de los rasgos sobresalientes de la literatura política, no importando la parte de donde provenga dentro del diseño constitucional, es la queja sobre el predominio de los intereses individuales de grupo sobre los generales, y la denuncia del “particularismo” (la categoría del “particularismo” recorre toda la historia del pensamiento político con un signo negativo, bajo las dos formas concretas de la “facción” y de la “corporación”), es la proclamación de la superioridad del interés colectivo o nacional, que por lo demás ninguno es capaz de definir con precisión, salvo redefiniendo el interés nacional como el de la propia parte; en fin, es la constatación de que, predominando los intereses particulares sobre los generales, lo “privado” sobre lo “público”, no existe ya el Estado, entendido precisamente de acuerdo con la doctrina tradicional, como la unidad del todo, sino un conjunto de partes, una junto a otra amontonadas (la metáfora del montón de piedras para representar la antítesis de una unidad orgánica es de Hegel). Observando atentamente, el panorama que vemos todos los días es tan accidentado y tan poco resoluble en los esquemas del derecho público interno, heredados de la doctrina del Estado de los últimos siglos, desde Bodin hasta Weber o Kelsen, que justifica esta posición que se ubica entre la laudatio temporis acti (de un tiempo que jamás existió) y el deseo de una restauración (quizás imposible si no es a costa de tirar junto con el agua sucia del particularismo también al niño de la democracia, un niño que todavía debe crecer y está llamado a crecer o a morir con el pluralismo). Un conocido estudioso francés, después de haber descrito la sociedad dividida, desarticulada, fragmentada, incapaz de encontrar la unidad perdida (precisamente al contrario de la “sociedad bloqueada” de la que otros hablan, signo de que nuestras sociedades cada vez más complejas son verdaderamente un objeto misterioso) le dio el nombre de mérécratie, que quiere decir “cracia” de las partes (una de las tantas “cracias” con signo negativo de las que está plagado el lenguaje político).4 Por lo demás, ¿qué cosa es nuestro término “partidocracia”, creado por Giuseppe Maranini durante la primera denuncia de la prevaricación partidista, sino un equivalente, menos docto, pero polémicamente más incisivo, de “merecracia”? ¿Qué significa “partidocracia” sino una indebida dominación de las partes sobre el todo, sino la forma contemporánea del eterno particularismo?

Las lamentaciones todavía no son un análisis y mucho menos un diagnóstico. Una cosa es la constitución formal y otra la constitución real, o material, como dicen los juristas, y esta segunda es la que debe ser abordada. Un famoso dicho de un gran jurista norteamericano señala que el derecho lo hacen los juristas. Parafraseándolo se puede decir que las constituciones las hacen las fuerzas políticas: las hacen cuando las emanan, y las hacen y las rehacen libremente cuando las aplican (mucho más libremente de lo que pueden hacer los jueces frente a las leyes). En una sociedad democrática las fuerzas políticas son los partidos organizados: organizados en primer lugar para arrebatarse los votos, para hacerse del mayor número posible de ellos. Éstos son los que requieren y obtienen el consenso. De ellos de pende la mayor o menor legitimación del sistema político en su conjunto. El artículo 49 de la Constitución - al que se le hace mucho caso- se limita a que los partidos son lícitos; se trata de un artículo perfectamente inútil, porque a pesar de los ríos de tinta con los que ha sido cubierto, los partidos son mucho más que lícitos. Son necesarios, y aquí radica su fuerza.

El gran mercado
Donde los partidos son más de uno, lo que es conditio sine qua non de la democracia, y con mayor razón donde son muchos, como en Italia, la lógica que preside sus relaciones es la lógica privada del acuerdo, no la pública del dominio. No hay ningún rasgo en la constitución de esta lógica de acuerdo: la constitución se ocupa de la manera de hacer las leyes; pero de la formación de los acuerdos (contratos bilaterales o multilaterales) se ocupa el código civil. Sin embargo, si no se toma en cuenta la vastísima red de acuerdos de la que nacen las exclusiones y las coaliciones, no se entiende nada de la forma como se mueve, se traslada, se transforma lentamente, una constitución. En la Carta magna, la formación del gobierno (artículo 92 y siguientes) es el resultado de una serie de actos unilaterales como son los actos típicos de la relación de dominio: el presidente de la república nombra al presidente del consejo, este selecciona a los ministros, y le propone la nominación de ellos al presidente de la república; el gobierno entra en funciones cuando las dos cámaras le dan la confianza y cae cuando se la retiran. Esta secuencia de actos unilaterales e imperativos esconde la realidad que está tras bambalinas. Dicha realidad es una realidad de transacciones, negociaciones, acuerdos que se alcanzan fatigosamente y cuya fuerza depende, como sucede en todos los acuerdos, del respeto al principio de reciprocidad, del do ut des. Un gobierno puede caer porque un secretario de partido retire sus ministros de la coalición: un acto que si fuese juzgado con base en las normas constitucionales que regulan la vida de un gobierno sería una aberración. No es aberrante si se le juzga desde el punto de vista de las normas escritas y no escritas, formales o informales que regulan cualquier acuerdo: un acuerdo se somete a revisión cuando una de las partes no cumple las obligaciones contraídas. ¿Una de las partes se había comprometido o no a aprobar una disposición? No la aprobó o busco la manera de que no fuese aprobada, entonces el acuerdo queda roto y su resolución, gracias a una de las partes, es perfectamente válida. Se puede recurrir al escándalo. El observador que quiera entender deberá limitarse a constatar que un principio fundamental del derecho público democrático, de acuerdo con el cual el gobierno dura en funciones hasta que no es cambiado por una decisión tomada por mayoría, cedió frente a un principio igualmente fundamental del derecho privado, de acuerdo con el cual los pactos deben ser cumplidos. Cuando estalla la crisis para formar el gobierno se recurre al criticado artículo 92, fracción segunda, con base en la cual la selección de los ministros que deben proponerse al presidente de la república es hecha por el presidente del consejo designado. Se trata de una norma que jamás se ha aplicado, porque la amalgama de los diversos ministros entre los partidos y dentro de un mismo partido, y hasta los nombres de los ministros, son establecidos mediante acuerdos entre los partidos, los cuales, una vez más, demuestran ser más fuertes que la misma Constitución. En las relaciones jerárquicas entre las diversas fuentes del derecho, es un principio fundamental que los contratos no pueden derogar lo que está establecido por ley (se trata de contratos de derecho privado). Aquí sucede lo contrario: el poder del presidente del consejo previsto por la Constitución se ejerce dentro de los límites impuestos por los acuerdos entre los partidos, tan es así que alguien pudo definir el Manual Cencelli como la Grundnorm del ordenamiento italiano.
Es verdad que, a diferencia de los acuerdos privados y de los tratados internacionales, los acuerdos políticos son acuerdos informales, en el sentido de que no están regulados por la ley. Pero quien tuviese la paciencia de recopilar datos empíricos sobre la manera en la que en un país como el nuestro, que hasta ahora se ha regido por un pacto general de exclusión de algunos partidos de las coaliciones de gobierno, y por un gran número de pactos de alianza de dos, tres, cuatro, hasta n partidos, quizás pudiera escribir un manual de derecho constitucional contractual (al lado del derecho contractual privado y del derecho contractual internacional) que, por lo que sé, ninguno hasta ahora lo ha intentado. Entre otras cosas quedaría al descubierto que muchas de las normas codificadas del derecho contractual (o lo tratados) también son válidas para la constitución, modificación y extensión de los acuerdos políticos. Desde aquellas normas referentes a la causa o a las condiciones hasta aquellas generales –estaba por decir de derecho natural- que estipulan que los acuerdos deben ser cumplidos de buena fe, o hasta aquellas sobre los vicios del consenso y sobre las diversas causas de resolución de la relación contractual.
El caso más interesante de la diferencia entre Constitución formal y Constitución real, desde el punto de vista de la superioridad del particularismo sobre el principio de unidad orgánica, es la práctica inoperante de la prohibición de mandato imperativo (artículo 67), que siempre ha sido considerada como uno de los bastiones del Estado representativo, de las revoluciones norteamericana y francesa en adelante. 5 La idea de que el representante -una vez elegido se vuelve miembro del órgano soberano del Estado representativo, el Parlamento- deba ejercer su mandato libremente, no comprometido con las exigencias de sus electores, que no pueden ser más que exigencias para satisfacer intereses individuales o corporativos, es una de las expresiones más características de la polémica de los escritores políticos y de derecho público en defensa de la unidad del poder estatal, de la que es garante el soberano, sea éste el príncipe o el pueblo, contra al particularismo de los estamentos. Como ha sido observado en repetidas ocasiones, el paso de la representación obligatoria –por la cual el representante se limita a transmitir las exigencias de sus representados- a la representación libre -por la cual el representante una vez elegido se desprende de sus electores, que son una parte del todo, y juzga libremente cuáles son los intereses que debe tutelar con base en el supuesto de que los electores, uti singuli, le hayan encomendado el preservar los intereses colectivos y bajo la idea de que los intereses individuales deban ser subordinados a aquellos- puede ser interpretado como el paso de una concepción privatista del mandato –por la que el mandatario actúa en nombre y por cuenta del mandante, y si no actúa dentro de los límites del mandato puede ser revocado- a una concepción publicista, por la que la relación entre elector y electo ya no pueda ser representada como una relación contractual, porque tanto uno como otro están investidos de una función pública y su vínculo es una típica relación de investidura, por la que el investido recibe un poder público y por tanto debe ejercerse dicho poder a favor del interés público.

Pero hoy, quien considere realmente la manera en que se toman las decisiones en un Parlamento, donde los diputados están obligados a observar la disciplina de partido, y cuando se alejan de ella no lo hacen para defender intereses nacionales contra intereses parciales, sino porque obedecen a grupos de presión que en cierto sentido representan intereses más particulares que los de los partidos, debe admitir que una redacción como la del artículo 67 de la Constitución, “Todo miembro del Parlamento representa a la Nación”, suena falsa, si no es que ridícula. Todo miembro del Parlamento representa ante todo a su partido, así como en un Estado estamental el delegado representa ante todo los intereses de su estamento. Con esto de ninguna manera quiero proponer una comparación anacrónica entre el Estado estamental y el Estado de partidos, sino simplemente mostrar una vez más lo difícil que es ver realizado en la práctica el ideal de la unidad estatal por encima de las partes, incluso cuando los sujetos políticos ya no son los grupos, las órdenes que defienden intereses particulares, sino los individuos de un Estado democrático investidos de una función pública. La dificultad nace del hecho de que las sociedades parciales que Rousseau quería coherentemente anular de su república, precisamente porque habrían hecho valer intereses parciales, no solo no han desaparecido con el advenimiento de la democracia, sino que han aumentado enormemente, tanto por efecto del mismo desarrollo de la democracia, de la que nacieron los grandes partidos de masas, como por la formación de grandes organizaciones, para la defensa de intereses económicos en las sociedades industriales, caracterizadas por grandes concentraciones de poder económico. Entre estos potentados casi soberanos se desarrollan continuas negociaciones que constituyen la verdadera red de las relaciones de poder en la sociedad contemporánea, en la cual el gobierno, el “soberano” en el sentido tradicional de la palabra, cuyo lugar debiera estar super partes, figura como un potentado entre los demás, y no siempre el más fuerte.

El pequeño mercado
Mientras entre los partidos tiene lugar el gran mercado, entre partidos y ciudadanos electores se da el pequeño mercado, aquello que hoy se llamaría “mercado político” por excelencia, mediante el cual los ciudadanos electores investidos -en cuanto electores- de una función pública, se vuelven clientes, y una vez más una relación de naturaleza pública se transforma en una relación de naturaleza privada. Se trata de una forma de privatización de lo público que depende de la anterior, es decir, de la capacidad de los partidos de controlar a sus diputados y de obtener el mandamiento de las promesas hechas a los electores. Esta dependencia se da en cuanto la transformación del elector en cliente solamente es posible mediante la transformación del mandato libre en mandato obligatorio. Los dos fenómenos están íntimamente vinculados y ambos son expresión de la disolución de la unidad orgánica del Estado que constituyó el núcleo esencial de la teoría y de la ideología (más ideología que teoría) del Estado moderno, y al mismo tiempo una forma de corrupción del principio individualista del que nació la democracia moderna, cuya regla del juego es la regla de la mayoría, basada en el principio de que a cada cabeza debe corresponder un voto.

No hay duda de que la democracia moderna nació de la concepción individualista, atomista, de la sociedad (otro problema es buscar donde nació el individualismo. Tal cosa es más difícil de resolver en cuanto los aspirantes al papel de fundadores son muchos). Tampoco hay duda de que la democracia representativa nació del supuesto (equivocado) de que los individuos, una vez investidos de la función pública de seleccionar a sus representantes, habrían preferido a los “mejores”. Hay un fragmento de una carta en El federalista, escrita por Madison, que cada vez que se la leo a mis alumnos no ha dejado de provocar una gran hilaridad: es el fragmento en el que se dice que una de las ventajas de la democracia representativa consiste en la elección de un “grupo escogido de ciudadanos, cuya prudencia puede discernir mejor el verdadero interés de su país, y cuyo patriotismo y amor a la justicia no estará dispuesto a sacrificarlo ante consideraciones parciales o de orden temporal”.6 El supuesto es equivocado porque no se entiende cómo se puedan hacer ilusiones (aunque se trate de ilusiones terriblemente duras) sobre el hecho de que el ciudadano destinado a designar a su representante político no nombrase a la persona o al grupo que le daba las mayores garantías de satisfacer sus intereses. La vieja definición de la pertenencia a un partido como idem sentire de re pública dejaba creer falsamente que quien vota por un partido lo haga porque está convencido de la bondad de las ideas que expresa; como se diría hoy, un voto de opinión. En la sociedad de masas, el voto de opinión se está volviendo cada vez más raro; me atrevería a decir que la única opinión verdadera es la de quienes no votan porque entendieron o creen haber entendido que las elecciones son un rito que puede ser pasado por alto sin graves daños, y como todos los ritos, como por ejemplo la comida de los domingos, a fin de cuentas son una aburrición. Opinión discutible, condenable, detestable, pero opinión. En contraste, el voto de intercambio está aumentando en la medida en que los electores se hacen más maliciosos y los partidos más hábiles. No se podría explicar de otra manera la transformación o la degradación de la que somos testigos, en un sistema multipartidista como el nuestro, de algunos partidos pequeños como el socialdemócrata en grupos de presión (por ejemplo de los pensionados) y de los grandes partidos, como la democracia cristiana, compuestos de diversos grupos de presión. En el intercambio entre recursos públicos y consenso, en el que consiste la peculiaridad del contrato político, el interés del elector se encuentra con el interés del partido.

La fuerza de un partido se mide por el número de votos. Mientras más grande es el número de votos en el pequeño mercado que tiene lugar entre el partido y los electores, más grande es la fuerza contractual del partido en el gran mercado que se efectúa entre los partidos, aunque en el gran mercado no solo cuenta el número de votos que un partido puede poner en la balanza, sino también su colocación en el sistema de alianzas, de manera que un partido pequeño, cuando es determinante para la formación de una mayoría, tiene un peso específico mayor. En cuanto a un partido más grande, como el psi, éste es determinante para las alianzas de derecha a nivel nacional y en muchos casos para las alianzas de izquierda a nivel regional.

Mercado político y democracia

Quiérase o no, el mercado político, en el sentido concreto de relación generalizada de intercambio entre gobernantes y gobernados, es una característica de la democracia, ciertamente no de la democracia imaginada por Rousseau y por todos aquellos que creen que el aumento de la participación sea por sí mismo la panacea de todos nuestros males (una participación de controladores, no una participación de controladores controlados), sino de la democracia real que se nutre de este intercambio continuo entre productores y consumidores (o, inversamente, entre consumidores y productores) de poder. En pocas palabras, tener poder significa tener la capacidad de premiar o castigar, es decir, de obtener de los demás ciertos comportamientos deseados, o prometiendo, y siendo capaz de dar recompensas, o amenazando, y siendo capaz de infligir castigos. En las sociedades tradicionales, en las que la mayor parte de la gente sometida no cuenta en absoluto y no interviene en el proceso de legitimación, basta, para tener a raya a la masa ignorante, pobre, sin derechos civiles y mucho menos políticos, el ejercicio del poder punitivo. En las democracias no: en la democracia, la masa de los ciudadanos no sólo interviene activamente en el proceso de legitimación del sistema en su conjunto, usando su derecho de voto para sostener a los partidos constitucionales, y también no usándolo, porque en este caso es válida la máxima de quien calla otorga (hasta ahora ninguno ha considerado los fenómenos de apatía política como una seria amenaza a los regímenes democráticos), sino que, y esto es lo más importante, interviene en el reparto, entre las diversas fuerzas políticas, del poder de gobernar, distribuyendo de diversas maneras los votos de los que dispone.

Es natural que dentro de un sistema democrático el poder no se pueda conservar solamente con el garrote; también es necesaria la zanahoria (un tipo de mercado). Por encima de las metáforas, el consenso mediante el voto es una prestación positiva: una prestación positiva en general requiere una contraprestación. Prestación y contraprestación son los elementos de los contratos bilaterales. En un Estado democrático el mercado político está hecho de tantos acuerdos bilaterales como electores hay. En estos acuerdos la prestación por parte de los electores es el voto, la contraprestación por parte del electo es una ventaja (bajo la forma de un bien o un servicio) o la exoneración de una desventaja.

Los juristas distinguen los contratos bilaterales de los multilaterales. Los acuerdos del mercado político se asemejan más a los primeros, los acuerdos del gran mercado a los segundos. En los primeros, cada una de las dos partes tiene su propia figura distintiva (aquí corresponde un nombre específico): comprador-vendedor, usuario-conductor, depositante-depositario, cambiante-cambiario, con respecto al intercambio político, representante-representado; en los segundos, todas las partes tienen una figura común, la del socio. En los primeros, las dos partes tiene objetivos diferentes, pero un interés común, el de llegar al intercambio; en los segundos, las diversas partes tienen intereses diferentes, pero un objetivo común, que es aquel por el cual se constituye la sociedad. Mientras en el acuerdo constitutivo del intercambio político, las respectivas prestaciones son bastante claras (protección a cambio de consenso), en el acuerdo del gran mercado, del que nacen las coaliciones de gobierno (son raras las coaliciones de oposición), el objetivo común, que en términos generales es el de formar un gobierno y de gobernar, es tan válido y complejo que parece difícil y quizás inútil tratar de determinarlo. A lo más se pueden distinguir los acuerdos de gobierno verdadero y propio (tomando disposiciones referentes a un determinado grupo de cuestiones económicas, sociales o de carácter público, que constituyen el programa de gobierno) de los acuerdos de sub-gobierno que atañen a la equitativa distribución de los cargos y de los encargos. Precisamente, a causa de la variedad y amplitud de los temas sobre los que versa el acuerdo, éste está sujeto a frecuentes revisiones, a actos de rescisión unilateral, a descomposiciones y recomposiciones, a resoluciones recíprocas, especialmente cuando, como en el sistema político italiano, los socios son muchos y frecuentemente rijosos. Además, por la misma vinculación anteriormente señalada en la relación de los grupos y el lazo que cada grupo mantiene con sus propios clientes, cada uno de los socios no puede dejar de observar continuamente los humores de la clientela, del mayor o menor apoyo del que depende, como también señalamos, su fuerza contractual. La validez de un pacto que no está regulado por normas de una autoridad superior para las partes está subordinada a la cláusula rebus sic stantibus. Ahora bien, entre las res cambiantes que pueden llevar a una de las partes a rescindir el acuerdo están las advertencias que vienen de abajo.

La diferencia entre la relación que se instaura entre electos y electores y la que se establece entre uno y otro grupo político, también se muestra en las dos diferentes capacidades que el buen político debe tener: en la conducta del primero, más bien de empresario, en la del segundo, preferentemente de negociador. Las dotes del buen empresario son necesarias para el secretario de partido, las de negociador para el presidente de consejo.

Renacimiento del contractualismo

Nos queda por analizar el tercer aspecto que hoy asume la perspectiva contractual en la reflexión sobre el carácter y sobre las vicisitudes del Estado contemporáneo: aquel que aparece ligado a las teorías del contrato social, el llamado “contractualismo”. Indudablemente hay un renovado interés por las doctrinas contractualistas del pasado, tan es así que no parece inadecuado hablar de “neocontractualismo”. Este interés se debe en parte al éxito del libro de Rawls sobre la justicia, el cual parte precisamente de la “conocida teoría del contrato social tal como se encuentra, digamos, en Locke, Rousseau y Kant” para representar su teoría de la justicia. 7 En realidad la teoría de la justicia de Rawls, aunque tiene bases contractualistas (de un contrato original entre personas racionales), poco tiene que ver con las teorías del contrato social, cuyo objetivo era el de justificar racionalmente la existencia del Estado, de encontrar una fundamentación racional del poder político, del máximo poder del hombre sobre el hombre, no de proponer un modelo de sociedad justa. El problema fundamental de los iusnaturalistas –entre los que podemos agregar, además de los ya citados por Rawls, a Hobbes, Spinoza, Pufendorf y muchos otros- jamás fue el de la justicia, sino el del poder, de manera particular el del poder que no tiene encima de sí otro poder, el poder soberano. Con respecto a este poder de vida y de muerte, fundado en última instancia en el uso exclusivo de la fuerza, la pregunta principal que los filósofos políticos siempre se han hecho es ¿cuál será la justificación de este poder? El contractualismo no es más que una de las posibles respuestas a esta pregunta; por tanto, el problema que éste se ha puesto es el problema de la legitimidad del poder, no el de la justicia.

La más profunda razón del creciente interés por el contractualismo está en el hecho de que la idea de un contrato original de fundación de la sociedad global, diferente de las sociedades parciales que eventualmente la componen, satisface la exigencia de un inicio, o mejor dicho de un reinicio, en una época de graves turbaciones de la sociedad existente. Es oportuna la exhortación de Sieyès, dirigida al Tercer Estado, de declararse asamblea nacional y de actuar como si estuviese saliendo del Estado de naturaleza y se llamase a formar el contrato social.8

Al contrario, una de las razones del eclipse de las teorías contractualistas, entre finales del siglo XVII y finales del siglo XIX, derivó de la idea de que el Estado fuese una cosa demasiado elevada para poder ser explicado como el producto artificial de un acuerdo entre individuos. Es conocido cuanto debe a este argumento el anticontractualismo de Hegel. Igualmente significativo es el siguiente fragmento de Burke (no por casualidad un escritor político antiiluminista, realista, tradicionalista, considerado como uno de los padres del historicismo moderno): “Cuando se trata al Estado con la misma ligereza que distingue a los pequeños intereses pasajeros, cuando se le disuelve a gusto de las partes, entonces de verdad se le considera al mismo nivel de cualquier contrato referente al intercambio de pimienta, café, tejido o tabaco. Es necesario contemplar al Estado con más reverencia.”9

También contribuyeron a dar el golpe de gracia a las teorías contractualistas, además de los argumentos filosóficos e históricos (el contrato original jamás ha existido, es una “quimera”), interpretaciones históricas muy discutibles; el reclamo al medioevo, época en la que las relaciones políticas eran relaciones de tipo contractual, y la conocida crítica marxiana, de que el contrato social de Rousseau, que mediante un pacto pone en relación a los sujetos por naturaleza independiente, es una anticipación de la sociedad burguesa que se preparaba desde el siglo XVI.10 El reclamo al medioevo es incorrecto: cuando se dice, para citar un texto autorizado, que las obligaciones de reciprocidad entre el rey y los obispos, entre el rey y los primados del reino, son equiparables a un pactum, 11 esta interpretación contractualista de las relaciones de poder no tienen nada que ver con el problema del contrato social original que no puede representarse como un contrato bilateral porque es un acto colectivo, que solo impropiamente se puede llamar “contracto”. Por cuanto se refiere a la interpretación marxiana, esta es una generalización indebida de una observación histórica correcta: si el contractualismo nace con el crecimiento del mundo burgués (¡cuánta indeterminación en esta abusiva expresión!), la concepción individualista de la sociedad que está en los cimientos de la democracia moderna, no es más burguesa que proletaria, incluso es más proletaria que burguesa, ya que mientras la burguesía gobernante se habría limitado a un sufragio reservado únicamente para los propietarios, la ampliación del sufragio a los desposeídos fue posible gracias al empuje desde abajo del movimiento obrero; y el sufragio universal es la condición necesaria, si no suficiente, para la existencia y el funcionamiento regular de un régimen democrático, en cuanto es el resultado del principio fundamental de la democracia, según el cual la fuente del poder son los individuos uti singuli y cada individuo cuenta por uno (lo que entre otras cosas justifica la aplicación de la regla de la mayoría para la toma de decisiones colectivas). Fundamentar el Estado en un contrato social, es decir, en un acuerdo de todos aquellos que están destinados a estar sometidos a él, significa defender la causa del poder ascendente contrapuesto al poder descendente, sostener que el poder fluye de abajo arriba y no a la inversa de arriba abajo; en suma, apoyar la democracia contra la autocracia. Esta figura del contrato social no puede ser confundida con las relaciones de poder en la sociedad medieval, aun cuando son definidas como relaciones bilaterales, basadas en una relación de reciprocidad, que no tiene nada que ver con la idea del poder ascendente que se expresa mediante el contrato social.

De esta manera, cuando el tema del contrato se vincula al tema de la sociedad mercantil burguesa, el contrato al que se hace referencia (que es propiamente al que se refiere Marx en algunos fragmentos famosos) es una vez más una de las formas típicas de acuerdo recíproco entre dos partes fundamentalmente iguales, como es el que se instaura entre el comprador y el vendedor de la fuerza de trabajo. Se trata de una clase de acuerdo que absolutamente no tiene nada que ver con el acuerdo multilateral o acto colectivo que es el contrato social.

Precisamente, debido a que la teoría del contrato social se basa en argumentos racionales y está ligada al nacimiento de la democracia (aunque no todas las teorías contractualistas son democráticas), su eclipse no ha sido total. También en el siglo pasado existieron teorías contractualistas, y en todo caso los partidarios del contrato social lo sostuvieron apelando al argumento del individuo como última fuente del poder de mandar a los mismos individuos, contra las tradicionales concepciones solidaristas, organicistas, colectivistas, generalistas, universalistas, de la sociedad y del Estado. En un libro escrito a finales del siglo pasado, y que jamás he visto citado en los debates de estos años, Contrattualismo e sociologia contemporanea, el autor, Salvatore Fragapane (un filósofo del derecho que murió siendo muy joven), desarrollando un análisis crítico del contractualismo sobreviviente –con el consiguiente individualismo–, del impetuoso avance de la sociología (de Comte en adelante), que había considerado el punto de partida individualista como una abstracción metafísica, repugnante para la ciencia positiva, habla de la creciente “contractualización” de las relaciones individuales, que ya había sido resaltada por Maine y Spencer, y la confirma con la justa observación, extremadamente actual, de que “el industrialismo con la necesidad de las grandes fuerzas capitalistas, que solo pueden venir de poderosas asociaciones, y la división del trabajo, con su continuo fraccionamiento y con la consecuente especificación de los intercambios, no sólo determinan el uso de las formas contractuales en las relaciones comerciales y civiles, sino también en las funciones políticas.12 Pero al mismo tiempo hace notar correctamente la diferencia entre este fenómeno de contractualización de las relaciones sociales y políticas, que la ciencia social positiva no puede dejar de tomar en consideración, y la tradicional teoría del contrato original, porque aquella no es “la expresión de un libre arbitrio ubicado en el vacío en los orígenes del fenómeno social [...] en cambio es una fase superior necesaria del devenir social; no es el hecho arbitrario del individuo, sino es la voluntad, que se explica como ley propia de un estadio evolutivo de la sociedad".13

Lo que no queda claro de esta distinción entre contrato original “metafísico” y fenómeno de contractualización de la sociedad, es que el segundo es el objeto de un análisis histórico, mientras que el primero es un modelo regulativo, que no es ni confirmado ni refutado por la segunda, porque se presenta en un plano completamente diferente. Sin embargo, cuando hoy se habla del neocontractualismo en referencia a las teorías del contrato social, debe quedar claro, como perspicazmente había observado el autor anteriormente citado, que una cosa es el problema de la refundación de la sociedad sobre la base del modelo contractualista, y otra es el tema de la disgregación del poder central en muchos poderes difusos y generalmente antagonistas, con el consecuente nacimiento de los llamados gobiernos parciales, y de las relaciones, naturalmente de tipo contractual, entre unos y otros. Incluso estaríamos tentados a decir que el primero nace de la necesidad de encontrar una solución al segundo.

La nueva alianza

Me explico: La característica del acuerdo basado en una relación de tipo contractual, entre dos partes que se consideran recíprocamente independientes, es un acuerdo que por su naturaleza es frágil, y que hace extremadamente inestable la situación general de la sociedad en su conjunto. Valga como prueba la condición de la sociedad internacional. Los contratos de derecho privado prosperan y favorecen el desarrollo social a la sombra de la fuerza coactiva del Estado que aseguran el cumplimiento de ellos en un organismo social en el que existe y resiste, a pesar de la corporativización de la sociedad y la multiplicación de grupos que económicamente son cada vez más potentes, el monopolio de la fuerza por parte del poder político. Lo que no sucede en la sociedad internacional, en la que todavía rige el régimen de libre-competencia de las fuerzas, si bien hoy mucho más reducida; y que vale cada vez menos en las relaciones de los grandes potentados dentro del Estado, frente a los cuales el Estado conserva formalmente el monopolio de la fuerza, pero no lo puede ejercer eficazmente y de hecho se cuida de ejercerlo, como lo prueba la timidez con la que el gobierno interviene para restablecer el funcionamiento regular de un servicio público en caso de huelga ilegal o manifiestamente contraria al interés colectivo, del que él mismo debería ser el representante y el garante. (¡Se ha dado el caso de que frente a la intervención de un juez, órgano tradicional y esencial del poder coactivo del Estado, en una controversia de trabajo, las dos partes contratantes hayan realizado fuertes protestas!) La impotencia del Estado frente a las controversias entre los poderosos grupos de interés que se han apoltronado en su interior, hace pensar en la impotencia de la ONU frente a las controversias entre los Estados, aunque el Estado posea formalmente el monopolio de la fuerza legítima, y la organización internacional no. Pero, ¿qué cosa cuenta la legitimidad sin la efectividad? Ciertamente, por una parte, siempre habrá una gran diferencia entre el tener el monopolio de la fuerza y no poderla ejercer, y por otra, el no tenerlo de ninguna manera. Pero es sorprendente, casi paradójico que, mientras se invoca un reforzamiento del poder público por encima de los Estados, se asista a un creciente debilitamiento del poder público al interior, salvo en los casos en los que el poder militar ha tomado el dominio del poder político.

El neocontractualismo, es decir, la propuesta de un nuevo pacto social, global y no parcial, de pacificación general y de fundación de una nueva condición social, una verdadera y propia “nueva alianza”, nace precisamente de la constatación de la debilidad crónica que afecta al poder público en las sociedades económica y políticamente más desarrolladas, digámoslo, para usar un término común, de la creciente ingobernabilidad de las sociedades complejas. La mayor dificultad que hoy debe afrontar el neocontractualismo depende del hecho de que los individuos detentadores, cada uno independientemente del otro, de una pequeña cuota del poder soberano, protagonistas del proceso continuo de legitimación y relegitimación de los órganos encargados de tomar las decisiones colectivas y, por tanto, definitivamente, últimos titulares del derecho de determinar las cláusulas del nuevo pacto, ya no se conforman con pedir a cambio de su obediencia la protección de las libertades fundamentales y de la propiedad adquirida mediante el intercambio (es la teoría del Estado mínimo de Nozick), sino que solicitan que sea introducida en el pacto alguna cláusula que asegure una distribución equitativa de la riqueza, de manera que atenúe -si no precisamente que elimine- las desigualdades de los puntos de partida (lo que explica el éxito del libro de Rawls que pretende responder precisamente a estas preguntas). Esta petición es tan profunda, difundida y general que ha sido transferida del plano nacional al internacional. No es necesario recordar que la gran innovación de la ONU respecto de la Sociedad de Naciones fue la institución del Consejo Económico y Social, que inició un proceso de intervención a favor de los países en vías de desarrollo y llamó la atención de los Estados en el problema, ya no solamente del orden internacional, que durante siglos fue el único fin del derecho de gentes, sino también del problema de la justicia internacional. Esta innovación está representada significativamente por la sobreposición del conflicto este-oeste, que repone, aunque en gran escala, el problema tradicional del orden, y el conflicto norte-sur, que propone el tema extremadamente nuevo de la justicia, no ya solamente entre clases o grupos dentro de los Estados, sino también entre los Estados. Dije dificultad grave porque la perspectiva de un gran superestado benefactor se está abriendo camino en un mundo en el que no ha sido resuelto sino parcialmente, y está ahora en una grave crisis, el proyecto de Estado benefactor limitado a las relaciones internas.

Creo que nadie es capaz de prever la manera en que esta dificultad pueda ser resuelta. De lo que no se puede dudar es de que la solución de esta dificultad constituye el gran desafío histórico al que está llamada la izquierda en un mundo que es presa de la “furia de la destrucción”.


FP 32A3 F El futuro de la democracia Bobbio 1985