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Actividad I  |  La Organización de Poderes Públicos y Administración de la Cultura (2019)  |  UNTREF

Ernest Gellner - Naciones y nacionalismo

1. DEFINICIONES

Fundamentalmente, el nacionalismo es un principio político que sostiene que debe haber congruencia entre la unidad nacional y la política. Ya sea como sentimiento, ya como movimiento, la mejor manera de definir el nacionalismo es atendiendo a este principio. Sentimiento nacionalista es el estado de enojo que suscita la violación del principio o el de satisfacción que acompaña a su realización. Movimiento nacionalista es aquel que obra impulsado por un sentimiento de este tipo. El principio nacionalista puede ser violado de múltiples maneras. Puede ocurrir que los límites políticos de un estado no incluyan a todos los miembros de lo que es la nación, o puede que sí lo hagan, pero incluyendo asimismo gente ajena a ella; o puede que se den ambas situaciones: que no todos los miembros de la nación formen parte de ese estado y que éste incluya gente no perteneciente a esa nacionalidad. Incluso puede suceder que la nación esté exenta de mezcla con foráneos, pero conste de múltiples estados, de tal modo que ninguno pueda invocar ser el nacional. No obstante, hay una forma concreta de violación del principio nacionalista que afecta muy especialmente al sentimiento que le es propio: para los nacionalistas constituye un desafuero político completamente inadmisible el que los dirigentes de la unidad política pertenezcan a una nación diferente de la de la mayoría de los gobernados. Tal puede ocurrir bien a causa de la incorporación del territorio nacional a un imperio mayor, bien porque un grupo extranjero ejerza el dominio local. Para decirlo en pocas palabras, el nacionalismo es una teoría de legitimidad política que prescribe que los límites étnicos no deben contraponerse a los políticos, y especialmente —posibilidad ya formalmente excluida por el principio en su formulación general— que no deben distinguir a los detentadores del poder del resto dentro de un estado dado. El principio nacionalista puede fundarse en un espíritu ético, 'universalista'. Puede que haya, y a veces los ha habido, nacionalistas en abstracto, no motivados por ninguna nacionalidad específica propia, que prediquen generosamente su ideario para todas las naciones sin distinción: dejemos que todas las naciones tengan su propio cobijo político y que se abstengan de albergar no nacionales en él. Propugnar tal nacionalismo no egoísta no incurre en ninguna contradicción formal. Como ideario, puede apoyarse en varios buenos argumentos, tales como la conveniencia de salvaguardar la diversidad de culturas, así como la de un sistema político internacional pluralista y la de una disminución de las tensiones internas de los estados. Sin embargo, a menudo el nacionalismo no ha sido en la realidad ni tan afablemente razonable ni tan racionalmente simétrico. Puede que, como creía Immanuel Kant, la parcialidad, la tendencia a hacer salvedades cuando se trata de uno mismo o del propio interés, sea la debilidad humana esencial respecto a todo lo que provenga de los demás, y que inficione al sentimiento nacionalista, como al resto de las cosas, engendrando lo que los italianos, con Mussolini, llamaban el sacro egoísmo del nacionalismo. También es posible que si los nacionalistas tuvieran respecto a los desafueros que comete su nación una sensibilidad tan aguda como la que tienen frente a los que se cometen contra la suya, se deteriorara mucho la fuerza política del sentimiento nacional. Pero, además de estas consideraciones, todavía hay otras, ligadas a la naturaleza específica del mundo en que nos ha tocado vivir, que van en contra de un nacionalismo afablemente razonable, general e imparcial. Para decirlo del modo más sencillo: en la tierra hay gran cantidad de naciones potenciales. Del mismo modo, nuestro planeta no puede albergar más que un número limitado de unidades políticas autonorrias e independientes. Cualquier cálculo sensato arrojará probablemente un número de aquéllas (de naciones en potencia) muchísimo mayor que el de estados factibles que pudiera haber. Si este razonamiento o cálculo es correcto, no todos los nacionalismos pueden verse realizados en todos los casos y al mismo tiempo. La realización de unos significa la frustración de otros. Por otra parte, este razonamiento se ve enormemente reforzado por el hecho de que la mayor parte de estas naciones potenciales que existen en el globo viven, o han vivido hasta hace poco, no en unidades territoriales homogéneas, sino entremezcladas unas con otras en moldes complejos. De ello se sigue que en tales casos una unidad política territorial sólo puede llegar a ser étnicamente homogénea, bien exterminando, bien expulsando, bien asimilando, a todos los no nacionales. La poca paciencia a la hora de sobrellevar estas expectativas puede hacer difícil la consumación pacífica del principio nacionalista. Ni que decir tiene que estas definiciones, como la mayoría de ellas, deben manejarse con sentido común. Tal como se ha definido, el principio nacionalista no resulta violado por la presencia de grupos poco numerosos de residentes foráneos, ni tampoco, siquiera, por la de algún que otro de estos foráneos en, pongamos, una familia dirigente nacional. Lo que no puede establecerse con exactitud es cuántos residentes o miembros foráneos en la clase dirigente debe haber para que el principio resulte violado de forma efectiva. No hay ningún porcentaje estatuido por debajo del cual el extraño sea tolerado de forma pacífica, mientras que por encima de él se torne molesto, pasando a correr peligro su seguridad y su vida. No cabe duda de que esa cifra variará según las circunstancias. Sin embargo, la imposibilidad de estipular una cifra precisa y aplicable de forma general no resta validez a la definición.

Estado y nación Nuestra definición del nacionalismo estaba supeditada a dos términos todavía no definidos: estado y nación. La discusión acerca del estado puede iniciarse con la célebre definición que Max Weber diera de él, como el agente que detenta el monopolio de la violencia legítima dentro de la sociedad. La idea que subyace bajo esta definición es sencilla y atractiva: en las sociedades plenamente organizadas, como la mayoría de aquelias en que vivimos o deseamos vivir, la violencia particular o sectorial es ilegítima. El conflicto como tal no lo es, pero no puede resolverse de forma lícita mediante aquélla. Sólo puede hacer uso de la violencia la autoridad política central y aquellos en quien delega este derecho. De entre las varias formas autorizadas de mantener el orden, la última —la fuerza— sólo puede ser utilizada dentro de la sociedad por un agente especial, claramente identificado, fuertemente centralizado y disciplinado. Ese agente o conjunto de agentes es el estado. La idea que encierra tal definición concuerda bastante bien con las intuiciones morales de muchos, probablemente la mayoría, de los miembros de las sociedades modernas. No obstante, no acaba de ser del todo satisfactoria. Hay 'estados' —o, en todo caso, instituciones a las que normalmente nos inclinaríamos a dar tal denominación— que no monopolizan la violencia legítima en el territorio que controlan más o menos de forma efectiva. Un estado feudal no empezó necesariamente las guerras particulares entre sus vasallos, siempre y cuando sigan cumpliendo las obligaciones para con su señor; de igual modo, un estado que cuente con poblaciones tribales entre sus súbditos tampoco empecé la enemistad ancestral entre ellas mientras no pongan en peligro la circulación o-los negocios de las neutrales. El estado iraquí, bajo protectorado británico tras la Primera Guerra Mundial, toleraba las correrías tribales siempre y cuando sus protagonistas las comunicasen obedientemente en el puesto de policía más cercano antes y después ; de la expedición, dejando un metódico parte burocrático de la matanza y el botín. En pocas palabras, hay estados que carecen ya de voluntad, ya de medios, para hacer efectivo su monopolio de la violencia legítima, y que, sin embargo, siguen siendo en muchos aspectos 'estados' reconocibles. No obstante, por más ajeno que pueda ser como definición general a lo etnocéntrico, es ahora cuando el principio subyacente de Weber, con su asunción tácita del estado occidental plenamente centralizado, parece realmente válido. El estado constituye una elaboración importante y altamente distintiva de la división social del trabajo. Donde no hay división del trabajo ni siquiera puede empezarse a hablar de estado. Pero no toda o cualquier especialización hace un estado: el estado es la especialización y concentración del mantenimiento del orden. El estado es aquella institución o conjunto de instituciones específicamente relacionadas con la conservación del orden (aunque pueden estar relacionadas con muchas más cosas). El estado existe allí donde agentes especializados en esa conservación, como la policía y los tribunales, se han separado del resto de la vida social. Ellos son el estado. No todas las sociedades están provistas de un estado. De ello se sigue inmediatamente que el problema del nacionalismo no surge en sociedades desestatizadas. Si no hay estado, nadie, evidentemente, puede plantearse si sus fronteras concuerdan o no con los lindes de las naciones. Si no hay dirigentes, no habiendo estado, nadie puede plantearse si pertenecen o no a la misma nación que los dirigidos. Cuando no hay ni estado ni dirigentes, nadie puede sentirse frustrado por no satisfacer las necesidades del principio nacionalista. Si acaso, se puede lamentar que no haya estado, pero eso es harina de otro costal. Por regla general, los nacionalistas han tronado contra la distribución del poder político y la naturaleza de las fronteras políticas, pero raramente se han quejado, si es que alguna vez han tenido ocasión, de la ausencia de estado y fronteras. Las circunstancias en que normalmente ha surgido el nacionalismo no han sido por regla general aquellas en que el estado mismo, como tal, estaba ausente, o su realidad seriamente cuestionada. El estado estaba ahí, y de forma manifiesta. Eran sus fronteras y/o la distribución del poder —y posiblemente de otros beneficios— dentro de él las que resultaban cuestionadas. Esto en sí es ya sumamente significativo. Nuestra definición de nacionalismo no sólo está supeditada a una definición previa y asumida del estado: parece, asimismo, que el nacionalismo sólo emerge en situaciones en las que la existencia del estado se da ya por supuesta. Condición necesaria, aunque no suficiente en absoluto, del nacionalismo es la existencia de unidades políticamente centralizadas y de un entorno político-moral en que tales unidades se den por sentadas y se consideren norma. A modo de anticipo, hay que hacer algunas observaciones históricas de carácter general acerca del estado. La humanidad ha vivido tres etapas fundamentales a lo largo de la historia: la preagraria, la agraria y la industrial. Los grupos de cazadores-recolectores eran y son demasiado pequeños como para permitir el tipo de división política del trabajo que constituye el estado; por ello, en su interior no se plantea realmente la cuestión del estado, de una institución especializada y estable que mantenga la sociedad en orden. En cambio, la mayoría de las sociedades agrarias, aunque no todas en absoluto, han poseído un estado. De estos estados, algunos han sido fuertes, otros débiles; los ha habido despóticos, los ha habido también respetuosos con las leyes. En cuanto a la forma, se diferencian enormemente. La fase agraria de la historia del hombre es el período durante el cual, por decirlo así, la existencia misma del estado es una opción. Por otra parte, las formas del estado son sumamente diversas. Durante la etapa de la caza-recolección no se daba tal posibilidad. En cambio, en la era postagraria, industrial, vuelve a no haber opción; pero en este caso es la presencia, no la ausencia, del estado lo que es ineludible. Parafraseando a Hegel, hubo un tiempo en que nadie tenía estado, luego hubo quien lo tuvo y al final lo tiene todo el mundo. Ni que decir tiene que las formas que adopta siguen siendo diversas. Hay líneas del pensamiento social —el anarquismo, el marxismo— que sostienen que, cuando menos bajo ciertas condiciones favorables o que deben propiciarse con el paso del tiempo, se puede prescindir del estado. Claro que hay patentes y poderosas razones para dudar de ello: las sociedades industriales son extraordinariamente grandes y, para tener el nivel de vida al que se han habituado (o desean habituarse fervientemente), dependen de una división general del trabajo y la cooperación increíblemente compleja. En condiciones favorables, parte de esta cooperación podría ser espontánea y no necesitar ninguna fiscalización central, pero la idea de que todo ello pudiera seguir funcionando, de que pudiera existir sin ningún tipo de imposición y control, requiere, para aceptarse, una credulidad mayor que la que nadie pueda tener. Así pues, cuando no hay estado, no surge el problema del nacionalismo. Ello no quiere decir que surja en todos y cada uno de los estados. Por el contrario, sólo lo hace en algunos. Queda por ver cuáles son los que se enfrentan a este problema.

La nación La definición de nación ofrece mayores dificultades que las que presentaba la definición del estado. El hombre moderno, aun cuando tienda a dar por sentado el estado centralizado (y, más específicamente, el estado nacional centralizado), es capaz, sin embargo, esforzándose relativamente poco, de advertir su contingencia y de imaginar una situación social en la que el estado esté ausente. Visualizar el 'estado natural' es una de sus habilidades, Un antropólogo puede explicarle que la tribu no es necesariamente un estado en pequeño y que se dan formas de organización tribal que pueden catalogarse como de aestatales. En cambio, lo que ya se le hace más cuesta arriba a la imaginación moderna es la idea de un hombre sin nación. Chamisso, un francés emigré en Alemania durante el período napoleónico, escribió una convincente novela protokafkiana acerca de un hombre que perdía su sombra; aunque sin duda parte de la fuerza de esta novela radica en la deliberada ambigüedad de la parábola, resulta difícil evitar el pensar que, para el autor, el Hombre sin Sombra es el Hombre sin Nación. Cuando sus discípulos y amistades advierten su aberrante carencia de sombra rehuyen al por lo demás agraciado Peter Schlemiehl. Un hombre sin nación no admite un encuadramiento en las categorías reconocidas y mueve a rechazo. La visión de Chamisso —si es que fue realmente eso lo que quiso expresar— era muy válida, pero sólo para una clase de condición humana, no para la condición humana como tal en todo tiempo y lugar. Un hombre debe tener una nacionalidad, como tiene una nariz y dos orejas; una deficiencia en cualquiera de estos particulares no es impensable, pero sólo como resultado de algún desastre, y un desastre de un tipo determinado. Todo esto parece obvio, aunque, ¡ay!, no sea cierto. Pero el que haya acabado pareciendo tan obviamente cierto es realmente un aspecto, o quizá la misma esencia, del problema del nacionalismo. Tener una nacionalidad no es un atributo inherente al ser humano, pero hoy en día ha llegado a parecerlo. De hecho, las naciones, al igual que los estados, son una contingencia, no una necesidad universal. Ni las naciones ni los estados existen en toda época y circunstancia. Por otra parte, naciones y estado no son una misma contingencia. El nacionalismo sostiene que están hechos el uno para el otro, que el uno sin el otro son algo incompleto y trágico. Pero antes de que pudieran llegar a prometerse cada uno de ellos hubo de emerger, y su emergencia fue independiente y contingente. No cabe duda de que el estado ha emergido sin ayuda de la nación. También, ciertamente, hay naciones que han emergido sin las ventajas de tener un estado propio. Más discutible es si la idea normativa de nación, en su sentido moderno, no supuso la existencia previa del estado. Así pues, ¿qué es esta contingente —pero en nuestra era, al parecer, universal y normativa— idea de la nación? La discusión de dos definiciones muy provisionales, hechas para salir del paso, nos ayudará a ceñir este elusivo concepto. 1. Dos hombres son de la misma nación si y sólo si comparten la misma cultura, entendiendo por cultura un sistema de ideas y signos, de asociaciones y de pautas de conducta y comunicación. 2. Dos hombres son de la misma nación si y sólo si se reconocen como pertenecientes a la misma nación. En otras palabras, las naciones hacen al hombre; las naciones son los constructos de las convicciones, fidelidades y solidaridades de los hombres. Una simple categoría de individuos (por ejemplo, los ocupantes de un territorio determinado o los hablantes de un lenguaje dado) llegan a ser una nación si y cuando los miembros de la categoría se reconocen mutua y firmemente ciertos deberes y derechos en virtud de su común calidad de miembros. Es ese reconocimiento del prójimo como individuo de su clase lo que los convierte en nación, y no los demás atributos comunes, cualesquiera que puedan ser, que distinguen a esa categoría de los no miembros de ella. Tanto una como otra de estas definiciones provisionales, la cultural y la voluntarista, tienen sus virtudes. Cada una singulariza un elemento realmente importante para la comprensión del nacionalismo. Pero ninguna de las dos es suficiente. Las definiciones de cultura que presupone la primera definición —en el sentido antropológico más que en el normativo— se sabe que son complicadas e insatisfactorias. Probablemente sea mejor abordar el problema utilizando este término sin adentrarnos demasiado en la vía de la h definición formal, sino observando lo que la cultura hace.


 

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