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Resumen para el Final  |  Introducción al Derecho (2018)  |  UCS

 Capítulo I La persona, fundamento del derecho Introducción Una conocida sentencia del más famoso de los libros debidos al genio práctico romano, el Digesto, atribuido al jurista Hermogeniano, reza “así, pues, por causa del hombre ha sido constituido el derecho”. En efecto; la realidad que se ha dado en llamar “derecho” y, por consiguiente, toda la construcción surgida a su amparo y que ya los romanos denominaron, muy sugestivamente como luego se verá, ars iuris, es decir, el “arte del derecho” y que, con el advenimiento de la “Modernidad”, reclamará y obtendrá estatuto de ciencia jurídica (la scientia iuris) únicamente existe y tiene sentido en razón del ser humano. Es claro: sólo las personas (y no las plantas; las rocas o los animales, para nombrar sólo algunos seres del universo) pueden comprender –y asumir- el dato de su existencia vital; sólo ellas se hallan en condiciones de proyectar un futuro y de forjar su propio derrotero, de modo que únicamente los humanos pueden, en esa travesía, acordar con otros la mejor manera de llevar a cabo sus objetivos, así como, en fin, solamente ellos pueden deshacer tales compromisos y hasta violentarlos inescrupulosamente. La esfera, pues, de la inteligencia y de la voluntad; de la racionalidad y de la libertad son propia y exclusivamente humanas, constituyendo, de tal modo su símbolo de distinción. Esto explica la alta consideración que todas las culturas han profesado por el hombre. Así, en la antigua Grecia, como canta el coro de Antígona -la famosa obra de Sófocles sobre la que se volverá con más detalle en el próximo capítulo-, “muchas cosas asombrosas existen y, con todo, nada más asombroso que el hombre”. De igual modo, Heráclito afirma que los hombres son “dioses mortales” , acaso retomando la sentencia atribuida a Mercurio o Hermes (el dios de la sabiduría para los griegos) “qué gran milagro es el hombre, oh Asclepio”. Sin embargo, como lo puntualiza con la profusión de datos propio de su estilo y, más todavía, de la época, el renacentista Pico Della Mirándola al principio de su célebre Discurso sobre la dignidad del hombre, este planteamiento trasciende la tradición Occidental: “En los escritos de los árabes he leído el caso del sarraceno Abdalah. Preguntado sobre qué era lo que más digno de admiración aparecía en esta especie de teatro del mundo, respondió: ‘nada más admirable que el hombre’”.Pero hay más: para el autor, este “intérprete de la naturaleza por la perspicacia de los sentidos, la intuición penetrante de su razón y la luz de su inteligencia” ha sido considerado como “cópula del mundo, y como su himeneo, según los persas” y “un poco inferior a los ángeles, según David”. Ahora bien: como se anticipó más arriba, a ninguno de estos textos le es ajeno que en el obrar humano se ciernen, además de actitudes altruistas y de respeto hacia sus congéneres, otras atentatorias de su condición de tal. Más aún: las reflexiones acerca de la centralidad del hombre de ordinario se realizan en el contexto de situaciones complejas para el destino del ser humano, como lo muestra, entre otras, la tragedia de Antígona. De igual modo, las declaraciones sobre derechos humanos a las que se asiste desde el siglo XVIII a la fecha no dejan de puntualizar, junto a tales reconocimientos, que, precisamente, el “desconocimiento” y “menosprecio” de tales derechos “…han originado actos de barbarie ultrajantes para la conciencia de la humanidad”. Sin embargo, no es éste último el aspecto que aquí interesa retener ahora. Por el contrario, de lo que se trata es de puntualizar la relevancia que en todos estos procesos ostenta la persona humana y que, justamente por ello (tanto sea para lo virtuoso como para lo reprochable), ocupa la atención de una de sus creaciones más preciosas: el derecho. Éste, en efecto, supone la existencia de la sociedad, aspecto que también había sido sintetizado en otra conocida sentencia romana: ubi societas, ibi ius (“allí donde está la sociedad; allí está el derecho”) y en la que “sociedad” debe traducirse como la existencia, cuanto menos, de tres personas distintas, dos de ellas susceptibles de pautar compromisos y de obligarse a su cumplimiento y una restante capaz de “decir el derecho” de cada quien. Los romanos, en efecto, llamaron a esta actividad, esencialmente casuística, ius dicere y la pusieron a cargo de expertos a los que se denominó jurisprudentes (“jurisperitos o jurisprudentes”), cuyo caudal de conocimientos quedó sintetizado en la jurisprudentia (“jurisprudencia”), todo lo cual constituyó, como más arriba fue dicho, un ars iuris, puesto que la tarea de “decir el derecho” (recién mucho más tarde en el tiempo a cargo de un iudex munido de iurisdictio, esto es, de jueces dotados de un ámbito específico en el que actuar) no siempre fue sencilla de modo que exigió, precisamente, de la virtud de la prudencia del experto. Entonces y, por cierto, también ahora (pues las cosas humanas no han cambiado sustancialmente), “decir el derecho” constituyó la antesala de darle (no necesariamente en un sentido físico, como se verá al final de esta obra) a aquél a quien corresponde, su derecho, es decir, poner en acto la virtud de la justicia la que, según Ulpiano, fue definida como la constans et perpetuans voluntas ius suum cuique tribuendi (“constante y perpetua voluntad de dar a cada uno lo suyo”). El derecho, entonces, supone la existencia de una sociedad sin la cual carece de sentido siquiera la posibilidad de pensar todo vínculo entre dos o más personas y, mucho menos, toda exigencia o reclamo derivado de aquél. Sin embargo, antes de examinar las relaciones que las personas estructuran en la vida social, corresponde detenerse en el estudio del mismo ser humano que está en la base constitutiva de la sociedad y que, por lo mismo, da sentido al derecho. Éste último, se ha dicho más arriba, es un constructo, esto es, una construcción humana, como otras debidas a la inventiva de las sociedades. Pero si se afirma que “por causa del hombre ha sido constituido el derecho” se está señalando algo más: no que se trate de un mero producto, como tantos otros creados o por descubrir que, ciertamente, han favorecido o perjudicado la vida humana, sino que detrás de su configuración queda comprometida la noción misma de persona y, por ende, buena parte de sus posibilidades de perfeccionamiento. Dicho de otro modo: afirmar que la persona es el fundamento del derecho invita a considerar, antes que nada, su misma “personeidad”, es decir, los elementos cualificantes más sensibles y primordiales del ser humano mediante los que, según Trigeaud, la persona se constituye en un ser “universal-singular”, por cuanto si el derecho quiere ser fiel a aquella habrá de reconocerlos y, por tanto, de resguardarlos y desarrollarlos en orden a la obtención de su máxima plenitud posible. De ahí que, si la construcción humana del derecho se estructura a espaldas mismas de esas notas más características de la persona, más allá de su éxito formal como producto técnico concluido (podrá aplicarse en una sociedad concreta; ser motivo de análisis en una cátedra universitaria, etc.), carece de razón de ser, puesto que, al negar o soslayar, como reza el preámbulo de la “Declaración Americana de Derechos del Hombres”, los “derechos esenciales del hombre que no nacen del hecho de ser nacional de determinado Estado, sino que tienen como fundamento los atributos de la persona humana”, el derecho, para decirlo ahora con Kaufmann, deja ser humano y, por tanto de ser justo, ya que no ha proveído de los medios necesarios para el logro de una vida “plena, feliz o racional”. En tren de mayor claridad y precisión, Gustav Radbruch lo ha sintetizado con admirable vigor: “donde ni siquiera se pretende la justicia, donde la igualdad, que constituye el núcleo de la justicia, es negada conscientemente en el establecimiento del Derecho positivo, ahí la ley no es sólo ‘Derecho injusto’, sino que más bien carece totalmente de naturaleza jurídica”. Lo dicho, en suma, revela que el derecho ostenta como tarea principal y no exenta de una altísima complejidad, el reconocimiento de la persona con todo lo que la caracteriza y, por tanto, con todo lo que le es propio o suyo. Bajo este prisma, si la justicia es “dar a cada uno lo suyo”, el primer y más importante “suyo” que debe resguardar es el de la persona, de modo que si el derecho existe por el hombre, en rigor, existe a fin de reconocer lo suyo o propio de cada uno de ellos. Ahora bien: en las páginas precedentes se ha empleado de manera indistinta tanto las voces “persona”, como “hombre” o “ser humano” en la inteligencia de que, en lo que aquí interesa, se trata de términos sinónimos. Con todo, es prudente hacer notar que la palabra que ha triunfado en el léxico jurídico (al igual, por lo demás, que en el ámbito filosófico y en el teológico, del que, como se verá a continuación, aquélla toma sus notas más características), es la primera de las enunciadas. Sobre tales bases, con prescindencia de que este estudio considera que todas las expresiones mencionadas son sinónimas, respetará dicha preeminencia, ocupándose en lo que sigue de su análisis desde una cuádruple consideración: etimológica; histórica; filosófico-jurídica y jurisprudencial. Análisis etimológico de la voz persona La etimología de la palabra “persona” es insegura, motivo por lo que, como apunta Javier Hervada, se han presentado, cuanto menos, tres teorías que procuraron explicarla. Así, para algunos “persona proviene del griego prósopon, que designaba el rostro o faz del hombre y, por extensión, la máscara”. Sin embargo, modernamente se dice que “persona tiene origen etrusco, bien en el adjetivo arcaico relativo a la palabra phersu (que designa a un personaje enmascarado –que aparece en un antiguo mural del siglo V a.C.- o la máscara que lleva puesta), bien en el nombre de la diosa Peséfone, en cuyas fiestas se usaban máscaras”, al igual que los griegos en las bacanales de Dionisio. En efecto; como puntualiza Beuchot a partir de la opinión de Sanabria, “en Tarquinia se descubrió una tumba –de unos 500 años antes de Cristo- decorada con frescos. Ahí aparece tres veces la palabra phersu. El fresco del muro principal tiene un personaje con máscara -¿phersu?- y con un gorro puntiagudo. Cerca de su cara está la palabra phersu”, la cual “aparece dos veces en otros frescos con el mismo personaje que danza”. Ante ello, el autor conjetura que tanto “puede significar la máscara; el danzante o el nombre del personaje” o, al igual que lo recogido por Hervada, “puede tener relación con Perseo, el mitológico esposo infernal de Perséfone”. Por último, debe considerarse la antigua interpretación de Aulio Gelio, para quien persona deriva “del verbo personare, que significa resonar con fuerza y por ello se aplicó a las máscaras que, en las representaciones teatrales, utilizaban los actores, los cuales, por su concavidad aumentaban la intensidad de la voz del actor”. Como quiera que sea, sí es claro que “las tres teorías coinciden en señalar como primer significado de la palabra latina persona el de máscara, esto es, indica algo exterior al hombre, con el que éste se cubre la cabeza y con ello se presenta ante los demás con una figura o cara exterior, que no es la natural propia”. La apreciación recién referida no va sin consecuencias para el plano social y, por extensión, para el jurídico, ya que, si bien se mira, la “máscara” a que hace referencia la persona sirve para ocultar la verdadera realidad del enmascarado o para permitirle desempeñar un papel diverso del que genuinamente es. Vista la cuestión desde esta perspectiva ya decididamente conceptual, parece claro que una cosa es el ser humano y otra, bien distinta, la persona. Por ello, si bien resulta de indudable importancia, como añade Hervada, que “persona tuvo, desde sus orígenes, un sentido social y relacional: el hombre en un contexto social de relación”, no lo es menos que el contenido de ese sentido social y relacional, ha variado a lo largo de las épocas, cuanto menos a partir de las diversas concepciones filosóficas y teológicas que gravitaron y gravitan sobre las relaciones intersubjetivas, como se procurará hacer ver, con los límites impuestos a una obra como la presente, en lo que sigue. La concepción greco-romana (estamental) de persona En la tradición greco-romana el concepto de persona viene anticipado y, si se me permite la expresión, es “rehén” del análisis etimológico recién expuesto. En efecto; según Beuchot, en un principio persona aludió a las “máscaras que usaban los actores en el teatro”; luego, “se le dio el sentido del papel que juega la persona en la representación escénica”; por último, pasó a significar “la función del individuo en la sociedad”, sin que, en ningún caso, llegara “a designar al individuo mismo”. De lo recién transcripto fluye con nitidez una tesis fundamental: para la realidad greco-romana no todos los seres humanos son personas, pues lo decisivo no es discernir y, como se verá más abajo, valorar de modo semejante ciertas características comunes a todos los seres humanos sino, más bien, todo lo contrario: interesa puntualizar el papel; la función; la capacidad o, en fin, el estado de cada quien, no ya en la escena teatral, sino en el gran teatro de la vida. Se está, como expresa Hervada, ante una concepción “estamental” de la sociedad, noción que, por cierto, no es exclusiva del mundo greco-romano, sino que se extiende a cualquier realidad estructurada, por ejemplo, en torno de castas (como sucede todavía hoy en algunos lugares de Asia); de seres libres y esclavos (como ocurrió prácticamente en todo el mundo), o de nobles, libres y siervos (como fue el caso de la Europa medieval). Según explica el autor citado, “en términos genéricos (no en rigurosos términos históricos) llamamos estamental a toda concepción de la sociedad, según la cual los hombres son considerados desiguales en valor y dignidad, de modo que la sociedad se constituye por estratos de personas o estados”. A su juicio, “es rasgo típico de la sociedad estamental que la participación en la vida social -y, en consecuencia los derechos y deberes de los que cada hombre es titular- depende de la condición o estado en el que el hombre está inserto y es desigual en función de dichos estados o condiciones”. La tesis recién expuesta ha sido contradicha por algunos autores que vieron en las entrañas mismas de la cultura bajo examen la noción de persona, no en el sentido recién expuesto, sino como sinónimo de sujeto cognoscente y moral y, por tanto, como ente universal, tal y como será la perspectiva que se impuso a partir del advenimiento del Cristianismo. Así, entre otros, nuestro Rodolfo Mondolfo es uno de los autores que, según expresa Beuchot, “quiere impostarles a los griegos las mismas coordenadas que configuraron la subjetividad para los modernos, nada menos que el yo cognoscitivo o el ego cogitans y el yo moral”. A su juicio, lo primero se advierte en los jonios, Parménides y su escuela, los pitagóricos y los estoicos, quienes “pusieron la concebilidad como criterio de lo realidad o la verdad, esto es, algo tan subjetivo que ya oscila entre el conceptualismo y el idealismo”. Pero, a juicio del autor citado, más interesante aún es lo segundo, la subjetividad moral, que Mondolfo “rastrea a través de la conciencia de la culpa y de la falta”, en tanto resalta la presencia de una conciencia del pecado; una conciencia moral y una ley inferior en el orfismo, el pitagorismo, en Demócrito, Sócrates, Platón y Aristóteles. Se dan exigencias de purificación, se temen los castigos y (…) en Séneca llega a ver rasgos muy cercanos al Cristianismo, como la ley del amor y la concepción de un Dios de bondad”, en tanto que el estoicismo “introduce valores como la caridad y la humildad, que se han creído privativos del mundo cristiano”. Si bien los rasgos recién expuestos son indudables, no parece posible inferir en la cultura greco-romana una noción esencialmente ajena a la estamental. En efecto; del paisaje de la sociedad romana, y sin pretensión de agotar sus elementos, se observa sin gran fatiga a ciudadanos; esclavos; libertos; extranjeros; mujeres; menores de edad, quienes desempeñan un papel en la escenografía de la vida y, en consecuencia, le son atribuidos su respectiva situación o, mejor, su precisa “posición jurídica”, es decir, su iure (derecho), entendido éste tanto como una facultad o potestad (lo que hoy se denomina “derecho subjetivo”), cuanto como una carga o deber (en la actualidad denominado, tal vez un tanto toscamente, como “ley” o “derecho objetivo”). Como precisa Hervada, “persona era el nombre de la función social que ejercía un hombre o el puesto que ocupaba en la sociedad; así la expresión persona senatoris (persona del senador) quería decir función o papel del senador”. Es más: incluso hombres de exquisita sensibilidad y, sin duda, anticipadores de una nueva época, tal el caso del citado Séneca o, mejor aún, de Marco Tulio Cicerón, al que se aludirá, in extenso, en el siguiente capítulo, no lograron superar, en sentido pleno, el peso de la tradición estamental en la que se forjaron y actuaron. Así, el primero, más allá de postular, en una frase devenida célebre, que los seres humanos son una res sacra, afirma que “prefiere tener la persona [esto es, la máscara] que el rostro”. Por su parte, el segundo, expresa que “yo solo, con gran equidad de ánimo, desempeño tres personas: la mía, la del adversario y la del juez”, en dónde, como es obvio, la personalidad viene inexorablemente asociada a la idea ya mentada de función. En síntesis, como remarca Beauchot, “ciertamente ya hay reflexión gnoseológica y despuntes de subjetividad moral” en la tradición greco-romana, “pero todavía se resalta más lo universal, el grupo”, de donde “el hombre existente, individual, personal –a pesar de los llamados de Sócrates- se ve más bien como prisionero en la necesidad del destino” ya que, concluye, “mucho tuvo que ver el que los griegos y los romanos vieran el origen del hombre en la generación y no en la creación”. De ahí que habrá que esperar a la llegada del Cristianismo para avanzar hacia la referida idea de subjetividad o, mejor, a la idea de la común substancialidad o dignidad de los seres humanos y que los torna, al decir de Trigeaud, “universalmente diferentes”. D. La configuración histórica del concepto de persona como ser substancial y digno El planteamiento de los primeros teólogos y filósofos cristianos El empleo de la voz persona bajo una connotación universal, esto es, ajena a la “función”; “posición” o “estado”, de forma de referir al hombre o ser humano sin más parece más visible en el período posterior a Augusto, a través del empleo dado al término, por ejemplo, por Suetonio. Sin embargo, conviene remarcar que no se trata, todavía, de una concepto filosófico ni, menos, jurídico, máxime si, como es bien sabido, la expresión persona es por demás infrecuente entre los juristas romanos, quienes de ordinario acudieron a la voces caput o status para referir al sujeto tributario del conjunto de derechos (en el sentido de acreencia y de deuda ya indicado) que le son debidos, como es obvio, en razón de su específica “cabeza”; “capacidad” o, en fin, “estado”. Las cosas, sin embargo, cambiaron de raíz con el advenimiento del Cristianismo, en cuyo seno tuvo lugar, durante los primeros siglos de nuestra era, la intensa disputa en torno de los dogmas católicos de la Santísima Trinidad y de la encarnación de Cristo. En relación con lo primero, los concilios celebrados en Oriente establecieron la fórmula de la consustancialidad, es decir, una única e idéntica substancia o esencia (en griego, ousia) con tres subsistencias (en griego, hypóstasis) (Padre, Hijo y Espíritu Santo). A su vez, en lo relativo a lo segundo, se reconoció una sola subsistencia y dos naturalezas (en griego, physis) (divina y humana). Trasladados estos conceptos a la lengua latina, la voz hypóstasis fue traducida como persona, con lo cual, como dice Hervada, “sin pretenderlo”, se creó “la acepción filosófica de la palabra persona: una subsistencia o ser subsistente de naturaleza intelectual o espiritual”, de donde esta significación, originariamente no nacida en razón del hombre “resultaba referible a toda subsistencia de naturaleza intelectual, por lo que la filosofía posterior la aplicó al hombre para explicar determinadas dimensiones de su ser (por ejemplo, su dignidad)”. En verdad, que esto haya evolucionado en el sentido indicado por el autor recién citado se debe, como remarca Beuchot, a que “el cristianismo pone como principio absoluto de lo que hay, lo personal: no un ‘algo’, sino un ‘alguien’” que, en última instancia, es Dios. En efecto; en el horizonte de la cristiandad, el Dios a cuya imagen fue creado el hombre se presenta de manera personal, por lo que “mucho de la concepción cristiana de la persona se obtendrá por analogía con el Dios personal”. Se trata, pues, de “alguien personal con quien se tiene una relación personal” de modo que ya no se está ante una visión fatídica y circular de la historia, sino frente a “una historia de la salvación; tanto del pueblo o iglesia como del individuo concreto, de la persona existente, que apuesta su existencia a Dios, para ser salvada por Él”. Sobre tales bases, la personalidad humana encuentra una doble fundamentación: teológica y filosófica o metafísica. En la primera, “comprendido el mundo como creación, su principio es el Creador, del cual, responsablemente, es decir a título de decisión personal, procede”. De ahí que, como puntualiza Beuchot citando a Álvarez Turienzo, “ese proceso personal no es reducible al cosmológico natural”, ya que “la criatura, frente al natum –de natura- dado en términos de necesidad, es un factum, que requiere el principio de la libertad”, todo lo cual explica la tensión existente entre creacionismo y naturalismo por parte de los primeros teólogos de la Iglesia y su animadversión al pensamiento griego, tal y como lo ilustra, entre otros, el sugestivo libro de Taciano-escrito, por lo demás, en griego-, Oratio adversus graecos (Oración contra los griegos). A su vez, en la segunda, se concebirá a la persona “como aquella forma de ser que se explica por sí misma”, es decir, que “tiene consistencia independiente y es principio y fin de su ser y de su obrar”, de modo que “encuentra en sí su razón de existencia”. Teniendo en cuenta estas ideas, resulta indudable que el aporte de los padres de la Iglesia y de los primeros filósofos cristianos a la configuración de la voz persona, tal y como hoy se la conoce en el ámbito de la filosofía y del derecho, fue decisiva. Así, San Juan Crisóstomo alude a la hypóstasis, entendida ya como substancia (es decir, como lo que antes se connotaba a la ousía) y a prósopon, al que caracteriza como el “ser en sí”. A su vez, San Gregorio de Niza derechamente “atribuye a la persona la independencia; la espontaneidad y la libertad”. Por fin, y no sin vacilaciones, como refiere Beuchot, la expresión persona termina imponiéndose aunque como sinónimo no de hypóstasis (subsistencia), sino de ousía (substancia o esencia). En efecto; San Agustín es dubitativo pero no Tertuliano y, mucho menos, Boecio, quien en el siglo IV acuña su más tarde famosa y, a la postre, definitiva para el ámbito filosófico y jurídico definición de persona: “substancia individual de naturaleza racional”, con sustento en razones que parecen altamente significativas: prefiere persona en el sentido de substancia porque juzga que “subsistencia dice algo todavía universal, mientras que persona dice algo individual”. Desde entonces, las diversas caracterizaciones de este concepto no varían demasiado. Así, Beuchot menciona a Gilberto de la Porrée quien, al glosar en el siglo XII a Boecio, en una frase que recuerda a la del citado San Gregorio de Nisa y a la legislación y doctrina alemanas posteriores a la Segunda Guerra Mundial (como se verá en el próximo capítulo)-, especifica que la persona es un ser “completo, independiente e intransferible”. De igual modo, en el mismo período Richard de Saint Victor modifica parcialmente la definición boeciana en favor de la de “existencia individual de naturaleza racional” ya que “para él existentia tiene la connotación de incomunicable a otro y, por lo tanto, única e irrepetible”, lo cual, en el siglo XIII, es retomado por Juan Duns Scoto en contra de Tomás de Aquino, quien mantiene, aunque no exclusivamente como se verá en seguida, la sentencia boeciana. Como surge de este breve recordatorio, los textos hasta aquí glosados enseñan un giro copernicano en la definición de persona en la medida en que ésta queda liberada de la entonces dominante dimensión estamental para pasar a circunscribirse a lo que el ser humano tiene de común e individual; de natural y substancial o esencial que, necesariamente, los torna iguales y universales. De igual modo, conviene reparar en un dato que tiene una importancia superlativa y que está ya insinuado en la noción de persona aquí perfilada. Como subraya pertinentemente Hervada, “el significado filosófico de persona encierra en sí, como dimensión propia de la persona, la socialidad o relacionalidad: la persona no es un ser aislado, sino un ser-en-relación”. En efecto, “en las explicaciones trinitarias (…) se trataba de expresar subsistencias que se distinguen precisamente por su relación entre sí: el Padre en relación al hijo (…) y ambos en relación al Espíritu Santo…”. De ahí que, concluye, al traducirse al latín la voz persona, se fundió “en una significación, al menos parcialmente, las dos líneas semánticas señaladas”. Dicho en otros términos: “del uso de persona como individuo humano se tomaba la dimensión de subsistencia, el ser real, no sus características externas”, emparentándose, de tal modo, con el sentido empleado por Suetonio o los textos de procedencia universal citados al comienzo. Pero, “de la otra línea semántica se acogía la dimensión social o relacional que le es connatural”. por cuanto, como también fue dicho, la persona no actúa en soledad sino que vive en sociedad, de modo que su incomunicabilidad universal no entraña un aislamiento radical, no solamente porque eso es fácticamente imposible; sino porque resulta espiritualmente empobrecedor para la persona, pues la esencia humana reclama un permanente desarrollo y perfeccionamiento imposible de alcanzar sin el concurso de los demás a los que, en el ejercicio de tales fatigas, se debe un respeto absoluto basado en su pareja incomunicabilidad. El alumbramiento de la noción de dignitas hominis a) El aporte del Humanismo Con la llegada, hacia fines del siglo XIV, de la filosofía del “Humanismo” que, algo más tarde, desemboca en el famoso movimiento conocido como “Renacimiento”, dandose así inicio a lo que se conoce como “Modernidad”, el concepto de persona profundiza su desarrollo, esta vez siguiendo la influencia de la tradición judeo-cristiana, acuñando una idea llamada a tener una notable repercusión posterior y que resulta especialmente significativa para el derecho: la de dignidad humana. En efecto; las notas hasta aquí predicadas de la persona tienen sentido, en última instancia, porque ésta es “imagen y semejanza de Dios”, de modo que esa imago Dei está en la base de la dignitas hominis. Así, una persona es digna sólo en la medida en que se es imagen de Dios, por manera que si se niega esto último, carece de sentido predicar del hombre dignidad alguna y, por consiguiente, las restantes consecuencias que de ello se derivan: individualidad; independencia; incomunicabilidad y, en definitiva, el haz de derechos y deberes que le son propios. Si bien se mira, no se trata de una idea sustancialmente nueva. Ya en el citado texto de Luciano se leyó, por boca de Heráclito, que los “hombres son dioses mortales” y que los dioses, a su vez, son “hombres inmortales”. Más allá del juego de palabras y de la especial relación trabada entre dioses y hombres por parte de la antigüedad greco-romana (cuyo análisis no es competencia de esta obra), fluye con nitidez de lo dicho el sutil vínculo que une a ambos seres, al extremo de concebirse éstos últimos -con la salvedad de la mortalidad-, en dioses mismos. De igual modo, muchos siglos después, el humanista Marsilio Ficino (1433-1499) –como todo hombre de su época sumamente influenciado por la cultura griega- escribió en una obra que lleva el sugestivo título de Theologia Platónica, que “el hombre no desea ni superiores, ni iguales, ni que nada se le excluya de su dominio. Estado semejante es únicamente el de Dios. En consecuencia, busca el estado divino”. Dicho en otras palabras: el hombre tiene una posición preeminente sobre la faz de la tierra en razón de ser “imagen y semejanza de Dios”, de modo que “busca el estado divino”, es decir, procura imitar a su Creador a fin de parecérsele en sus virtudes y sabiduría. A su vez, el ya citado Pico Della Mirándola (1463-1494), no cesa de afirmar en su famoso discurso que “el hombre es llamado y reconocido con todo derecho como el gran milagro y animal admirable” de modo que “es el ser vivo más feliz y el más digno por ello de admiración”. Con todo, ese reconocimiento –al igual que en Ficino- no es gratuito sino que se halla revestido de no pocas obligaciones. Por de pronto, pone en boca del “mejor Artesano”, que “no te hice celeste ni terrestre, ni mortal ni inmortal. Tú mismo te has de forjar la forma que prefieras para ti, pues eres el árbitro de tu honor, su modelar y diseñador. Con tu precisión puedes rebajarte hasta igualarte con los brutos, y puedes levantarte hasta las cosas divinas”. Y en ese intento, añade, “debemos purificar nuestra alma de los impulsos de nuestras pasiones por medio de la ciencia moral” y “disipar la tiniebla de la razón con la dialéctica…”, de modo, en fin, de alcanzar las tres máximas que caracterizan la mejor personalidad humana: meden agan (de nada demasiado); Gnothi seauton (conócete a ti mismo); Ei (atrévete a ser), expresión ésta última de inmensa fortuna posterior. b) Un regreso necesario: Tomás de Aquino Ahora bien: este nexo entre imago Dei y dignitas hominis, decididamente palpable en el Renacimiento, fue ya explorado en la tardía Edad Media, como lo prueban algunos célebres textos de uno de los doctores de la Iglesia, el dominico napolitano y catedrático de la Universidad de París, Tomás de Aquino (1225-1270). Para éste, la “persona” es “lo más perfecto” y, en cuanto aquí importa, lo “más digno” en toda la naturaleza, lo cual es debido a su “subsistencia en la naturaleza racional”. De ahí que, añada, “persona es la hipóstasis distinguida por la propiedad relativa a la dignidad”, de modo que si “lo más digno es subsistir en la naturaleza racional, todo individuo de naturaleza racional se llama persona”. Por ello, al suponer la dignidad “la bondad de alguna cosa por causa de sí misma”, ésta última “es algo absoluto y pertenece a la esencia”. De ahí que si el concepto de persona, conforme lo antes visto, se dice de sí y no de otro, en tanto, como sagazmente expresa el Aquinate, la persona es un ser “indistinto en sí mismo, pero distinto de los demás”; así también sucede con la dignidad que se predica de aquél. Como profundiza a partir de estas ideas Hoyos Castañeda, “la dignidad humana es absoluta porque, en tanto la persona es un todo, no está referida a su propia especie”, es decir, “cada absoluto humano es más que la propia especie a la que pertenece”. Y quizá en términos más significativos, añade que “el carácter absoluto de la dignidad significa que el ser del hombre es espiritual” esto es, que “no depende intrínseca y constitutivamente de la materia” ni, menos, de los “accidentes” que inhieren en todo sujeto. Por el contrario, “la dignidad humana (…) no es un accidente”, por cuanto “tiene un fundamento ontológico” al tratarse del “mismo ser del hombre que puede manifestarse accidentalmente a través de sus actos”. De ahí, que –conclusión de la mayor importancia como se verá más abajo-, “la dignidad no depende únicamente de su obrar, sino que se fundamenta en su ser”. Bajo esta perspectiva, la absolutidad de la dignidad humana obedece a que “la persona es fin en sí misma”, en tanto es “propio de la naturaleza racional tender a un fin” y en el que las operaciones propias de esa tendencialidad “tienen su principio último en la sustancia, porque no son movimientos meramente transitivos, sino operaciones inmanentes que revierten en el sujeto, en su plenitud o en su perfección”. De cuanto aquí se ha expuesto, y siguiendo un razonamiento tal vez semejante al ya citado de Hervada al final del apartado 1, la autora infiere una doble consecuencia para el concepto de persona aquí connotado. “Uno negativo, con el que se significa que el ser subsistente no está sometido a otro, no es otro; es decir, no tiene otro sujeto en el cual se sustente, analógicamente no es esclavo de nadie ni puede pertenecer a otro. El positivo significa una independencia o autonomía: el ser subsistente es una realidad singular y total que tiene un acto de ser propio; es el centro y el sujeto de un entramado de relaciones, también de relaciones jurídicas”. c) Francisco de Vitoria y el advenimiento de la “Modernidad” La universalización fáctica del concepto de persona como ser substancial y digno en Francisco de Vitoria Tal vez sean estas dos características las que, a su modo, tuvo presente el también dominico y catedrático de la Universidad de Salamanca, Francisco de Vitoria para formular, en enero de 1532, su célebre Relectio de Indiis, esto es, su relección sobre los derechos (o no) de la corona de Castilla para ocupar los territorios americanos, ejemplo sin par de libertad de cátedra, de un lado, y de vinculación de la reflexión universitaria con los problemas y exigencias de la época, de otra. Como es obvio, no cabe en esta sede el examen de esa trascendente pregunta, sino alguna de sus consuecuencias para cuanto aquí interesa. Bajo esa perspectiva, conviene retener que Vitoria evita deliberadamente discurrir desde la perspectiva de la seca división entre griegos (o romanos) y bárbaros, posteriormente reemplazada por la “fieles” o “infieles” o, con mucha posterioridad a las palabras vitorianas, por la de naciones “civilizadas” o “no civilizadas”. Por el contrario, su planteamiento se funda en que el orbe todo constituye “en cierta medida una república” de la que emana, entre otras inferencias, un “derecho natural de comunicación entre los pueblos” (ius comunicationis), postura ésta que no es sino una ampliación a escala mundial (de donde se tiene a este autor como padre del derecho internacional público), del reconocimiento de la igualdad ontológica de todos los seres humanos. Vinculada la tesis recién expuesta al problema concreto sobre el que debió expedirse, fluye sin esfuerzo a juicio de Vitoria la condición personal (en el sentido postulado a partir de la interpretación de los primeros teólogos y filósofos cristianos) de los aborígenes americanos, con lo que, a mi ver, se está ante el primer antecedente de las modernas declaraciones de derechos humanos. A este respecto, el autor pasa revista a las opiniones contrarias al reconocimiento de tal condición personal, las que encontraron apoyo en planteamientos de orígenes muy diversos, tales como considerar que esclavos, pecadores, infieles, criaturas irracionales o dementes carecen de dominio sobre sí y sobre su entorno y, por tanto, no ostentan la condición personal recién anticipada. Como es obvio, los indios americanos ingresarían en alguna o algunas de dichas categorías. Para la primera de las tesis enunciadas, era usual invocar el argumento de la servidumbre del Digesto y el de la Política de Aristóteles. Sin embargo, la refutación de Vitoria a esta opinión surge de un hecho fácilmente comprobable: «pública y privadamente los indios estaban en pacífica posesión de sus bienes. Luego, si no consta lo contrario se les ha de tener absolutamente por dueños y no se les puede despojar de su posesión en tales circunstancias». De ahí que resulten de mayor interés las respuestas a las dos siguientes tesis, pues ellas atañen al núcleo mismo del planteamiento filosófico prohijado por Vitoria. La primera —defendida por Juan Wyclif (1324-1384) y condenada por el Concilio de Constanza (1415-1416)— postula que el título de dominio se obtiene por la pertenencia al estado de gracia. A juicio de Zavala, el que Vitoria sienta la necesidad de invocarla nuevamente a pesar de su ya señalada derrota en Constanza se debió, seguramente, al temor de que «los partidarios de aquella puedan afirmar que los bárbaros del nuevo mundo no tenían dominio alguno, porque siempre estaban en pecado mortal». La crítica vitoriana a esta postura es de la mayor relevancia pues, retomando los argumentos estudiados hasta el presente, considera que la capacidad de dominio de los aborígenes sobre sí y sobre sus posesiones reside en la condición de imago Dei propia del hombre, con arreglo a lo establecido en el conocido pasaje del Génesis, 1, 26, según el cual «Hagamos al hombre a nuestra imagen y semejanza; que ellos dominen los peces del mar, etc.». Ahora bien: conviene reparar que esta afirmación no vincula sólo a aquellos que profesan el cristianismo. En opinión de Vitoria, la condición de imago Dei es propia de todo hombre sin distinción alguna, ya que éste «es imagen de Dios por su naturaleza, esto es, por sus potencias naturales; luego no lo pierde por el pecado mortal». De lo recién dicho, resulta claro que si bien no hay en el profesor salmantino una ruptura con la Causa Primera como, en parte, se apreciará más tarde en algunos autores racionalistas, no es menos verdad que el marco dentro del cual quedan fijadas las relaciones hispano-indianas no se funda en el factor religioso, es decir, en la adhesión o no a una determinada fe de la que se desprendan premios y castigos para el orden terrenal como acontecía en el medievo, sino que dicho fundamento lo constituye el valor intrínseco de la dignitas hominis basado en la universal y, por tanto, natural condición de imago Dei. A su vez, la siguiente tesis —la imposibilidad del dominio por razón de infidelidad— es rebatida por Vitoria del siguiente modo: «la fe no quita el derecho natural ni el humano. Ahora bien, el dominio es o de derecho natural o de derecho humano. Luego no se pierde el dominio por falta de fe... De aquí resulta evidente que no es lícito despojar de las cosas que poseen a los sarracenos ni a los judíos ni a los demás infieles por el solo hecho de no ser cristianos; y de hacerlo se comete hurto y es rapiña, no menos que si se hiciera a los cristianos». La posición vitoriana es diáfana: anida en ella el intento de superar teorías en boga en los ambientes intelectuales de la época que, por muy diversas razones o intereses, habían limitado la condición de persona de una porción importante de la humanidad. Como explica Urdanoz, «Vitoria penetra en el fondo de la cuestión y a la luz de la sana antropología, filosófica y cristiana, establece el fundamento y fuente de todos los derechos: es la dignidad del hombre como ser racional, inteligente y libre, es decir, como persona». Admitida esta fundamentación, no será difícil rebatir las tesis siguientes, las cuales más bien afectan a la capacidad de ejercicio de los indígenas que a su propia condición de persona. Al respecto, Vitoria sienta el principio general según el cual «uno es dueño de sus actos cuando puede elegir esto o aquello», lo cual sólo es propio de los seres racionales. De inmediato surge la pregunta sobre si los niños (antes de alcanzar el uso de razón) y los dementes pueden tener dominio. Dentro de la concepción antropológica recién citada, la opinión del autor no deja lugar a dudas: tanto unos como otros, en la medida en que son susceptibles de injusticia, tienen derecho sobre las cosas y, por tanto, dominio, de modo que, a fortiori, habrá que reconocer el dominio de los indios. Estos, en efecto, están muy lejos de ser niños o dementes ya que «tienen cierto orden en sus cosas, pues tienen ciudades establecidas ordenadamente, matrimonios bien definidos, magistrados, señores, leyes, industrias, comercio y todo ello requiere uso de razón; tienen asimismo, una forma de religión. No yerran en las cosas que son evidentes a los demás; lo que es un indicio de uso de razón». Otra cosa —y ciertamente distinta— es el desarrollo cultural (poco o mucho) que los habitantes americanos pudieron haber alcanzado a esa fecha. Para Vitoria, esta es una cuestión que en nada se vincula con la condición de persona que detenta el indio, por lo que «aun supuesto que estos sean tan ineptos y romos, como se dice, no por eso se ha de negar que tengan verdadero dominio, ni han de ser incluidos en la categoría de esclavos legales». La zaga doctrina posterior a Vitoria Como explica Beuchot, a partir de Vitoria y sus sucesores, entre los que nombra a Bañez, Capreolo y Suárez, con la “escolástica renacentista” o “segunda escolástica” (aunque también con la llamada Reforma Protestante, “sobre todo en sus líneas más puritanas”), “se tiene ya el despunte de la noción moderna de persona y de subjetividad, es decir, el ser humano como sujeto autónomo cognoscitivo y, sobre todo, moral”. Así, añade, “la modernidad, aunque con tonos diferentes, no tendrá más que recoger y desarrollar esa idea de la persona”, resaltando en algunos casos, como matiza pertinentemente el autor, “tal vez con exceso” sea la dimensión cognoscitiva; sea la perspectiva moral configurada hasta ese momento. Lo primero, refiere el autor a quien aquí se sigue, parece patente en René Descartes, quien “pone a la persona en función del pensamiento”, esto es, la considera como una res cogitans; como una substancia pensante y, entre otros, en John Locke, a cuyo juicio la persona es “un ser inteligente pensante, dotado de razón y reflexión y que puede considerarse a sí mismo como él mismo, la misma cosa pensante en diferentes tiempos y lugares”. Por su parte, lo segundo también se halla enfatizado a través del notable esfuerzo de la llamada “Escuela del Derecho Natural Racionalista”, no solamente por sus aportes en el ámbito del derecho político y constitucional en la medida en que sentaron las bases del Estado de Derecho estructurado en torno del ahora indiscutido principio de la división de poderes sino, en especial, por el decisivo camino de la humanización de diversos sectores del derecho a la que asiste Europa entre los siglos XVII y XVIII, tal el caso del de familia o del penal (aboliendo, por ejemplo, ciertos privilegios de los señores sobre sus vasallos o determinadas penas y medios probatorios degradantes para la dignidad humana). Como es sabido, el aporte de la escuela recién mentada en cierto sentido culmina con la obra de su representante más insigne, Inmanuel Kant, alguno de cuyos postulados en relación al tema que aquí interesa ejercieron una honda repercusión en el pensamiento filosófico jurídico posterior y a los que, en lo que sigue, se hará una breve referencia. El planteamiento de Inmanuel Kant En relación con este autor, resultan de interés para el presente análisis sus reflexiones en el marco de su preocupación por discernir “una ley necesaria para todos los seres racionales” de modo de “juzgar siempre sus acciones según máximas tales que puedan ellos querer que deban servir de leyes universales”. Al respecto, distingue con nitidez entre “los seres cuya existencia no descansa en nuestra voluntad, sino en la naturaleza”, lo cuales, “si son seres irracionales” tienen un “valor relativo, como medio y por ello se llaman cosas”, de “los seres racionales”, a los que se llama “personas porque su naturaleza los distingue ya como fines en sí mismos, esto es, como algo que no puede ser usado meramente como medio y, por tanto, limita en ese sentido todo capricho (y es un objeto de respeto)”. El hombre, en efecto, añade, “no es una cosa; no es, pues, algo que pueda usarse como simple medio”, sino que “debe ser considerado en todas las acciones como fin en sí”. Ahora bien: para Kant, los fines de que se trata no son “meros fines subjetivos, cuya existencia, como efecto de nuestra acción, tiene un valor para nosotros, sino que son fines objetivos, esto es, cosas cuya existencia es en sí misma un fin, y un fin tal, que en su lugar no puede ponerse ningún otro fin para el cual debieran ellas servir de medios, porque sin esto no hubiera posibilidad de hallar en parte alguna nada con valor absoluto”, ya que “si todo valor fuere condicionado y, por tanto, contingente, no podría encontrarse para la razón ningún principio práctico supremo”. Como es obvio, esto último resulta incompatible con un planteamiento fundado en el reino de la moralidad y, por tanto, en el de la racionalidad, ya que justamente el fundamento de ese “principio práctico supremo” y, por tanto “imperativo categórico” es “la naturaleza racional”, la cual “existe como fin en sí misma”, emanando de tal naturaleza “la idea de la voluntad de todo ser racional como una voluntad universalmente legisladora”. Para Kant, en efecto, “una voluntad subordinada a leyes puede, sin duda, estar enlazada con esa ley por algún interés; pero una voluntad que es ella misma legisladora suprema no puede, en cuanto que lo es, depender de interés alguno, pues tal voluntad dependiente necesitaría ella misma de otra ley que limitase el interés de su egoismo a la condición de valer por ley universal” Y en este horizonte, profundiza el autor, esa voluntad así definida sería “apta para imperativo categórico porque, en atención a la idea de una legislación universal, no se funda en interés alguno y es, de todos los imperativos posibles, el único que puede ser incondicionado”. En esto reside, a su ver, el principio de la moralidad respecto del cual los anteriores esfuerzos teóricos fracasaron y, en definitiva, la noción de dignidad humana. En efecto; en relación a lo primero “veíase al hombre atado por su deber a leyes: más nadie cayó en pensar que estaba sujeto a su propia legislación, si bien ésta es universal”. A su vez, lo segundo viene considerado porque el obrar racional así descrito no es por “virtud de ningún otro motivo práctico o en vista de algún provecho futuro, sino por la idea de la dignidad de un ser racional que no obedece a ninguna otra ley que aquella que él se da a sí mismo”. En ese plano, el autor profundiza la idea de dignidad recién referida. A su juicio, “en el reino de los fines todo tiene o un precio o una dignidad. Aquello que tiene precio puede ser sustituido por algo equivalente; en cambio, lo que se halla por encima de toda precio y, por tanto, no admite nada equivalente, eso tiene una dignidad”, de donde “aquello que constituye la condición para que algo sea fin en sí mismo, eso no tiene meramente valor relativo o precio, sino un valor interno, esto es, dignidad”. Sobre tales bases, concluye el filósofo, es la “legislación misma” en el sentido de propia y connatural al hombre ya definida la que “debe por eso justamente tener una dignidad, es decir, un valor incondicionado, incomparable, para lo cual solo la palabra respeto da la expresión conveniente de la estimación racional que debe tributarle”. En tales condiciones, “la autonomía es, pues, el fundamento de la dignidad de la naturaleza humana y de toda naturaleza racional” Es verdad, como advierte Hoyos Castañeda, que al cifrar Kant la dignidad humana en el hecho de que el hombre “no obedece a ninguna otra ley que aquélla que él se da a sí mismo”, es posible que “el principio de la autonomía se expli[que] por la consciencia individual y la libertad”, configurándose así “una libertad desvinculada de la naturaleza”. Para decirlo de manera más directa: se reprocha a la tesis kantiana que la decisión personal de cada quien no encontraría en las exigencias que dimanan de la naturaleza humana el punto de referencia a partir del cual y hacia el cual desarrollarse, con lo que la subjetividad moral perdería la objetividad y, por ende, la universalidad ambicionada por el propio Kant. Las consecuencias de este planteamiento para el ámbito jurídico son conocidas, puesto que parece claro que detrás de tal interpretación fluye la idea, como recuerda la citada autora, de anteponer “la autonomía frente a cualquier otro bien fundamental”, de forma que suele postularse un irrestricto derecho al desarrollo de la personalidad individual aún en detrimento de otros derechos: por ejemplo, bajo el paraguas de la libertad de expresión se postula el “derecho” a brindar todo tipo de información, con prescindencia de que ello eventualmente afecte otros “derechos”, como el bien jurídico de la intimidad de terceros; o, bajo el “derecho” que tiene toda mujer sobre su cuerpo, se postula la absoluta libertad de abortar, más allá de que ello afecte otros “derechos”, como el bien jurídico de la vida del nasciturus. A mi juicio, y aún reconociendo, como decía Beuchot, algún “exceso” en la defensa de la subjetividad moral por parte de Kant y, en general, de los autores modernos, no es seguro que las consecuencias jurídicas recién planteadas puedan linealmente derivarse de los postulados kantianos antes transcriptos, ni menos, que el propio filósofo alemán estuviera dispuesto a admitirlas de buen grado como compatibles con su planteamiento de fondo. Con ser relevante, sin embargo, este dilema no corresponde profundizarlo en esta sede. Por el contrario, sí interesa señalar que con el vigoroso alegato kantiano en favor de la dignidad personal en cierto sentido culmina el extenso recorrido iniciado por los primeros teólogos y filósofos cristianos en torno de la construcción de un concepto de persona que repose sobre la substancialidad del ser humano con entera prescindencia de sus accidentes, esto es, al margen de las circunstancias de sexo; raza; religión o de la mayor; menor o, incluso en casos extremos, de la nula capacidad u operatividad, como decían los clásicos, de hecho de cada individuo. En efecto; como sintetiza Beuchot, la persona al “ser substancia de naturaleza racional y volitiva, tiene una gran dignidad, la más excelente que se da en la creación” ya que, según remarca Hoyos Castañeda con cita de Spaemann, “el concepto de dignidad se refiere a la propiedad de un ser que no sólo es ‘fin en sí mismo para sí’, sino ‘fin en sí mismo por antonomasia’”. Es que, si bien se mira, toda realidad (una planta; un animal o una persona) ostenta un carácter de fin para sí. Sin embargo, continúa Spaemann, aun admitiendo esto, existe, respecto del ser humano una diferencia radical, a saber, que “sólo el hombre tiene, respecto de los demás entes, una cierta distancia respecto de sí mismo como realidad natural; una diferente posición en la realidad” porque, como también se ha dicho, “está en otro orden del ser”. De todo lo expuesto se sigue, que al ser la persona “ontológicamente completa e incomunicable” es, por fuerza y en un giro copernicano respecto de la consideración dada a esta idea por los romanos, un sui iuris, esto es, un sujeto de derechos y, por tanto, un ser que domina de su propio ser y de la operaciones que de él dimanan en orden al logro de su pleno desarrollo. El concepto de persona, pues, ha mudado radicalmente respecto del de la tradición greco-romana alcanzando una nueva configuración filosófica que, de seguido, será asumida por los juristas y, de ahí, pasará a los textos de derecho positivo, tanto de carácter constitucional como infraconstitucional. De todo este proceso cabe hablar en lo que sigue. E. Los conceptos filosófico y jurídico de persona La dimensión filosófica de la noción de persona Las consideraciones precedentes han anticipado lo que en doctrina se conoce como el concepto filosófico de persona. Como escribe Hervada, la persona tanto “es dueña de sus actos ontológicamente, esto es, por la razón es capaz de dominar el curso de sus actos”, como “de su propio ser, en el sentido de que se autopertenece a sí misma y es radicalmente incapaz de pertenecer a otro ser”. Se trata, en suma, de un “dominio ontológico”, y de un “dominio moral”, todo lo cual necesariamente repercute en un “dominio jurídico” (en el ya mencionado sentido de sui iuris) en la medida en que “el ser y los actos de la persona, por pertenecerle, son derecho suyo frente a los demás”. Con todo, conviene ir por partes: según precisa el autor citado, ser persona en el significado filosófico que se ha venido exponiendo, connota al ser “que domina su propio ser”, de donde ese dominio de sí, “en su radicalidad ontológica”, es “el distintivo del ser personal y el fundamento de su dignidad”. Dicho dominio contiene, cuanto menos, un triple desglose: en primer lugar, engendra “el dominio sobre cuanto le constituye (su vida, su integridad física, su pensamiento, su relación con Dios, etc.)”; en segundo término, y dado que el ser del hombre es, además de naturaleza, historia, su dominio “se extiende a la apertura y tensión a obtener sus fines propios”; y, por último, “la capacidad de dominio se extiende a aquel círculo de cosas que encuentra en el Universo y que, por no ser personas, son seres que no poseen el dominio sobre su propio ser y, en consecuencia, son radicalmente dominables”, tal el caso de los objetos exteriores, como las plantas que sirven de alimento para las personas; las piedras, que permiten un cobijo; los ríos, que sirven para el cultivo y para la propia nutrición del hombre; los animales, muchos de los cuales cooperan en el trabajo y la defensa humanas, etc. En relación a este último aspecto, la cuestión se aclara todavía mejor –y tiene su importancia en razón de que algún sector de la doctrina en tiempos recientes viene sosteniendo lo contrario- si se pondera, como lo hace Hervada, que en el mundo irracional las cosas “se organizan como un juego de fuerzas físicas, biológicas e instintivas”. Así, si se piensa, por ejemplo, en los animales, se advierte que “se dan ciertos fenómenos que en apariencia recuerdan el dominio del hombre y su capacidad de apropiación. Los animales tienen guaridas o nidos, se reparten el territorio, forman unidades entre progenitores y crias, etc. Parece que puede hablarse, respecto de un animal, de su guarida o nido, sus crías, su territorio, su caza. Sin embargo, todo eso es simple instinto y fuerza. El animal asentado en un territorio es expulsado de él por otro más fuerte, sus crías le son quitadas por las aves rapaces (…) y sobre todo él puede ser muerto o incluso servir de alimento sin que se produzca ningún atentado a su estatuto ontológico”. De ahí que, añade el autor, “el depredador que arrebata una pieza cobrada por otro animal o le arranca una cría no es ladrón ni asesino ni está obligado a restituir, porque el depredador y el depredado no son más que elementos de un conjunto que se mueve por un juego de fuerzas”. Por el contrario, el hombre “no es pieza de un conjunto, sino protagonista de la historia por medio de decisiones libres; cada hombre es señor de sí, de modo que la sociedad humana es la armónica conjunción de libertades. En el universo humano la razón sustituye a la fuerza, porque es un universo libre. Donde hay libertad no hay fuerza sino, en su caso, obligación, que es algo propio del ser racional”. Sobre tales bases, el ataque a ese dominio entraña, en última instancia, el ataque a “su estatuto ontológico”, por lo que “el dominio personal no es fuerza ejercida ni producto de la fuerza, sino atribución sustentada en la índole poseedora de la persona”, de modo que aquél dominio “no engendra fuerza sino deuda”. La dimensión jurídica de la noción de persona Introducción Con las notas recién expuestas como telón de fondo, la moderna y contemporánea doctrina científica –y posteriormente- la legislación de los estados estructuraron el concepto jurídico de persona. Al respecto, antes de ingresar al tema conviene hacer la salvedad de que cuando se habla de esta última noción no se está refiriendo a lo que en el lenguaje técnico se conoce como “persona jurídica”, ya que en éste dicha noción refiere a las personas llamadas de “existencia ideal”, es decir, a las asociaciones; sociedades o fundaciones, tal y como, por caso, las enuncia la 2º parte del art. 33 del Código Civil. Por el contrario, aquí el alcance jurídico de la persona está connotando al hombre; al ser humano o, dicho en sentido técnico, a la “persona física”, a la que nuestro Código Civil –para seguir con el ejemplo antes empleado- mienta en el art. 31 y especialmente a partir del 51. En este contexto, si bien no se discute que las personas “físicas” son las que, en definitiva, dan origen a las de “existencia ideal”, por lo que muchas de las consideraciones que se predican de aquéllas valen, analógicamente, para éstas, debe quedar claro que cuando se alude al fundamento mismo del derecho –que es lo que interesa en esta obra-, la realidad aludida no es otra que la del ser humano, por lo que es respecto de éste de quien se predicará, en lo que sigue, el concepto jurídico de persona. Sentado lo anterior, para la ciencia jurídica dicho concepto fue alternativamente caracterizado como “el sujeto capaz de derechos y obligaciones” (en donde la nota de “capacidad” tiene una inequívoca resonancia romana según se había anticipado); como el “sujeto titular de derechos y deberes” (en el que la voz “sujeto” remite a la también romana expresión sui iuris, aunque ya completamente remozada, tal y como se señaló más arriba) o, en fin, como la muy sugestiva idea de “ser ante el derecho”. A mi ver, de lo dicho fluye sin mayor esfuerzo que dicha noción jurídica de persona no puede ser diversa de la filosófica. Por el contrario, aquélla se halla comprendida por ésta, de la que en definitiva procede por lo que, como afirma Hervada, “persona en sentido jurídico es un concepto que está contenido radicalmente en el de persona en sentido ontológico”. En efecto; en todas ellas se advierte una nota de la mayor relevancia, a saber, que se está ante un ser capaz de contraer derechos y obligaciones, esto es, de ejercer por sí (o por sus representantes) su libertad y de asumir las consecuencias de ello; o, más fuerte aún, de que se trata de un sui iuris, es decir, de un sujeto portador de una substancia racional que lo torna autónomo e incomunicable respecto de los demás seres; o, todavía más pertinentemente, que es un ser ante el derecho, lo cual revela que ya es, y que tal posesión de su ser y de las operaciones que le son anejas –las que se estructuran como lo suyo-, es recogido por el ordenamiento jurídico en el haz de disposiciones que permiten su mejor desarrollo en la vida social. b) El origen natural del concepto de persona De lo recién expuesto fluye una tesis que reputo de la mayor relevancia: la persona no tiene un origen positivo, es decir, no es una mera creación humana, “puesta” por éste en la realidad de la vida, sino que tiene su fuente extramuros de ese artificio intelectual, en tanto es una realidad previa a aquella creación. El tema no es menor y, como expresa Hervada, “quizá podría decirse que el problema es implanteable en estos términos porque (…) persona es un concepto técnico-jurídico y, en consecuencia, una creación científica de los juristas”. No obstante, añade, “con ello se olvidaría que (…) todo concepto, si no es un juego intelectual, ha de tener una correspondencia con la realidad”. De ahí que, “aún suponiendo que todo sistema jurídico fuese una creación positiva (…) no es cultural ni la capacidad del hombre de ser sujeto de derecho, ni la tendencia a relacionarse jurídicamente”, del mismo modo que si “cualquier sistema de comunicación oral –todo idioma- es una creación cultural (…) no son culturales sino naturales la capacidad de hablar, la tendencia a la comunicación oral y el hecho mismo de esa comunicación”, ya que “para que esto fuese cultural y no natural haría falta que el estado natural del hombre fuese ajurídico, que nada jurídico hubiese naturalmente en el hombre”. Al respecto, y como afirma el autor citado, es interesante remarcar que tal afirmación nunca fue sostenida en la historia, ni siquiera entre los modernos autores “pactistas” para quienes el estado natural del hombre, contrariamente a la clásica definición aristotélica del zoon politikon, fue de una completa asocialidad, constituyendo el contrato –creación típicamente humana- la exclusiva fuente de juridicidad para las personas. En efecto; esta posición ni siquiera está presente en un caso extremo como el de Thomas Hobbes, para quien en dicho estado de naturaleza –como se verá con más detalle en el cap. siguiente- todavía existe el “derecho de a todo sobre todos” (ius omnium erga omnes). Sin embargo, más allá de este detalle histórico no menor, la tesis de la ajuridicidad importa negar un hecho de experiencia: que toda persona es, per se, titular de cosas suyas: su ser; sus operaciones, a través de las cuales proyecta un futuro con arreglo a fines preestablecidos; los derechos que le son anejos (la vida; la integridad física; la libertad de pensamiento; de expresión, etc.); en fin, la dignidad que es corolario de todo ello. De ahí que la tesis recién expuesta no sólo parece contradecir la reflexión filosófico-jurídica precedentemente asumida a partir de textos procedentes de variadas culturas, sino, en definitiva, la más básica existencia humana, puesto que entrañaría redundar, en los hechos, en un “estado de pura anomia y de fuerza absoluta”, esto es, en la completa falta de dominio sobre sí y sobre su entorno lo cual, en definitiva, conlleva la desaparición misma del ser humano. c) Todos los hombres son persona Pero hay más: el concepto filosófico de la persona y su inexorable impacto sobre lo jurídico conduce inevitablemente a apartarse de la afirmación según la cual no todo hombre es persona, tesis defendida, como se ha señalado ya, por la concepción “estamental” de la sociedad, aunque también por el Positivismo jurídico. Sin perjuicio de que en el próximo capítulo se estudiará esta corriente en detalle, en este lugar corresponde considerar que para ésta última “la personalidad jurídica es una creación del derecho positivo”, de modo que “sólo son personas aquellos hombres a quienes el derecho positivo reconoce como tales”, por lo que el hombre “no sería de por sí sujeto de relaciones jurídicas” ni, menos, “titular de derechos naturales”. Las consecuencias de este planteamiento son claras y graves. En primer término y contrariamente a lo que afirman –como se verá enseguida y debería llevar a reflexión- todos los textos internacionales de protección de los derechos humanos, se “despoja a la persona humana de toda juridicidad inherente a ella”, es decir, se la priva de derechos suyos por el sólo hecho de ser persona, lo cual, además de contradecir el referido hecho de experiencia (toda persona es portadora de bienes suyos, como su vida; su integridad física, etc.), desvirtúa, sin argumento válido, que el derecho –como hecho cultural, esto es, como construcción positiva de las sociedades- se apoya en un dato natural, a saber, en esa juridicidad natural de la persona sin la cual el “fenómeno jurídico no existiría por imposibilidad de existencia”. En segundo lugar, y corolario de lo anterior, se “destruye cualquier dimensión natural de justicia, que queda reducida a mera legalidad”. En efecto; si el hombre no fuese naturalmente sujeto de derecho, entonces no habría sido una injusticia la esclavitud en las numerosas sociedades que por siglos la practicaron y legislaron y no lo sería en aquellos lugares donde todavía de hecho o de derecho pervive; o la política de apartheid por la cual ciertas naciones privaron, por razón de la raza, a determinados grupos del ejercicio de ciertos derechos; etc. En definitiva, lo justo pasa a ser lo legal (lo que la ley positiva diga en un caso concreto) y, como es claro, no cambia las cosas que en la actualidad se reconozca de manera extendida la personalidad jurídica a todas las personas a fin de salvar la aporía, puesto que tal observación se ciñe a una mera cuestión de hecho y no a una ponderación acerca de la justicia misma de tal circunstancia, de modo que, en puridad, el numero de ordenamientos jurídicos que reconozcan (o no) tal personalidad remite a una cuestión estadística y no a una tesis que enjuicia ese resultado: el juicio (moral y, por tanto, jurídico), por el contrario ya ha sido dado y es meramente legal. Síntesis conclusiva Llegados a este punto, y tren de recapitulación, se advierte que el concepto de persona con el que trabaja la ciencia jurídica y que, como se verá, reciben las legislaciones comparadas, es el resultado de un dilatado proceso signado por el objetivo de universalizar un reconocimiento semejante, esto es, igual, a todos los seres humanos. No se trata –repárese bien- de amputar de los distintos entornos culturales sus características propias, puesto que tales circunstancias, producto -como se verá con mayor detenimiento en los caps. II y III- de la historicidad humana, además de insustituibles, resultan imprescindibles, ya que contribuyen a enriquecer el ser del hombre a través de las distintas operaciones que pone en acción a fin de procurar cumplir su destino individual. De ahí que, como expresa el art. 5º de la Declaración y Programa de Acción de Viena, emanada en el marco de la Conferencia Mundial de Derechos Humanos de Viena de 1993, “debe tenerse en cuenta la importancia de las particularidades nacionales y regionales, así como de los diversos patrimonios históricos, culturales y religiosos”. Por el contrario, de lo que se trata es de garantizar ese mínimo haz de exigencias que caracterizan al ser del hombre, sin lo cual nada de su ulterior desarrollo en el específico contexto social en el que se halla resultaría posible. Por ello, como expresa también la citada Declaración, “todos los derechos humanos son universales, indivisibles e interdependientes y están relacionados entre sí”, de modo que “la comunidad internacional debe tratar los derechos humanos en forma global y de manera justa y equitativa, en pie de igualdad y dándoles a todos el mismo peso”. Es claro: si, para seguir con los ejemplos anteriormente dichos, una sociedad se estructura bajo un régimen de seres libres y de esclavos; o de quienes gozan de más derechos que otros, resulta palpable que se halla en cuestión la misma condición de persona (en el sentido aquí estudiado) de aquellos, pues o bien no poseen el dominio de sí y, por tanto, no son autónomos e incomunicables (un esclavo, al pertenecer a otro, es un “objeto” susceptible de ser apropiado por otro), o bien tal dominio se halla sensiblemente restringido. En el primer caso –ejemplo extremo, se dirá, pero, por desgracia, no infrecuente en la historia de la humanidad ni demasiado ajeno al tiempo presente- es el ser mismo de ciertas personas el que se ha irremediablemente aniquilado y es dicho ser el primer y fundamental peldaño que toda reflexión filosófico-jurídica sobre el concepto de persona ha querido resguardar. Bajo estas coordenadas, ni el positivismo jurídico entendido en el sentido más clásico y estricto aquí definido ni, mucho menos, la antigua concepción estamental de la sociedad, resguardan adecuadamente la condición personal del hombre que, por ejemplo (tomo, siguiendo a Hervada uno entre tantos textos de los documentos internacionales de protección de los derechos humanos), estatuye que “todo ser humano tiene derecho, en todas partes, al reconocimiento de su personalidad juridica”. El citado artículo 6º de la “Declaración Universal de Derechos Humanos”, reflexiona el autor recién mencionado, es la réplica a las concepciones teóricas anteriormente referidas en tanto “el principio de igualdad significa que el hombre ya no es considerado en razón de su papel social”, esto es, de su “condición o estado” en un caso, o de su reconocimiento legal, en otro, sino “en razón de si mismo”. La persona, en efecto, es y en tanto que tal; en tanto que portadora de bienes propios que la tornan intocable; incomunicable y, de este modo, digna, se presenta ante el derecho como un otro que merece un respecto incondicionado. Al respecto, medita Hervada sobre la fuerza que en lengua inglesa tiene el artículo recién citado en tanto expresa (de manera tal vez más enfática que en castellano) que “everyone has the right to recognition everywhere as a person before the law”, es decir, que ese derecho a ser reconocido como persona (como lo que se es), se es “ante la ley”, o, dicho en términos semejantes, ante el “ordenamiento jurídico”. En esta misma línea, tengo para mí como especialmente significativo al Préambulo de la “Declaración Americana de los Derechos y Deberes del Hombre”, en cuyo segundo considerando se lee que “los Estados Americanos han reconocido que los derechos esenciales del hombre no nacen del hecho de ser nacionales de determinado Estado sino que tienen como fundamento los atributos de la personalidad humana”. Una vez más, pues, son estos atributos –y no lo que las leyes digan o callen- la razón o fundamento de los derechos “esenciales”, es decir, inherentes, que los estados “reconocen”, esto es, que no crean. De ahí que, como concluye Hervada, “el principio de igualdad, la sustitución de la mentalidad estamental por la sociedad igual y la teoría de los derechos humanos (conjunto de derechos inherentes a todo ser humano con independencia de cualquier condición como reiteradamente señalan los documentos internacionales sobre ellos) exigen que de suyo el concepto de persona sea atribuida a todo ser humano, cualquiera que sea su condición. En este caso, el signo de la historia está en la línea del derecho natural”. F. La recepción del concepto de persona en el derecho positivo nacional 1. El derecho constitucional Los textos pertenecientes a los dos tratados internacionales de protección de derechos humanos recién citados integran, desde la reforma constitucional de 1994, nuestra Carta Magna a través de su inclusión en el art. 75, inc. 22. Su significado filosófica ha sido ya estudiado in extenso y toda vez que, como reconoce una añeja pauta de interpretación de las normas, tal y como se verá en el cap. VI, “la imprevisión” “el olvido” o “la inconsecuencia” del legislador “no se presumen”, cabe inferir que el legislador-constituyente fue perfectamente consciente de aquélla y, por ende, que la incorporación de dichas normas (y de otras de similar tenor, algunas de las cuales serán mencionadas en seguida) importan el afianzamiento de la tradición jurídica nacional negatoria de una concepción estamental de la persona y de su reducción a lo que expresamente digan los textos positivos. En efecto; tanto la Constitución Nacional cuanto las normas infraconstitucionales (especialmente el Código Civil) son categóricos al respecto y, como es obvio, ya con mucha anterioridad a la reforma de 194 recién citada. Así, en cuanto concierne a la primera, es preciso apuntar que su redacción acaecida sustancialmente en 1853 y profundizada con la reforma de 1860 se inscribe en el contexto de las primeras grandes declaraciones de derecho ocurridas a fines del siglo XVIII y que testimonian la victoria de las ideas del ya mencionado iusnaturalismo racionalista que habían pregonado durante el anterior siglo y medio (como se verá con mayor detalle en el cap. V) la necesidad de fijar en códigos en forma de leyes los derechos y deberes básicos de las personas racionalmente cognoscibles y, por tanto, universalizables: en definitiva, se reputó -con una euforia y optimismos contagiosos- que mediante la sóla fuerza de la razón resultaba posible conocer las normas básicas de comportamiento social y, por ende, los derechos naturales o inherentes propios de cada quien. De esta manera, quedaba cancelada la concepción estamental propia del “Ancien régime” que había dividido a la sociedad en señores y ciervos, o en nobles y plebeyos, conformándose, a partir de entonces, una sociedad de iguales cuyo último horizonte normativo no reposa tampoco en una concepción teológica de la vida (puesto que la unidad religiosa en Europa se había definitivamente quebrado con la Reforma protestante), sino en la razón natural de las personas, como se había comenzado a perfilar a partir de principios del siglo XVI. Las dos clásicas declaraciones de ese siglo XVIII -circunstancia en que el no menos eufórico Hegel afirmó que se trataba del “momento en que los filósofos se hicieron legisladores” - expresan inocultablemente tales ideas. En efecto; el art. 1° de la ya mencionada Declaración de Derechos del Buen Pueblo de Virginia de 1776 –antecedente directo de la declaración de independencia de los Estados Unidos de América y de la redacción de la constitución de ese país- expresa que “todos los hombres son por naturaleza iguales, libres e independientes, y tienen ciertos derechos inherentes de los cuales, cuando entran en estado de sociedad, no pueden privar o desposeer a su posteridad por ningún pacto”. De igual modo, en el preámbulo de la Declaración de Derechos del Hombre y del Ciudadano de 1789, se lee que «los representantes del pueblo francés (...) han resuelto exponer, en una declaración solemne, los derechos naturales, inalienables y sagrados del hombre...». Al respecto, las voces en bastardilla son, pues, asaz indicativas de la índole de los derechos que se reconocían o, como expresa el texto francés, que se “exponían”, para el mejor resguardo de las personas y de la sociedad ya que, como añade la declaración francesa, “la ignorancia, el olvido o el desprecio” de tales derechos “son las únicas causas de los males públicos y de la corrupción de los gobiernos”. Y, como también es obvio, esa “exposición” de tales derechos no implicaba sino que el legislador se cuidaba de crear algo que en verdad ya existía como propio de las personas, es decir, como patrimonio suyo y que más arriba se ha llamado “juridicidad natural de las personas”. La Constitución argentina no fue, pues, ajena a dicha filosofía sino que fue pensada y redactada para cohonestarla, como lo prueban muchas de sus cláusulas que no por conocidas me liberan de un breve repaso. Por de pronto, ya el Preámbulo invita a unirse a los objetivos que allí se mencionan (“afianzar la justicia; consolidar la paz interior; proveer a la defensa común; promover el bienestar general y asegurar los beneficios de la libertad”), a “nosotros” y “nuestra posteridad” y a “todos los hombres del mundo”, expresión ésta última que, por su omnicomprensividad, no permite excluir o distinguir a nadie en línea con una concepción estamental o fundada en alguna razón discriminatoria que afecte la noción de persona aquí estudiada, tal y como quedará todavía más claro con la lectura de varias de sus normas. Así, el art. 16 estipula categóricamente que “la Nación Argentina no admite prerrogativas de sangre, ni de nacimiento: no hay en ella fueros personales ni títulos de nobleza”, norma que debe completarse con el artículo anterior según el cual “en la Nación Argentina no hay esclavos; los pocos que hoy existen quedan libres desde la jura de esta Constitución”, en tanto que los “que de cualquier modo se introduzcan quedan libres por el solo hecho de pisar el territorio de la República”. Más aún: para dicho artículo 15 “todo contrato de compra y venta de personas es un crimen de que serán responsables los que lo celebrasen, y el funcionario que lo autorice”. Es lo lógico, ya que, concluye el citado art. 16, “todos sus habitantes son iguales ante la ley”, expresión que obviamente incluye a los extranjeros, ya que, en un singular ejemplo de extensión universal de todos los derechos que se reconocen en la Constitución, el art. 20 expresa que “los extranjeros gozan en el territorio de la Nación de todos los derechos civiles del ciudadano”. A su vez, y como será examinado con mayor detalle en el cap. III, la reforma de 1860 incorporó el actual art. 33, el cual, en una paradigmática profesión de fe no legalista, estatuye que “las declaraciones, derechos y garantías que enumera la Constitución, no serán entendidos como negación de otros derechos y garantías no enumerados”. Dicho en otros términos: el derecho no es sólo la ley positiva, sino que existen derechos “no enumerados”, los cuales, a juicio de la norma tienen su fuente en el “principio de la soberanía del pueblo” y “la forma republicana de gobierno” que, de conformidad con el debate habido al aprobar la norma no son otros que los “derechos (…) que son anteriores y superiores a la Constitución misma…”. Se trata de “…derechos de los hombres que nacen de su propia naturaleza…” y que “no pueden ser enumerados de una manera precisa. No obstante esa deficiencia de la letra de la ley, ellos forman el derecho natural de los individuos y de las sociedades, porque fluyen de la razón del genero humano”. 2. El derecho infraconstitucional De igual modo, el Código Civil ostenta, en lo relativo al concepto de persona, un lenguaje sumamente coincidente con las ideas filosóficas hasta aquí reseñadas. Por de pronto, no deja de ser indicativo que el primer título perteneciente a la sección primera del libro primero dedicado a las “personas” se encabece bajo el nombre “de las personas jurídicas”. En efecto; cualquiera sean las personas de las que el Código habla, éstas son “jurídicas”, se trate, como reza el art. 31, de las de “existencia ideal”, esto es, las tradicionalmente denominadas “personas jurídicas” (como lo hace el propio Código en los arts. 33 y 34); o de las de “existencia visible” (que aquí se han denominado como “personas jurídicas” propiamente dichas) y que, en tanto que tales, constituyen el fundamento de la realidad jurídica. Ambas clases de personas, a juicio del codificador Vélez Sársfield (también decisivo actor en el citado debate constituyente de 1860), son “todos los entes susceptibles de adquirir derechos, o contraer obligaciones”, definición ésta que enlaza inequívocamente con la tradición filosófica que cristaliza en Boecio: la persona es, pues, un ente (por eso lo ontológico), de modo que por ya ser, resulta capaz en tanto que tal y no porque la ley lo diga, de adquirir derechos y obligaciones. De ahí que si alguna duda cabe acerca de la naturaleza del concepto recién referido, éste se esclarece con la lectura del art. 51, el cual, al referirse a las personas de “existencia visible”, expresa que se trata de “todos los entes que presentasen signos característicos de humanidad, sin distinción de cualidades o accidentes”. En efecto; con cita de Savigny, el codificador aclara en la nota al art. 70 que “el hijo debe presentar los signos característicos de humanidad, exteriormente apreciables; no debe ser, según la expresión de los romanos, ni monstrum ni prodigum”. Pero, todavía más importante que esas arcaicas concepciones es la alusión a la indiferencia de “cualidades o accidentes”, puesto que mediante ellas se pone de relieve que lo importante es la substancialidad o esencialidad –y, por tanto, de la dignidad interior y universal- de la persona: tal es, en efecto, el elemento diferenciador de la definición bajo examen y no las “cualidades o accidentes” exteriores al ser personal. Es más: si bien esta perspectiva resulta incuestionable si se piensa en distingos basados en la mayor o menor altura física; en la distinta religión o en la diversa nacionalidad de las personas (para no citar sino algunos ejemplos de casos que se examinarán más abajo), lo es incluso en supuestos hoy por hoy más controversiales, como el status jurídico de los embriones crioconservados; del ovocito pronucleado o de no nacido anencefálico. Sin perjuicio de lo que al respecto se dirá a partir de la jurisprudencia estudiada en el próximo apartado, es oportuno señalar que la cuestión ya fue abordada en su día por Vélez Sársfield con admirable precisión. Éste, en efecto, en el art. 70 escribió que “desde la concepción en el seno materno comienza la existencia de las personas” (art. 70), especificando en el 72 que “tampoco importará que los nacidos con vida tengan imposibilidad de prolongarla, o que mueran antes de nacer, por un vicio orgánico interno, o por nacer antes de tiempo” (art. 72) (énfasis añadido). La ya significativa apreciación que he subrayado se profundiza todavía más en la glosa a la última norma, en la que, al comentar la solución de varias legislaciones comparadas con las que él discrepaba (los códigos francés, de Nápoles; Austria y Baviera, en contra de lo expuesto por los de Luisiana y Chile), Vélez Sársfield desarrolla su fina percepción filosófica del concepto de persona en la línea de la aquí expuesta. En primer término, refiere el fundamento de la tesis que critica: de un lado, respecto de los hijos que “nacen antes de los seis meses de la concepción”, porque “aunque nazca vivo, es incapaz de prolongar su existencia”.Y, de otro, si “nace con un vicio orgánico, tan demostrado que pueda asegurarse su pronta muerte; desde entonces, a este ser no se le puede atribuir derecho alguno porque la capacidad de derecho depende, no solamente del nacimiento, sino de la capacidad de la vida, de la viabilidad”. Frente a lo expuesto, el codificador afirma que “nuestro artículo no exige la viabilidad del nacido como condición de su capacidad de derecho” ya que, a título general, “esta doctrina no tiene ningún fundamento, pues es contraria a los principios generales sobre la capacidad de derecho inherente al hecho de la existencia de una criatura humana, sin consideración alguna a la mayor o menor duración que pueda tener esa existencia. Este es el derecho general y no se comprende qué motivo haya para introducir una restricción respecto al recién nacido. La muerte que sobrevenga puede provenir de circunstancias exteriores y no de la no viabilidad”. De modo particular, en relación con la primera tesis –que, por lo demás, la ciencia médica hoy desmiente-, añade: “¿Cómo conocer el día de la concepción? ¿qué médico puede decir que el nacido no ha estado sino 178 días en el vientre de la madre y no los 180, los seis meses fijados por las leyes? Se abriría así una puerta a la incertidumbre de los juicios individuales, y a las opiniones siempre dudosas de los facultativos, sobre el tiempo que el hijo hubiese estado en el vientre materno, por la imperfección de su constitución material, que vendría a decidir sobre los derechos más importantes”. A su vez, en lo relativo a la segunda afirmación, su postura es aún más diáfana y categórica: “Decimos lo mismo respecto de los vicios orgánicos que el recién nacido presente. No porque una persona perezca con signos indudables de una pronta muerte, queda incapaz de derecho. Sería preciso también que la ley fijara el tiempo en que el vicio orgánico debía desenvolverse para causar la incapacidad del recién nacido, y la ciencia no podría por cierto asegurar qué días o qué horas de vida le quedaban al nacido con un vicio orgánico” (el énfasis se ha añadido en todos los casos). Como es claro de lo expuesto, Vélez Sársfield abraza sin subterfugio el concepto de persona fundado en la substancialidad o esencialidad de todos los entes con entera prescindencia de su mayor; menor o, incluso, nula operatividad pues, como se transcribió, la capacidad de derecho, es decir, la capacidad basada en el ser del hombre y no la capacidad de hecho basada en su obrar es “inherente al hecho de la existencia de una criatura humana”. Ésta última, en efecto, es; está y, como sagazmente vio Vitoria, es susceptible de injusticia en tanto cualquier ataque lo violenta o hasta lo destruye con entera prescindencia de las habilidades o destrezas con que pueda desarrollar su personalidad a lo largo de su historia vital. En nuestros días, Hervada lo ha sintetizado de manera sumamente clara cuando expuso que en este punto central “conviene distinguir entre el uso del dominio y el dominio en su radicalidad. Toda persona humana se pertenece a sí misma y en virtud de su misma ontología es incapaz radicalmente de pertenecer a otra persona. Este dominio radical se manifiesta en el dominio real, libre, de sus actos. Ahora bien, esta manifestación puede venir obstaculizada por enfermedades y defectos (dementes, subnormales, etc.); en estos casos cabe una tutela o cuidado pero no un verdadero y propio dominio –pertenencia en sentido estricto- sobre la persona; en su radicalidad ontológica, toda persona –aunque padezca las enfermedades o defectos mencionados-, se pertenece a sí misma”. Así, en los casos planteados por Hervada la persona no podrá ejercitar su dominio en razón de su incapacidad (bien que, al respecto, existen grados, conforme se dirá en seguida, que le permitirá un mayor o menor dominio de sí) por lo que no podrá hacer uso de su razón. Pero ese pleno o más o menos restringido discernimiento no lo cancela como ser personal sino que, en todo caso, lo torna acreedor de todos los derechos inherentes a aquél con más uno: el especial resguardo o cuidado que exige la dignidad de todo ser personal. 2. La recepción del concepto de persona en la jurisprudencia nacional Introducción El concepto de persona asumido por la legislación nacional encuentra amplia proyección en el ámbito jurisprudencial, como surge de la sumaria información que se brinda en lo que sigue, salpicada de diversas referencias doctrinales y de textos internacionales o de derecho comparado. A tal fin, dividiré el análisis según se trate de supuestos en que las personas gozan de pleno discernimiento o que tal facultad se halla relativa o severamente limitada, distinción que no es ingenua ya que, como se anticipó, buena parte de la discusión contemporánea respecto del ser personal del hombre se plantea en su ámbito operativo, en la medida en que se tiende a suponer que, a menor capacidad de ejercicio del ser humano, existen menos fundamentos que respalden un concepto de persona fundado en la substancialidad-esencialidad del ser y, por tanto, en la universal dignidad de la persona más allá, precisamente, del círculo de las operaciones de que se halle en condiciones de realizar Supuestos de personas con pleno discernimiento En efecto; que el baremo de la personalidad sea determinado según las condiciones físicas de una persona; por el ejercicio de una religión, o por la nacionalidad de un ser humano parece contradecir flagrantemente el concepto recién expuesto. Si bien en ninguno de los casos que a continuación se refieren aparece planteada esta cuestión de la manera recién indicada, es claro que una respuesta negativa habría impactado directamente sobre la noción referida. Así, en la causa “Arenzón”, la parte actora cuestionó la negativa de la Dirección Nacional de Sanidad Escolar de otorgarle el certificado de aptitud psicofísica a fin de poder cursar un profesorado con arreglo a que no cumplía, entre otras exigencias reglamentarias, con el requisito de estatura mínima –un metro sesenta decímetros- dispuesto por la Resolución 957/81 aplicable al régimen de estudios pertinente. Al respecto, la Corte Suprema confirmó la declaración de inconstitucionalidad de la mentada resolución, apoyándose, entre otras razones, en el dictamen del Procurador General para quien considerar que “el nivel de la altura del profesor, en la medida en que puede ser superado por la media de los alumnos, es un factor negativo para el correcto desenvolvimiento de la clase, distan, a mi juicio, de ser de significación como para constituir el mencionado fundamento” y trasluce “un concepto discriminatorio impropio de los sentimientos que conforma nuestra moral republicana”. Por su parte, el voto de los jueces Belluscio y Petracchi, en sintonía con la perspectiva recién citada, puntualiza que se está ante “una reglamentación manifiestamente irrazonable de los derechos de enseñar y aprender” (que el voto de mayoría considera como “esenciales” y “sustanciales” a las personas), por lo que se “afecta la dignidad de las personas que inicuamente discrimina” (consids. 5º y 4º, respectivamente). Sobre tales bases, y de consuno con la filosofía substancialista aquí estudiada, expresa que “o peor del discurso (…) es la agraviante indiferencia con que en él se deja fuera de toda consideración los más nobles méritos de los menos talludos (…) como si fuera posible rebajar las calidades humanas a la mensurabilidad física”, estableciendo “acríticamente una entrañable e incomprensible relación entre alzada y eficacia…” (consid. 11) (énfasis añadido). De igual modo, en la causa “Bahamondez” la Corte Suprema tuvo que conocer el caso de un “Testigo de Jehová” que se había resistido a ser transfundido. Si bien al momento en que el Tribunal resolvió el tema el actor había sanado, por lo que una ajustada mayoría de cinco jueces (entonces la Corte estaba integrada por nueve) consideró que el asunto no constituía un “caso” o “controversia” por lo que cuestión planteada resultaba abstracta, varios jueces señalaron diversas consideraciones de valía para el presente tema. Entre ellas, interesa mencionar la del voto concurrente de la mayoría suscrita por los jueces Barra y Fayt Dichos jueces, en efecto, alegaron, con sustento en el art. 19 de la Constitución Nacional, en un lenguaje que memora a Kant, que “el hombre es eje y centro del todo el sistema jurídico y en tanto fin en sí mismo –más allá de su naturaleza trascendente-, su persona es inviolable”. Sobre el particular, añadieron –en un razonamiento semejante al de Hervada- que “además del señorío sobre las cosas que deriva de la propiedad o del contrato (…) está el señorío del hombre a su vida, su cuerpo, su identidad, su honor, su intimidad, sus creencias trascendentes”, de donde la situación que inicialmente había tenido como protagonista al actor comprometía “los derechos esenciales de la persona humana, relacionados con la libertad y la dignidad del hombre” Por último, en la causa “Repetto”, la Corte Suprema declaró la inconstitucionalidad de la resolución 2877/59 por la que se imponía el recaudo de la nacionalidad argentina (nativa o adquirida) para el ejercicio de la docencia en la actividad privada, sistemática o asistemática. El asunto fue promovido por la actora, quien había nacido en los Estados Unidos de Norteamérica e ingresado a nuestro país a la edad de 3 años. Sobre el particular, el tribunal, se fundó en el citado art. 20 de la Constitución Nacional y en la glosa a éste de Joaquín V. González, para quien “esta declaración, que se aparta en mucho del modelo norteamericano, se propone establecer la igualdad civil entre ciudadanos y extranjeros y confirmar expresamente algunos derechos que por razones de conveniencia, de religión o de costumbres, algunas naciones no conceden al extranjero…”. Y al respecto, el Tribunal añadió que la enmienda XIV de la constitución estadounidense “se limita a establecer la protección jurídica a los extranjeros (equal protection) pero en modo alguno les asegura los mismos derechos civiles” (consid. 4º) Supuestos de personas con ausencia o del disminución de discernimiento Como es sabido, el art. 54 del Código Civil especifica los supuestos de “incapacidad absoluta” establecidos por la ley. Su examen es de sumo interés a fin de advertir la virtualidad práctica (o no) de la tesis filosófico-jurídica aquí examinada respecto, cuanto menos, de los casos estudiados en los tres primeros incisos: el de las personas por nacer; de los menores y de los dementes a) Las personas por nacer En relación con este supuesto, como se anticipó, para el codificador no se discute que son “personas” y ello sucede “desde la concepción en el seno materno” (art. 70) con prescindencia de que los “nacidos con vida tengan imposibilidad de prolongarla (…) por un vicio orgánico interno, o por nacer antes de tiempo” (art. 72). Pues bien, tanto la cuestión del inicio de la vida cuando la de su viabilidad han sido discutidas desde siempre por la ciencia y la filosofía, incidiendo tal discusión, como es de esperar, sobre el derecho, tal y como se advierte, en relación a lo primero, con la situación de los embriones congelados y del ovocito pronucleado y, en lo relativo a lo segundo, con la de la persona anencefálica. i) El caso de los embriones congelados y del ovocito pronucleado Respecto de lo primero, en los Estados Unidos se ha proporcionado, a la fecha, una triple respuesta. En primer término, se sostiene que los embriones son personas por hallarse vivos y resultar genéticamente únicos, disponiéndose ya “de toda la información que necesitará para convertirse y desarrollarse en un ser humano”. Entre otros casos, uno célebre por sus cambiantes alternativas es el protagonizado a raíz del divorcio de un matrimonio en el que se disputó la tenencia de ciertos embriones conservados en una clínica y originados en el tratamiento de fertilización in vitro fallidamente intentado, en su oportunidad, por los cónyuges. En dicho caso (“Davis v. Davis” -1989-), el tribunal de distrito del Estado de Tennese “compartió la idea de los siete expertos médicos liderados por el Dr. Lejeune”, para quienes “mediante la utilización del ADN se podrían identificar los ‘códigos de vida’ individuales de los embriones humanos y de tal modo delinear completamente la constitución de ese individuo”. De ahí que, añadió, “cada cédula tiene un ácido desoxirribonucleico que es como una ‘huella dactilar’ y que lo hace fácil de distinguir de otros embriones humanos”. Por ello, concluyó que los embriones tenían vida “desde el momento de la concepción” y que, en rigor, “no eran embriones sino menores in vitro”, por manera que invocó la patria potestad y, al considerar que su “mejor interés” era el nacer, otorgó una guarda provisoria de los “menores” a favor de una de las partes. La postura recién expuesta, sin embargo, ha sido resistida por quienes afirman que “el embrión humano es un tejido humano extracorporal” y, por tanto, un “apéndice del cuerpo humano”. Sobre tales bases, se trataría de una “cosa susceptible de aprehensión”, de modo que “puede ser algo sujeto a propiedad y por ende sujeto al dominio de una persona” quienes, por lo mismo, gozan del “control final” sobre su destino. Diversos fallos admitieron esta tesis que, como acaba de referirse, se halla en las antípodas de la anterior, pues mientras que la primera adhiere a la doctrina del ser sustancial y digno, ésta última entiende que los embriones no son humanos sino meras cosas. Entre otros, destaca el del tribunal de apelaciones del estado de Tennesse, el que revió la sentencia dictada en la causa “Davis v. Davis” referida en el párrafo precedente. Para el tribunal, los embriones resultan cosas susceptibles de apropiación y disposición, de modo que “debían ser tratados como parte del acervo matrimonial” y, por tanto, “divididos como los demás bienes fungibles del matrimonio”. De ahí que aludió a la necesidad de un “control conjunto” sobre ellos en lugar de una “custodia conjunta”, terminología que avala la “posición de que los embriones son cosas y no personas, ya que de las personas se tiene custodia y no control”. La fina distinción recién expuesta ilustra con acierto –más allá del resultado de la decisión, que no comparto-, el fundamental distingo entre, por una parte, las personas incapacitadas de hecho de ejercer su ser personal y los derechos que lo son anejos y, por otra, las cosas, aspecto éste que también ha sido precisado con rigor en el precedente “Kass v. Kass” en el que un tribunal de apelaciones del estado de New Cork autorizó la vigencia de un contrato sobre el destino del embrión humano, asimilándolo a una cosa, “ya que no se puede contratar sobre el destino de una persona”. Por último, existe una tercer postura que defiende que el embrión “no es ni una persona ni una cosa, pero merece un respeto especial”, con sustento, de un lado, “en el potencial de viabilidad” que ostenta por lo que “no debería ser asimilado a tejido humano o extracorpóreo”; y, de otro, en que “no ha desarrollado completamente su estructura biológica”, por lo que “no debería ser asimilado a una persona”. Entre otros precedentes que defienden esta tesis se encuentra el del tribunal supremo del estado de Tennesee que, en el citado caso “Davis v Davis” decidió que “el embrión humano merece mayor reconocimiento de personalidad que una mera cosa aun cuando no es un ser humano”, más allá de que, en la solución brindada al caso pareció estar más cercano de la segunda que de la primera postura. Por su parte, en cuanto concierne a nuestro país, la Sala I de la Cámara Nacional en lo Civil de la Capital Federal se pronunció en un célebre caso en favor de la tesis de la personalidad substancial del embrión. Al abordar este punto, la Sala expresa que la cuestión se halla controvertida tanto en el plano científico como en el jurídico. De tal suerte, pone de resalto que mientras para alguna corriente de opinión “sólo cabe admitir la existencia del ser humano a partir de los primeros catorce días de la fecundación, con la implantación estable del denominado pre-embrión en la pared del útero materno, convertido así en verdadero embrión”, para otra, por el contrario, “al producirse en el ovocito fertilizado la singamia, la unión de ambos pronúcleos con la consiguiente unificación de la información genética, se estaría ante un nuevo ser distinto de sus progenitores” (ap. VII, párr. 5º y 7º). Pues bien, frente a dicha disputa, tras expresar que “en nuestro país no existe legislación específica sobre tales cuestiones” (ap. V, párr. 5º. El énfasis se ha añadido), la Cámara adhirió al segundo criterio “habida cuenta de su conformidad con nuestro derecho positivo” (ap. VII, párr. 10). En efecto, luego de resaltar que para el ordenamiento jurídico se es persona a partir de la concepción, matiza que “la relativa amplitud del término concepción no resuelve con precisión el interrogante en torno al momento del surgimiento del nuevo ser, producido –según lo registran los actuales conocimientos científicos- en el marco de un complejo y dinámico proceso. Pero el mismo Código Civil ofrece un criterio para responder a ese interrogante...”. Se trata, a su juicio, de que “el art. 51 expresa que ‘todos los entes que presenten signos característica de humanidad, sin distinción de cualidades o accidentes, son personas de existencia visible’. Y aunque es obvio que al incluirse esta norma no se tuvo en mira la situación aquí examinada, sino otras vinculadas a personas ya nacidas y en función de sus rasgos morfológicos o simplemente de antiguas creencias sobre la existencia de monstruos o prodigios (...) ello no obsta a que el criterio subyacente en dicho precepto pueda aplicarse en casos distintos, no previstos entonces. Por el contrario, una interpretación analógica del mismo conduce a esa solución (art. 16, Cód. cit). Pues, en definitiva, aquel criterio implica tanto como admitir la realidad de la persona ante cualquier ‘signo característico de humanidad, sin distinción de cualidades o accidentes’; y no parece dudoso que la existencia en el embrión del código genético, determinante de su individualidad y conteniendo las pautas de su ulterior desenvolvimiento, de suerte que en potencia ya está en él –biológicamente- todo el hombre que será en el futuro, representa al menos aquellos signos. Ello con independencia de ‘cualidades o accidentes’, o sea de las determinaciones físicas, psíquicas, sociales y morales que necesariamente lo afectarán durante su posterior desarrollo, hasta la muerte”. Ahora bien: en el fallo recién referido, la Sala examinó, además, el caso del ovocito pronucleado, es decir, del que “poco después de haber sido penetrado por el espermatozoide ‘demuestra la existencia de dos prónucleos, uno aportado por la gameta femenina y otro por la masculina”. Sobre el particular, la sentencia da cuenta de un “desacuerdo científico y filosófico sobre la verdadera condición del ovocito pronucleado”, la cual “no puede ser dirimida por los jueces”. Consideró, al respecto, que no resultan analógicamente extensibles las consideraciones vertidas respecto del embrión, pero tampoco cabe negarlas pues “el ovocito pronucleado constituye una estructura biológica peculiar, distinta de los gametos masculinos y femenino, que contiene los elementos con lo que pocas horas después se formará el embrión. Subsiste así una duda que debe aceptarse y asumirse como tal”. De ahí que, se añade, “la prudencia impone darle un trato semejante a la persona. No por aseverar que lo sea (…) sino ante la duda que suscita el no poder excluirlo con certidumbre”, ya que, “en el orden práctico, cuando no se trata de juzga sino de obrar (…) lo indicado es proceder de modo de preservar lo que sería un bien mayor –en el caso, la vida de personas- o al menos estar al mal menor postergando toda conducta que pudiera comprometer ese bien”. El caso del feto anencefálico En la causa “T. S. c/Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires” se requirió “anticipar el parto o interrumpir el embarazo” en razón del “riesgo para la salud física y psíquica” de la madre ante la existencia de un feto anencefálico, esto es, de quien, al carecer de los hemisferios cerebrales, no tiene posibilidades de vida autónoma separado del seno materno más allá, en general, de unas 12 horas. Denegada la medida en primera y segunda instancias, el Superior Tribunal de Justicia de la Ciudad de Buenos Aires, por mayoría, hizo lugar al pedido y ordenó “inducir el parto o eventualmente practicar intervención quirúrgica de cesárea”. Apelada la medida, ésta fue confirmada por la Corte Suprema de Justicia –también por mayoría- al considerar, ésta última, en lo esencial, que el estado de gestión (octavo mes de embarazo) permitía realizar aquélla práctica. En lo que sigue, reproduciré algunos extractos de las diversas intervenciones que resultan de interés al objeto de este tema. Así, el voto del juez de la corte estadual Maier, luego de reconocer que la anencefalia “no significa ausencia completa de toda actividad cerebral, pues si así fuera ni siquiera los movimientos internos que el feto necesita para vivir (por ej. respiración, impulsos cardíacos), existirían, esto es, moriría”, sin embargo, parece hacer suyas las opiniones de diversas autoridades para quienes “la anencefalia representa, entre todas las patologías fetales, un carácter clínico extremo”, por cuanto “la ausencia de los hemisferios cerebrales (…) constituye ‘la representación de lo subhumano por excelencia’ (…) por faltarles el mínimo de desenvolvimiento biológico exigido para el ingreso a la categoría de ‘humanos’”, de modo que “la vida que subsiste no es, hablando propiamente, una vida humana, la vida de un ser humano destinado a llegar a ser (o ya ser) persona humana” (énfasis añadido). La réplica a esta postura llega, entre otros, por parte del Procurador General de la Nación y por los votos en disidencia de la Corte Suprema del que tomaré, por razón de brevedad, el del juez Nazareno. Así, el primero refiere, entre otros, el Preámbulo de la Convención sobre los Derechos del Niño (art. 75, inc. 22 de la Const. Nacional, texto según la reforma de 1994), en cuanto dispone que “el niño, por su falta de madurez física y mental, necesita protección y cuidado especiales, incluso la debida protección legal, tanto antes como después del nacimiento” y la Declaración Americana de los Derechos del Hombre, según la cual “toda persona tiene los derechos y libertades proclamados en esta Declaración, sin distinción alguna de raza, color, sexo, idioma, religión, opinión política o de cualquier otra índole, origen nacional o social, posición económica, nacimiento o cualquier otra condición” (art. 2.1) (énfasis añadido en ambos casos) (pp. 14-15). Para el Procurador, no es “ociosa” la “reproducción” de esos y otros textos ya que “en los votos de mayoría [de la corte estadual] se niega la pertinencia de estas citas, ya sea –según afirman- (…) porque no existe ‘persona’ cuyos derechos se deban tutelar –por la ausencia de rasgos humanos en el nasciturus- o, simplemente porque al carecer el niño de viabilidad extrauterina, no se puede considerar que exista vida” (p. 15). A su juicio, estas consideraciones confrontan la idea defendida por la Corte Suprema en Fallos: 322:2701 según la cual “la consideración primordial del niño (…) orienta y condiciona toda decisión de los tribunales de todas las instancias…” (el énfasis corresponde al original) (p. 16). De ahí que, a su ver, “esa protección se acentúa conforme es mayor la indefensión de la persona, ya fuere por su minoridad o por no haber nacido aún”, de modo que “en nada afecta a la plena vigencia de sus derechos la alegada ‘inviabilidad’ del nasciturus, ya que su sola condición de niño, sin importar cuál fuere la extensión de su vida extrauterina, lo hace merecedor de esas protecciones. Ellas deben estar presentes, so pena de incumplirlas, en cada uno de sus breves, y quizá únicos, instantes de vida luego de nacer” (pp. 17-18). El dictamen concluye con consideraciones que enlazan, nítidamente, con un concepto substancial (no accidental ni operativo) y, por tanto, metafísico (no físico) de persona. Así, luego de reconocer que “…la deficiencia de que adolece el nasciturus se encuentra entre aquellas que son extremas y que por cierto impiden su viabilidad”, matiza que “establecer categorías de humanidad podría conducir hacia el más peligroso sendero discriminatorio, porque sin duda, la más temible de las discriminaciones (peor aún que la racial, religiosa, sexual o política) es aquella que se permite afirmar o negar al hombre su propia condición de hombre. Adviértase que tan difuso es el estrecho límite que se transita cuando se pretende decidir la humanidad de un individuo, que en la misma sentencia en crisis, luego de afirmar innumerables veces que el feto descerebrado carece de las características básicas del humano, se reconoce que el niño por nacer cumple con algunas actividades cerebrales…”. Sobre tales bases, concluye, “es por ello que me pronuncio por la defensa de la vida de quien presenta signos de humanidad, aunque fueren mínimos, porque no puedo dejar de contemplar que ante nosotros” –y aquí la reminiscencia con Vitoria es inequívoca- “se encuentra un ser, que además de cumplir con funciones vitales básicas, podría en alguna medida sentir, aunque fuere, dolor; sensación que lo ubica a nuestro lado, junto a nosotros, como congénere” (p. 20). Por su parte, el voto del juez Nazareno se estructura, entre otras consideraciones y en cuanto aquí tiene relevancia, sobre el parámetro científico de la biológia, según el cual “la secuencia del ácido desoxirribonucleico, identificado bajo la conocida abreviatura ADN ‘es el material encargado de almacenar y transmitir la información genética’”, de suerte que “es un hecho científico que la ‘construcción genética’ de la persona está allí preparada y lista para ser dirigida biológicamente pues ‘el ADN del ‘huevo’ contiene la descripción anticipada de toda la ontogénesis en sus más pequeños detalles”. De ello se deduce, prosigue el voto, “que el ADN humano o genoma humano identifica a una persona como perteneciente al género humano y, por ende, constituye un signo ‘característico’ e irreductible de humanidad en los términos de la ley (art. 51 del Código Civil)”. Más aún: la humanidad del feto parece incuestionable si se pondera, prosigue el voto, que “la ecografía practicada a la madre revela la existencia de un proceso vital en desarrollo ya que sus resultados ilustran sobre la normalidad de la cinética cardíaca, la actividad de lo movimientos fetales, al tiempo que informan que el líquido amniótico es adecuado para la edad gestacional”. En esa línea, las constancias advierten que “la actora ha engendrado ‘un feto que se mantiene en un ritmo de crecimiento, excepto en lo referido al encéfalo”, cuya patología, según la doctrina científica, “se inicia tempranamente entre los días 17 y 23 del desarrollo fetal”. Sobre tales bases, añade el voto, “la patología es ulterior a la concepción, esto es, posterior al momento en que ha comenzado a existir la persona, de lo que se deduce que el organismo viviente en cuestión es una persona por nacer que padece n ‘accidente’ (art. 51 del Código Civil) –la anencefalia- que no altera su condición (art. 63 del cód. cit.)”, de donde “la inexistencia o malformación del cerebro humano a las personas desarrollo fetal no transforma a las personas en productos ‘sub humanos’ como sugiere el a quo” (énfasis añadido) (consid. 8º). Por el contrario, el derecho a la vida de la persona por nacer anencefálica viene imperativamente impuesto por la doctrina que emerge de un conjunto de normas, tales como la del art. 75, inc. 23 de la Constitución Nacional por el que se encomienda, de manera genérica, al Congreso Federal el dictado de “un régimen de seguridad social especial e integral en protección del niño en situación de desamparo, desde el embarazo hasta la finalización del período de enseñanza elemental, y de la madre durante el embarazo y el tiempo de lactancia” Y, de modo más concreto, por el art. 2 de la citada Convención sobre los Derechos del Niño (art. 75, inc. 22 del texto más arriba citado) en cuanto dispone que “los Estados Partes respetarán los derechos enunciados en la presente Convención y asegurarán su aplicación a cada niño (…) sin distinción alguna, independientemente de (…) los impedimentos físicos, el nacimiento o cualquier otro condición del niño…”, de donde, concluye el voto, “cualquier magistrado que restringiera irrazonablemente el derecho a la vida negándoselo, por emplo, a personas que padecen patologías físicas –tal lo que sucede en autos- incurriría en una discriminación arbitraria” (consid. 9º). b) Los menores de edad En relación con éstos, múltiples son los aspectos que gravitan respecto del tema que aquí interesa, motivo por el cual en lo que sigue me limitaré a la cuestión de la capacidad (o no) de éstos para consentir la realización de tratamientos médicos. A título general, como lo recuerda Sambrizzi, “el paciente médico que no se encuentra privado de consentimiento le asiste el derecho a tomar las decisiones que pudieran corresponder con respecto a los posibles tratamientos a serles aplicados, en especial, cuando existan terapias alternativas, constituyendo una exigencia moral colocarlo en condiciones de poder elegir personalmente, y no a la de someterse a decisión que otros han tomado por él”. Se trata, pues, de la aplicación del principio general ya estudiado y basado en el resguardo de la dignidad humana, en función de la cual es posible hablar de una “exigencia moral” (en el sentido de metafísica) y no de un sometimiento de hecho (en tanto que físico) a la decisión que “otros han tomado por él” tornando a la persona, en este último caso, en un “objeto” y no en un sui iuris. Ahora bien: en cuanto aquí interesa, conviene tener presente que el citado art. 54 estipula una incapacidad “absoluta”, norma ésta que ha merecido las críticas de alguna doctrina y que no se halla desprovista de razón en la medida en que puede tornarse, en algunos casos, contraria a la idea de dignidad humana. Ante ello, y más allá –como acertadamente apunta Sambrizzi- de la insoslayable intervención de los padres atento el ejercicio de su patria potestad, tanto los textos internacionales, como el derecho comparado han otorgado un mayor protagonismo a los menores en línea con el reconocimiento de esa noción substancialista de la dignidad humana. Así, de conformidad al 2º párrafo del art. 7º del Proyecto original de la Convención de Bioética del año 1994 del Consejo de Europa, “el consentimiento del menor debe ser considerado como un factor cada vez más determinante, proporcionalmente a su edad y a su capacidad de discernimiento”. Sobre tales bases, por ejemplo, en el Reino Unido la Sección 8 del Acta de Reforma del Derecho de Familia del año 1969 autoriza a los adolescentes de dieciséis o más años a consentir tratamientos quirúrgicos, médicos y odontológicos, como si fuesen mayores de edad, prevaleciendo sus deseos por sobre los de sus padres”. Como parece obvio, se trata de un principio general que transita en sintonía con el máximo despliegue posible de la personalidad humana como concreción de la referida nota de substancialidad-dignidad que le es propia, principio éste que, sin embargo, no excluye las excepciones. Como recuerda el autor citado, a partir de la autoridad de Rabinovich, rige en Gran Bretaña la regla del “menor maduro”, según la cual, “si bien hasta la mayoría de edad continúa en vigor la patria potestad, a medida que el menor va madurando, el grado de control paterno debe ir decreciendo”, aunque, matiza, “se duda sobre la validez de ese consentimiento en el supuesto de que se tratara del rechazo de una terapia o tratamiento que ofrece un buen pronóstico”. Más aún: justamente el principio general recién aludido condujo, en ese país, a que un tribunal autorizara una transfusión de sangre en contra de la decisión tanto de los padres, como del menor de 15 años de edad, todos Testigos de Jehová, en un caso en que éste último se hallaba enfermo de leucemia. Y, con mayor razón, si se trata de supuestos en que los menores no se manifiestan o son incapaces, tal y como ha sucedido en los Estados Unidos, por interpretarse que “ello constituiría un ejercicio abusivo de la patria potestad, por el cual se incurriría en responsabilidad penal”. c) Los dementes Por último, en lo concerniente a la figura de los “dementes” (a la que, en sentido lato, y a los efectos de este trabajo podría incluirse la de los “sordomudos” prevista por Vélez en el citado art. 54), a título general conviene aplaudir una creciente tendencia que busca extremar los recaudos a la hora de declarar su incapacidad de hecho, en definitiva de consuno con la noción de substancialidad y dignidad personal aquí defendida. Al respecto, como bien puntualiza el citado Llorens, en esta materia el régimen vigente en nuestro país, “propio del siglo XIX, produce dos consecuencias gravísimas para el sujeto: la primea es la falta de matices, pues no se considera la importancia de la ineptitud, ni para qué cuestiones el sujeto está impedido o afectado. La segunda, es la absoluta irrelevancia de sus deseos y de su voluntad, aun de los que pueda sanamente formular”. Ante ello, conviene ponderar, a título general, que de conformidad con la “Convención Interamericana para la eliminación de todas la formas de discriminación contra las personas con discapacidad” (ley 25.280) “no es correcto el dictado de una sentencia que incapacite a una pesona para obrar en forma absoluta. Debe precisar para que clase de actos lo dispone y en qué medida”. De ahí que acertadamente precisa este autor que “corresponde sustituir la expresión ‘incapaz’ por ‘discapaz’ en el sentido de imperfección, dificultad o anomalía en la capacidad”. Es lógico: “cuando determinada persona no tiene aptitud para ejercer por sí mismo –en igualdad de condiciones con las demás personas- determinados derechos, podemos decir que se trata de una persona dependiente en riesgo y necesitada de un régimen de protección jurídica que lo beneficie y que impida que al aprovechamiento por tercerso de esa situación”. Sin embargo, este beneficio no puede ir más allá de lo estrictamente necesario, puesto que, de otro modo, se alteraría la finalidad para el que se ha constituido el régimen con directo detrimento de la substancialidad-dignidad de la persona que es el fundamento último de aquél. Ahora bien: como concluye el autor citado, “al decir que lo beneficie no queremos significar que lo iguale sino que lo equipare, esto es, `que lo ponga en una situación fáctica de igualdad con los demás’” ya que las personas son todas substancialmente iguales, más allá de los accidentes que inexorablemente los distinguen. Unidad de Aprendizaje II La querella entre el “Derecho natural” y el “Positivismo jurídico” Introducción En la Unidad de Aprendizaje I se examinó el concepto de persona en tanto es ella el fundamento del derecho, es decir, la razón primera y última de su existencia. De seguido, se ubicó al derecho en su contexto propio, la sociedad, pues donde hay al menos dos personas, existe el “derecho”, en la medida en que necesariamente se suscitan entre ambas relaciones jurídicas derivadas de dicha coexistencia. Los romanos habían descrito esta idea bajo la fórmula “ubi societas, ibi ius”, es decir, “donde hay sociedad, hay derecho”, debiendo entenderse por aquella, por lo menos, la existencia de dos personas. A continuación, se estudió uno de los temas capitales del derecho, a saber, la justicia, pues el hombre, en su vida en sociedad, no aspira sino a obtener una coexistencia pacífica y no puede haber paz (individual y social) sin mínimas condiciones de justicia. Ahora bien: uno de los requisitos insoslayables para que se pueda hablar de una sociedad en la que reine la justicia remite a un tópico clásico de la teoría general del derecho de Occidente: la cuestión del “derecho natural”, el cual, avalado por el planteamiento conocido como teoría del “Derecho Natural” encontró, desde antiguo, el cerrado rechazo de la tradición teórica denominada “Positivismo Jurídico”, dando lugar a una célebre querella que hunde sus trazos en los textos más antiguos que se hayan conservado y pervive hasta la actualidad. Antes de avanzar en el examen de este tema, en mi opinión de importancia determinante para la ciencia jurídica, conviene efectuar una precisión liminar: es conocida e indiscutidamente aceptada por parte de la doctrina, la pluralidad de perspectivas que animaron, históricamente, a las dos corrientes de pensamiento recién mencionada. Baste señalar, a mero título de ejemplo, los textos que se citan a continuación. Así, un autor declaradamente iusnaturalista como José Llompart, quien adhiere –como se verá más abajo- a “un iusnaturalismo en sentido jurídico”, reconoce que también “dentro del iusnaturalismo hay otros caminos (el iusnaturalismo ético, el teológico y el metafísico, por lo menos)”. De igual modo, un doctrinario iuspositivista como Eugenio Bulygin reconoce estar “perfectamente consciente de que la expresión ‘positivismo jurídico’ es altamente ambigua. El positivismo de un Bergbohm o Radbruch tiene poco que ver con el de Kelsen o Hart. El mismo Kelsen fue calificado por Alf Ross como cuasi-positivista. Hoy en día está muy de moda la distinción entre positivismo excluyente e incluyente, como dos formas diferentes del positivismo jurídico”. Por fin, un autor seguramente no iusnaturalista pero tampoco iuspositivista como Eugenio Zaffaroni señala en una reciente e importante sentencia de la Corte Suprema de Justicia de la Nación que “como es sabido, no hay una única teoría acerca del derecho natural, sino muchas (…) Sin entrar en mayores detalles (…) hay un derecho natural de raíz escolástica, otros de claro origen contractualista liberal y absolutista, pero también hubo derechos naturales –con ese u otro nombre- autoritarios y totalitarios, abiertamente irracionales”. No pretendo –ni menos corresponde a una obra introductoria como la presente- discutir el acierto o no (completo o parcial) de los intentos clasificatorios recién citados. Sí, por el contrario, interesa reafirmar la variedad de puntos de vistas que gobiernan esta cuestión y la consecuente palmaria complejidad y dificultad que entraña su tratamiento. En efecto; la “querella” entre iusnaturalismo e iuspositivismo remite a un extenso índice de temas por lo que, de seguido, me ceñiré al examen de alguna de las cuestiones que estimo relevantes. En primer lugar, para ponerlo en palabras de Alexy, la cuestión en torno del “límite extremo” del derecho, es decir, si la única y última ratio del ordenamiento jurídico reposa en él mismo o si existe algo más; una instancia crítica desde la cual aquel pueda ser comprendido y juzgado en su radicalidad. En segundo término, y necesaria consecuencia de lo recién expuesto, es claro que la pregunta en torno de un saber más allá del derecho positivo no sólo trasciende el ámbito propiamente jurídico, sin que plantea, en clave filosófica, la posibilidad misma de conocer el sentido último de la realidad humana, lo cual abre las puertas de par en par al otro gran debate que lleva implícito esta querella: la del “cognotivismo” (en sus variadas manifestaciones) vs. “no cognotivismo” (también planteado en diversas facetas). Pues bien: el análisis de las notas recién presentadas se realizará con la ayuda de algunos textos clásicos, lo que muestra no solo la ya referida pervivencia de esta cuestión (a pesar del esfuerzo o el deseo de no pocos por verla concluida), sino, y para decirlo de manera directa, la aflicción del hombre, como escribe Kaufmann, en el sentido de que si se desea “hacer las relaciones más humanas”, corresponde indefectiblemente “hacer el derecho más justo”. En definitiva, el hecho mismo de que algunas de estas obras ni siquiera hayan sido concebidas para una sede filosófica o filosófico-jurídica muestra la centralidad que encierra ésta polémica en la comprensión y el destino del hombre. Por último, el referido contrapunto “iusnaturalismo-iuspositivismo” suscitó, al cabo de los siglos, el escepticismo de algún sector de la doctrina que entendió que se estaba ante una polémica irresoluble y, por tanto, estéril. En ese contexto, se propuso un “tercer camino” (“dritter Weg”). Al examen de la virtualidad o no de esta propuesta se dedica la siguiente parte del capítulo, con el que éste concluye. La querella entre el “Derecho Natural” y el “Positivismo Jurídico” Como se anticipó en el punto precedente, las tesis fundamentales del “Iusnaturalismo jurídico” fueron históricamente contestadas por una filosofía que, a partir de la modernidad, suele conocerse como “Positivismo Jurídico”, contrapunto éste que ha dado lugar a una de las querellas más emblemáticas y, a la vez, de mayor persistencia, del pensamiento jurídico Occidental. ¿Qué es el positivismo jurídico? Según lo recién expuesto, esta pregunta no es de fácil respuesta dados los diversos planteamientos existentes al interior mismo de dicha corriente y las fuertes divergencias allí observables. De ahí que a los fines de este trabajo baste la presentación de alguna de sus notas más emblemáticas (o, cuanto menos, tradicionalmente caracterizantes), en especial con el objeto de enfatizar los puntos centrales de divergencia con la tradición “Iusnaturalista” la cual, como también ha sido señalado, tampoco es monocorde, motivo por el cual en lo que sigue debe entenderse que este filosofía hace referencia a su faceta “clásica” que, como se verá más adelante, es el por Llompart denominado “iusnaturalismo en sentido jurídico” y a la que también indistintamente denomino como “pensamiento práctico-valorativo” o “pensamiento de la razón práctica”. Así, como explica didácticamente Gregorio Robles, el Positivismo Jurídico “supone la ruptura con la meta-física, para quedarse en la ‘física’; la ruptura con el ser ‘ideal’ y la reivindicación a ultranza de lo real y sus leyes. El positivismo es, en definitiva, el triunfo de las ciencias de la naturaleza y de sus presupuestos epistemológicos”. Gustav Radbruch, por su parte, expresa: “el positivismo jurídico es la corriente de la ciencia jurídica que cree poder resolver todos los problemas jurídicos que se planteen a base del Derecho positivo, por medios puramente intelectuales y sin recurrir a criterios de valor”. Y añade que esta concepción “no se gobierna solamente por principios lógicos, sino, sobre todo, por principios jurídicos”. En efecto; en primer término, “pesa sobre el juez la prohibición de crear Derecho” ya que “con arreglo a la teoría de la división de los poderes, la misión de crear Derecho está reservada a la representación popular”. Además, pesa sobre aquél “la prohibición de negarse a fallar” pues “la ciencia jurídica es una ciencia práctica; no puede, ante el imperativo de las necesidades de la práctica, alegar que la ciencia no ha resuelto todavía el problema planteado; hay que dar por descartada la posibilidad de un non liquet en lo que a la cuestión jurídica se refiere”. Por último, “la prohibición de crear Derecho y la de negarse a fallar sólo pueden conciliarse entre sí si arranca de un tercer supuesto, a saber: que la ley carece de lagunas, no encierra contradicciones, es completa y clara…”. En otras palabras, concluye, “es el postulado o ficción consistente en afirmar que la ley o, por lo menos, el orden jurídico forma una unidad cerrada y completa”. De lo recién expuesto, surgen con claridad algunas de las evidentes divergencias que distinguen a estas posturas. Por de pronto, la ruptura con la metafísica y la reivindicación de lo real entraña la relativización o, más aún, la directa negación del nervio sobre el que se asienta la ya conocida Unidad de Aprendizaje I, a saber, que la persona es un ser que se domina a sí mismo. Es lógico, ya que una afirmación como la recién transcripta implica reconocer que los seres humanos poseen derechos y deberes innatos o connaturales con su personalidad; es decir, que tales derechos acompañan siempre a la persona; resultan universales y cognoscibles, más allá de que un ordenamiento jurídico desconozca tales derechos; no los reconozca adecuadamente o que, por razones económicas o por circunstancias políticas determinadas, algunos derechos no puedan (total o parcialmente) ejercerse. Por el contrario, para la filosofía jurídica “positivista” el haz de derechos y de deberes de las personas dependen de lo que al respecto disponga el ordenamiento jurídico de las naciones, entre otras cosas porque sólo es posible un conocimiento “científico” (en el sentido de fáctico o “físico”) del derecho, punto de partida insoslayable para determinar, sobre tales bases, qué sea lo justo o lo ético. De ahí que, mientras para la primera escuela de pensamiento un rastreo en la condición humana concluye en la existencia –como se verá en la Unidad de Aprendizaje VII con más detalle- de derechos/deberes “válidos” per se, con prescindencia de su concreta “vigencia” histórica; para la segunda los únicos derechos/deberes que cuentan son éstos últimos, es decir, se afirma la existencia exclusiva y excluyente del derecho positivo, esto es, del derecho “puesto” por el legislador. Y, como es claro, las consecuencias a que arriban estas perspectivas constituyen un límite infranqueable para cada una de ellas: la ya referida ley infame de Bergbohm como elemento definitorio de lo jurídico es suficiente ejemplo de ello pues es claro que ella es imposible de aceptar por cualquier perspectiva “iusnaturalista”. En definitiva, las consideraciones precedentes permiten poner de relieve que la oposición entre ambas corrientes atraviesa, promiscuamente, los planos tanto metodológico como gnoseológico ya que la querella en torno de los alcances de la “positividad” del derecho que aparece en la superficie del párrafo precedente viene de la mano, como se anticipó, de la trascendental disputa en torno de la posibilidad o no de conocer –en sentido “fuerte” de la palabra, esto es el sentido radical de intelegir la razón última y genuina y no meramente fenoménico y superficial- el sentido último de las cosas que, en cuanto aquí interesa, es la pregunta por el derecho justo y que, en la tradición filosófica de Occidente se conoce, en tren de abreviar, como la querella entre “cognotivismo” y “no cognotivismo”. A este respecto, la teoría del “derecho natural” se ha inclinado de modo unánime en favor de la tesis “cognotivista” aunque, como es previsible por lo dicho más arriba, esta respuesta asumió diversas variantes. Para algunos, la fuente última del conocimiento debe remitirse a Dios (es el “iusnaturalismo teológico” de Llompart o el identificado como “escolástico” en Zaffaroni); para otros, al “ser” de las cosas entendido –al contrario del “positivismo científico”, como se verá de seguido- de una manera metafísica y no física (es, seguramente, el iusnaturalismo que Llompart identificó como “metafísico”); para otros, el criterio último del conocimiento reposa exclusivamente en la “Razón” (expresada en mayúsculas), pues se trata de una noción considerada de manera abstracta; formalista y, por ende, a-histórica (es la tesis básica de la denominada “Escuela del Derecho Natural Racionalista” que principia a partir de los ensayos de Descartes y que, en cierto sentido, concluye en Kant); para otros, en fin, la raíz última del conocimiento se halla en una razón (escrita ahora con minúsculas), en tanto se halla transida de historicidad: su tarea, pues, radica en ponderar; adecuar, en fin, valorar de modo que, brevemente, la dignidad humana (absoluta y universalmente válida según se ha examinado en la Unidad de Aprendizaje I) quede a cubierto de las circunstancias de tiempo y de lugar en la que actúa (y, por ello, susceptible de adecuaciones -extensiones o relativizaciones- que, empero, no entrañan una relativización y, menos, una “desnaturalización”, de su esencia). En clave de Llompart esta tesis es, como se verá más adelante, el “iusnaturalismo en sentido jurídico” (aunque, probablemente, tampoco resulte ajeno al “iusnaturalismo ético”) y que, como anticipé, prefiero denominar “clásico” ya que, como se tendrá ocasión de señalar, sus tesis fundamentales son debidas al pensamiento del impar Aristóteles. Si se toma la tesis “congotivista” en el sentido “fuerte” señalado más arriba, forzoso es concluir que el “Positivismo Jurídico” no abona sino la proposición “no cognotivista”. En efecto; para esta postura, como piensa Nino y se volverá más adelante, “la posibilidad de identificar un sistema normativo justo y universalmente válido (llámese derecho natural o moral ideal)” queda descartada sea porque un “tal sistema no existe” (en cuyo caso se está ante el “escepticismo ontológico”), sea “porque no es accesible a la razón” (en cuyo caso se adhiere al “escepticismo gnoseológico”). Quizá sea ésta última la posición prevaleciente al interior del “Positivismo Jurídico”. Cuanto menos, como se verá, es a la que parece adherir Bulygin y, muy claramente, Kelsen, aunque, en el fondo, no es muy diversa que la de Callicles e, incluso, que la de Hobbes y los autores nacional-socialistas (esto último bien insinuado en el texto ya citado de Zaffaroni), si bien estas tres últimas posiciones hacen eje en una postura, si se me permite la expresión, cognotivista “débil”, en tanto asumen un conocimiento exclusivamente “descriptivo” (y, en definitiva, “físico”) en lugar de “valorativo” (y, por tanto, “metafísico”) del comportamiento humano. Lo dicho, en fin, es perfectamente válido para otra de las clásicas versiones del positivismo, el llamado “científico” que surge con el desarrollo de las ciencias experimentales y adquiere configuración definitiva en la obra de Comte. Esta corriente, precisamente por anclar su fuente de conocimiento en las matrices de la ciencia moderna y, por tanto, seguir el método “inductivo” y “resolutivo-compositivo” proporcionó una respuesta de índole “cognitiva” aunque tal conocimiento excluye por completo el recurso a los “juicios de valor”: se está, pues, como se señaló, ante un conocimiento “débil”, ceñido al mero conocimiento datos (en el sentido de las palabras inglesa y francesa de facts o faits) respecto de los cuales no se dudó que podían, sin dificultad, ser sensorialmente observados; verificados y clasificados de modo de elevarlos a rango de ley general a fin de, en lo sucesivo, meramente “describirlos” y “aplicarlos”. El derecho es, entonces, lo que lo que los “hechos” de la vida social “científicamente describen”, conclusión que explica el apogeo de la “Sociología del Derecho” y la tenaz crítica de sus defensores a la Dogmática Jurídica a la que se acusó, precisamente, de “no científica”. En lo que sigue, pues, se recrearán algunos tópicos y autores de esta intensa y decisiva polémica. El “Derecho Natural”. Algunos textos y argumentos clásicos La idea de un derecho natural recorre la entera historia de la humanidad en la medida en que hunde sus raíces prácticamente desde que el hombre conserva registros de su existencia y, por tanto, atraviesa todas las culturas. Por lo dicho, que en lo sucesivo se examinen tres textos clásicos de la tradición Occidental no significa que la cuestión resulte ausente en otros contextos, más allá de los matices y aproximaciones que, como es obvio, son distintos según las diversas culturas. Así, y a mero título ejemplificativo, es conocido que mientras en Occidente, en especial desde el siglo XVI, se enfatiza el tema de los “derechos”, en Oriente se pone el acento en los “deberes” (de hecho, la expresión “tener derecho a…” es desconocida en las culturas japonesa o china), más, en ambos casos, la noción que gravita es el respeto por el “otro” (la inviolabilidad de la persona), de modo que, se mire desde donde se mire (el “derecho” de uno a no ser ultrajado o el “deber” de otro a no ultrajar al primero), se arriba a la misma conclusión de resguardo hacia la inviolabilidad de la persona. Sentada, pues, la precedente precisión, pasaré a comentar algunos pasajes de tres documentos en los que, a mi juicio, se hallan las bases de la teoría del derecho natural aquí referida. a) Sófocles El primer texto pertenece a la famosa obra de teatro de Sófocles (495-405 A.C.), quien escribe un drama en el que refiere que, a raíz de la disputa por el trono entre Creonte, rey de Tebas, y su hermano Polinices, el primero, tras dar muerte al segundo ordenó –en lo que constituía una de las más severas deshonras de la sociedad griega- dejarlo insepulto. Antígona, hermana de ambos, es sorprendida por los guardias cuando procuraba enterrar a su hermano por lo que es llevada ante la presencia del rey, lo que da lugar al diálogo que interesa a los fines de este trabajo. En efecto; Creonte la inquiere: “¿sabías que había sido decretado por un edicto que no se podía hacer esto?” y ante la respuesta afirmativa de Antígona, profundiza: “ésta conocía perfectamente que entonces estaba obrando con insolencia, al transgredir las leyes establecidas, y aquí, después de haberlo hecho, da muestras de una segunda insolencia: ufanarse de ello y burlarse, una vez que ya lo ha llevado a efecto”. Como se advierte con claridad, no hay en las palabras del rey un juicio sobre la moralidad o justicia de la norma, probablemente porque aquellas resultan sobreentendidas en función de la inconducta de Polinices. Por el contrario, es manifiesto el interés de resguardar la ley promulgada, de suerte que su transgresión, a sabiendas, constituye un verdadero escándalo que no solo mina la autoridad del gobernante, sino que, además, suscita el descrédito de la población en la existencia y cumplimiento de aquélla. Podría decirse, entonces, que Creonte sólo repara en la existencia de la norma positiva y en la obligación de su cumplimiento en tanto que tal. Ante ello, la respuesta de Antígona se sitúa en un nivel distinto, al formular un enjuiciamiento crítico de la norma. Así, se lee: “No fue Zeus el que los ha mandado publicar, ni la justicia que vive con los dioses de abajo la que fijó tales leyes para los hombres. No pensaba que tus proclamas tuvieran tanto poder como para que un mortal pudiera transgredir las leyes no escritas e inquebrantables de los dioses. Estas no son de hoy ni de ayer, sino de siempre, y nadie sabe de dónde surgieron. No iba yo a obtener castigo por ellas de parte de los dioses por miedo a la intención de hombre alguno”. Del texto citado es posible extraer, libremente, el siguiente iter argumentativo: a) por de pronto, y como es lógico en el horizonte de la sociedad griega en la que religión, moral y derecho no ocupan compartimentos estancos, Antígona reivindica la existencia de una justicia divina; b) pero hay más: esta justicia ostenta un contenido que las leyes humanas deben en todo caso profundizar pero en ningún caso contradecir. En efecto, “Zeus” o “los dioses” han proporcionado a los hombres leyes “no escritas”; “inquebrantables” y “atemporales”, las cuales son superiores a las humanas pues ningún “mortal” tiene “tanto poder” como para “transgredir[las]”; c) así las cosas, si esto último aconteciera, ello redundaría en “castigo por ellas”, con prescindencia de que tal obrar ocurra por “miedo” ante quien posee poder o por afán de pensar como los demás; d) ante lo expuesto, Antígona concluye el edicto de Creonte no lo ha “mandado publicar” Zeus, lo cual es tanto como afirmar que no responde a aquél, imponiéndose su inaplicación. A los fines del presente estudio, conviene retener no tanto (a pesar de su indudable trascendencia), la remisión a una justicia divina, cuanto el expreso reconocimiento de que no basta, a la hora de gobernar la vida social, la sola ley positiva. Dicho de otro modo: la legislación no es la “última ratio” del ordenamiento jurídico sino que, más allá de aquella, existe una instancia crítica en condiciones de juzgar su bondad o maldad; su acierto o desacierto. En el horizonte cultural de Sófocles, esa instancia la constituyó Zeus (así como desde la cristianización de Europa hasta el cisma religioso del siglo XVI, aquélla fue Dios y, a partir de esa ruptura, la Razón humana). Como se advierte con claridad, lo decisivo aquí, con prescindencia de quien es el titular de esa sede crítica a la ley positiva, es que esa sede existe y que el gobernante no puede contentarse, en orden a pretender el acatamiento de una norma, con su mera promulgación: es menester, antes que nada, someter a examen su contenido. Y esa nota, que estimo fundamental en el difícil camino hacia la racionalización de las relaciones sociales, se halla presente, con toda transparencia, en el párrafo citado y volverá a ser empleada un par de siglos después por otro actor fundamental del derrotero recién mencionado: Aristóteles. Desde luego, si bien el reconocimiento de una instancia crítica proporciona los medios para echar luz acerca del correcto contenido de la ley, en modo alguno garantiza el éxito de la empresa. Sófocles parece perfectamente consciente de ello y, al igual que Aristóteles, se ubica en un prudente término medio entre la ilusión del racionalismo filosófico que se creyó capaz de dar respuesta a todo y la desilusión (o, mejor, la tragedia) del escepticismo filosófico incapaz de responder a nada. El autor, en efecto, confía en las fuerzas del hombre y esto se ve con claridad cuando, por intermedio del Coro, expresa que “muchas cosas asombrosas existen y, con todo, nada más asombroso que el hombre”. Sin embargo, tal confianza no impide reconocer que las respuestas no siempre están al alcance de la mano. Así, en su réplica a Creonte -quien no considera justo que el “bueno” (que, a su juicio, es él mismo) “obtenga lo mismo que el malvado” (esto es, Polinices)-, Antígona desliza con una saludable modestia:”¿Quién sabe si allá abajo estas cosas son las piadosas?”. Para la muchacha, en efecto, “allá abajo” -que es donde viven los dioses-, seguramente las cosas no son como las concibe Creonte pero el “¿quien sabe?” es por demás indicativo de que el ámbito de la praxis humana se resiste a conclusiones categóricas y, menos definitivas en tanto constituye un continuo campo de encuentro y ponderación de razones en torno de cada acto de la vida y en el que, como agudamente enseña Inciarte “que el juicio práctico sea un juicio relativo con continuas instancias de revisión, no significa una relativización de la moral. Significa simplemente que un juicio moral absoluto sólo puede ser un juicio final”. b) Aristóteles Se estima que entre 350 y 335 A.C., es decir un siglo largo después, dentro del capítulo de la Retórica dedicado a la “oratoria forense”, Aristóteles (384-322 A.C.) retoma y profundiza la recién referida enseñanza de Sófocles. Al aludir a la ley, el Estagirita (en alusión a Estagira, la ciudad que lo vio nacer), la distingue en “particular” y “común”. A su juicio, “es ley particular la que cada pueblo se ha señalado para sí mismo, y de éstas unas son no escritas y otras escritas. Común es la conforme a la naturaleza. Pues existe algo que todos en cierto modo adivinamos, lo cual por naturaleza es justo e injusto en común, aunque no haya ninguna mutua comunidad ni acuerdo, tal como aparece diciendo la Antígona de Sófocles que es justo, aunque esté prohibido, enterrar a Polinices por ser ello justo por naturaleza, ‘pues no ahora ni ayer, sino por siempre jamás vive esto, y nadie sabe desde cuándo apareció’”. El escrito aristotélico –que se complementa con otros a los que se aludirá en seguida- es más sofisticado que el de Sófocles y esto sin ningún desmedro para este último. A este respecto, repárese que Sófocles, al contrario de Aristóteles, no tenía a través de la elaboración de sus piezas teatrales ninguna pretensión filosófica, sino puramente recreativa, más allá de que a través de ellas el mundo griego solía reflejar, de manera sutil, sus perplejidades y aspiraciones y, en definitiva, su rica sensibilidad ética. Además, no puede negarse el tránsito del tiempo y el asombroso desarrollo teórico ocurrido en la Hélade a través de las enseñanzas de Sócrates y de la obra de Platón y que, acaso, encuentra en Aristóteles a su máxima figura. De ahí que lo relevante sea que entre ambos textos no se advierten rupturas sino continuidad y desarrollo de unas ideas que ya formaban parte del fondo cultural griego, al extremo que el Estagirita recurre a Sófocles en más de una oportunidad. Del texto glosado se obtienen, a mi juicio, cinco conclusiones de la mayor relevancia: a) se repite, al igual que en Sófocles, la asunción básica de que no solo existen las leyes positivas, sino que, junto a éstas (que Aristóteles llama “particulares”), está la ley “común” (que Sófocles había denominado “no escrita”); b) por el contrario, se innova con una más depurada presentación metodológica de aquél distingo, ya que la ley “particular” es dividida en “escrita” (que es la positiva en sentido estricto) y en “no escrita” (que constituyen –bien que no se las menciona- las costumbres), distingo éste que, como se verá enseguida, es aún más evidente con el concurso de otros textos y está en la base de la clásica teoría de las fuentes del derecho a la que se hará referencia en la siguiente Unidad de Aprendizaje; c) se reconduce a la “naturaleza” –anticipando lo que aparecerá de manera mucho más elaborada en Cicerón- el fundamento de la ley “común” y que en el autor teatral quedaba en el contexto de la divinidad; d) se reitera la idea de que esa ley “común” es capaz de proporcionar criterios de justicia objetiva desde los cuales someter a juicio a la ley positiva, ya que “existe algo que todos en cierto modo adivinamos, lo cual por naturaleza es justo e injusto en común” (énfasis añadido) e) de lo dicho recién expuesto fluye la obvia superioridad de ley “común” respecto de la “positiva” y f) empero, como ya se había anticipado en Sófocles, no se trata de una empresa sencilla pues no existen garantías de que en relación a esta materia “haya ninguna mutua comunidad ni acuerdo” (énfasis añadido);. Dicho en otros términos, para Aristóteles es posible establecer, desde la vía de la “naturaleza” (que, con la ayuda del resto del corpus aristotélico puede traducirse como la “razón”), una instancia o juicio crítico a la ley “positiva” pese a la obvia dificultad de la tarea, lo que se aprecia en la falta de “acuerdo”. Desde luego, no se trata de una tarea constante, pues lo ordinario es aplicar la ley positiva. Sin embargo, la preocupación del autor estriba en enfatizar que aquélla no es la única referencia en una comunidad, de modo que los jueces deben proceder según la fórmula juramental de Atenas que reza “con la mejor consciencia”, la que, a juicio de Aristóteles, “significa no servirse siempre de las leyes escritas” (énfasis añadido). Ahora bien: en el propósito descrito, el Estagirita completa a Sófocles pues acude a un elemento añadido, ausente en éste, cuando expresa que “si la ley escrita es contraria al hecho, hay que aplicar”, además de “la ley común”, “los argumentos de equidad”, ya que tanto unos como otros, al contrario de la ley positiva que “cambia (…) muchas veces”, “permanece[n] siempre y no cambia[n] nunca”, máxime si la “común” es “conforme a la naturaleza”. En cuanto al primero (la ley “común”), Aristóteles ejemplifica nuevamente con el caso de Antígona quien –expresa-, se defiende “diciendo que ha obrado fuera de la ley de Creonte, pero no fuera de la ley no escrita ‘porque no ahora, ni ayer, sino por siempre jamás…’”. Por ello, concluye, “es propio de hombre mejor aplicar y guardar las leyes no escritas que las escritas” (énfasis añadido), con lo que Aristóteles, además de reiterar la superioridad de unas sobre otras, retoma el lenguaje de Sófocles de denominar a la ley “común” como “no escrita”. A su vez, en cuanto al segundo (la “equidad”), escribe que “es equitativo lo justo más allá de la ley escrita”, lo cual acaece “unas veces con voluntad, y otras sin voluntad de los legisladores” (énfasis añadido). En relación con los supuestos que ocurren con “voluntad”, Aristóteles plantea, a su vez, dos supuestos: de un lado, si el legislador “no puede definir por causa de su infinitud” una determinada situación (por ej., no se puede precisar el quantum de la pena in abstracto, por lo que se da al juez un marco de posibilidades, tal el caso, en nuestro sistema penal (art. 79), del homicidio, al que le corresponde una pena de prisión o reclusión que varía entre los 8 y 25 años) y, de otro, si directamente no se puede definir “pero es forzoso hablar (…) en absoluto o (…) el valor más general” (por ej., los llamados “conceptos jurídicos indeterminados”, como el principio de “buena fe” –cfr., entre otros, arts. 1198, 1º párr. del Cód. Civ.- o de “excesiva onerosidad sobreviviniente” –cfr. art. cit., 2º párr.- que solo se definen o determinan in concreto, es decir, en función de una situación precisa a la luz de la cual se tornan operativos). A su vez, en cuanto concierne a los casos que ocurren “involuntariamente”, el autor alude a “cuando les ha pasado desapercibido” (es decir, cuando el legislador, sencillamente por un olvido involuntario, no previó una determinada solución jurídica ante un caso de la vida o, como se dirá con posterioridad, se está ante una “laguna” del sistema jurídico). Según se tendrá ocasión de comprobar en las unidades de Aprendizaje VI y VII, el planteamiento recién descrito se ubica en las antípodas del de la filosofía “Positivista” para la cual –cuanto menos en su concepción originaria- resulta absolutamente inconcebible un legislador que no haya previsto todos los posibles supuestos a los que se enfrentan las personas, es decir, a través de un sistema jurídico completo y que tal previsión se realice a través de normas claras; precisas; coherentes y no redundantes (o económicas). Por el contrario, en Aristóteles, el legislador, como ser humano, es finito y su observación de la realidad de la vida está condicionada tanto por la insondable riqueza de aquella como por las debilidades del hombre. De ahí que -concluya el autor-, es menester “ser indulgente con las cosas humanas” y eso “es también de equidad”, de donde no cabe mirar a “la ley sino al legislador” y, aún más, “no a la letra, sino a la intención del legislador”. En efecto, como profundiza en una página inolvidable de la Ética a Nicómaco, "la ley es siempre un enunciado general", por lo que "sólo toma en consideración los casos que suceden con más frecuencia, sin ignorar, empero, los posibles errores que ello pueda entrañar" y que son debidos a "la naturaleza de las cosas, ya que, por su misma esencia, la materia de las cosas de orden práctico reviste un carácter de irregularidad". En este contexto, concluye el autor, si se planteara un caso que no alcanza a ser captado por la generalidad de la norma, "se está legitimado para corregir dicha omisión a través de la interpretación de aquello que el legislador mismo hubiera dicho de haber estado presente en este momento, y de lo que hubiera puesto en la ley de haber conocido el caso en cuestión". Y es precisamente esta función la que, en el planteamiento del Estagirita, autoriza a calificarla como una justicia "superior", ya que por su orientación a dirimir los "casos difíciles", la epikeia traspasa la ley y se transforma en aún "más justa" que ésta, pues la completa en aquellas situaciones excepcionales en que el "carácter absoluto de la norma" es incapaz de contemplar. Se ha visto, pues, que es propio del “hombre mejor” (que, en la inteligencia de Aristóteles es el más virtuoso y que, en el ámbito de las cosas prácticas, es el prudente), ni ignorar la ley “común” o “no escrita” ni, tampoco, desatender la epikeia que es la ley “más justa” de cara al examen y aplicación de las normas positivas. Y bien: ¿es posible decir o saber algo más respecto de este humus que está más allá y encima de aquellas disposiciones, máxime si el propio autor reconoce la falta de un acuerdo generalizado en torno de este punto? El Estagirita abordó el tema en otra página de la Ética a Nicómaco, que ha fatigado a los comentaristas por su exasperante brevedad y que, acaso por ello, sirvió para echar alguna sombra sobre su genuina comprensión. En efecto, refiriéndose a la “justicia política”, que es la que “existe entre personas libres e iguales que participan de una vida común para hacer posible la autarquía”, Aristóteles expresa que esta se divide en justicia “natural”, que es la “que tiene en todas partes la misma fuerza, independientemente de lo que parezca o no” y “legal”, que alude a “aquello que en un principio da lo mismo que sea así o de otra manera, pero que una vez establecido ya no da lo mismo”. Para los sofistas, contra los que Aristóteles y su maestro Platón se habían querellado, la “justicia política” sólo es legal, ya que es un dato de la realidad que la naturaleza es inmutable en tanto que los sistemas políticos y sus legislaciones no. Para Aristóteles, por el contrario, la realidad de la vida no se compaginaría con semejante simplificación. A su juicio, “algunos creen que toda justicia política es de esta clase [positiva o mudable], porque lo que es por naturaleza es inmutable y tiene en todas partes la misma fuerza, lo mismo que el fuego quema tanto aquí como en Persia, y constatan que la justicia varía. Esto no es cierto, pero lo es en un sentido; mejor dicho, para los dioses no lo es probablemente de ninguna manera; para nosotros, hay una justicia natural y, sin embargo, toda justicia es variable; con todo, hay una justicia natural y otra no natural. Pero es claro cuál de entre las cosas que pueden ser de otra manera es natural y cuál no es natural sino legal o convencional, aunque ambas sean igualmente mutables”. El texto no es ciertamente cristalino, aunque, preciso es reconocerlo, la temática abordada es de las más complejas, discutibles y discutidas de la ética universal. Con todo, tengo para mí que el pensamiento de Aristóteles fluye con nitidez. Interpretándolo libremente, cabría obtener las siguientes conclusiones: a) no es correcto que se diga que el derecho sea solo derecho positivo, pues existe un derecho natural, aún cuando éste varíe; b) dicha variación es probable incluso entre los dioses, en sintonía con aquella pregunta sin respuesta formulada por Antígona y a la que se refirió sobre el final del apartado precedente; c) dicha variación es absolutamente segura entre los hombres; d) si el derecho natural es variable, a fortiori lo es el derecho positivo; e) no obstante lo anterior, existe una justicia natural entre los hombres, y f) sobre tales bases, es posible discernir cuáles elementos susceptibles de mutar tienen su raíz en la justicia natural (y, por tanto, resultan “naturalmente justos” no obstante la mutabilidad, esto es, a pesar de que “pueden ser de otra manera”) y cuáles, por el contrario, encuentran dicha raíz en una fuente legal o convencional. Como es obvio, el problema nuclear reside en la primera parte del último punto, el que fue bien interpretado, siglos más tarde, por Tomás de Aquino a partir de un ejemplo tomado a Cicerón: el caso del depósito. En efecto, enseña el napolitano que es de “equidad natural el que se devuelva siempre a otro lo que se ha prestado”, de donde se infiere que si bien pueden existir leyes positivas que digan lo contrario, tales normas son insanablemente injustas pues, para seguir las palabras de las fuentes, “hay una justicia natural” (Aristóteles) o es de “equidad natural” (Tomás de Aquino) la devolución del depósito al depositante y ello, conceptualmente, siempre es así. Empero, como también se sabe, el juego de las circunstancias puede obligar a establecer excepciones a tal afirmación. Y aquí no solamente se topa con la nota de intrínseca mutabilidad del derecho positivo que Aristóteles enfatizó de modo categórico y ejemplificó sin dificultades: “que el rescate cueste una mina o que se deba sacrificar una cabra y no dos ovejas”. Por el contrario, en este punto se está ante una cuestión más delicada, a saber, la mutabilidad misma del derecho natural. Al respecto, el Estagirita no solo escribió que ello es posible, sino, además, que ni siquiera es difícil precisarlo: “pero es claro cuál de entre las cosas que pueden ser de otra manera es natural”. No obstante lo expuesto, su ejemplo no parece feliz (“así la mano derecha es por naturaleza la más fuerte y, sin embargo, es posible que todos lleguen a ser ambidiestros”), al contrario del ya citado por Tomás de Aquino. En efecto; según explica este último autor, como regla general, los depósitos deben devolverse: ello “sería siempre obligatorio”. Sin embargo, tal regla cede “en algunas ocasiones”, en las que, como la naturaleza humana no es “siempre recta”, “puede fallar”: por ejemplo, en el caso del depósito de un arma, si el depositante enloqueció pues la devolución del objeto entrañaría un grave riesgo. Ahora bien: siguiendo a Aristóteles, es “claro” que la excepción en modo alguno cambia la naturaleza de la regla (pues es de justicia natural devolver los depósitos) y, al mismo tiempo, parece también “claro” que la excepción no se asienta en una mera convención (en el sentido de que es indiferente el criterio a adoptar hasta el momento en que se adopta uno, todo lo cual, según una enseñanza central del Estagirita, es de prístino “derecho positivo”), sino, por el contrario, en la propia naturaleza de las cosas, a saber, las graves consecuencias a la que conduciría la aplicación literal de la regla. c) Cicerón Cerca de tres siglos después, Cicerón profundiza las enseñanzas que la intelectualidad de la Roma victoriosa sobre Grecia había aprendido de ésta. Ya de entrada, en el diálogo que compone el libro de Las Leyes escrito alrededor del 52 A.C., Cicerón, por boca de su interlocutor Pomponio presenta su propuesta de trabajo: no le interesa, a pesar de que no niega su indudable genialidad, la “ciencia jurídica” romana, sino sus fundamentos. Dicho de otro modo: el derecho romano no es autoreferencial, sino que, al igual que en Sófocles y en Aristóteles, existe una instancia crítica desde la cual cabe examinarlo y ésta, ya de forma más pulcra, no aparece entremezclada con la enseñanza de los dioses, sino que es propiamente filosófica. Así, expresa: “…no hay que tomar por fuentes de la ciencia jurídica ni el Edicto del Pretor, como hacen casi todos hoy, ni las Doce Tablas como los antepasados, sino propiamente la filosofía esencial”. De ahí que, añade, “nosotros debemos abrazar en esta disertación el fundamento universal del derecho y de las leyes, de suerte que el llamado derecho civil quede reducido, diríamos, a una parte de proporciones muy pequeñas”. En el logro de este objetivo, el autor parece, en un primer momento, seguir el derrotero de Aristóteles cuando expresa que se “remontar[á] a la naturaleza para buscar el origen del derecho”. Sobre tales bases, señala que “la naturaleza toda se gobierna por el poder de los dioses inmortales”, quienes se encuentran dotados de “razón” y de “voluntad” y añade que “para distinguir la ley buena de la mala no tenemos más norma que la de la naturaleza”, puesto que ésta “nos dio (…) un sentido común, que esbozó en nuestro espíritu para que identifiquemos lo honesto con la virtud y lo torpe con el vicio…”. Sin embargo, tengo para mí que la filosofía estoica abrazada por Cicerón lo obliga a profundizar en la noción de naturaleza asumida por Aristóteles de manera que impacta directamente sobre la persona y que, a los fines del derecho, tiene una importancia decisiva. Así, el autor precisa que, en primer lugar “hemos de explicar la naturaleza del derecho deduciéndola de la naturaleza del hombre”, de modo que recién en un estadio subsiguiente y teniendo en cuenta lo anterior “hemos de considerar las leyes que deben regir en las ciudades” (énfasis añadido). En efecto; para el autor la cuestión no puede plantearse como sucede con los “tratadistas del derecho civil” desde la perspectiva del “litigio”, sino desde la “justicia” y, a tal fin, “hay que tomar como punto de partida la ley” ya que ésta es el “principio del derecho” o, mejor, el “principio constitutivo del derecho”. ¿Cuál es entonces el concepto de la ley? Según Cicerón, se trata de la “’razón fundamental, ínsita en la naturaleza, que ordena lo que hay que hacer y prohíbe lo contrario””. Se trata, añade, de una “razón extraída de la naturaleza de las cosas, que impelía a obrar rectamente y apartaba del crimen”, la cual es “la esencia de la naturaleza humana, el criterio racional del hombre prudente, la regla de lo justo y de lo injusto”. En este horizonte, es “expresión de aquella naturaleza original que rige universalmente” y que, por lógica, se transforma en “modelo de las leyes humanas” (énfasis añadido). Sentado lo anterior: ¿cuál es su origen? En razón de lo recién expuesto y en clara reminiscencia a Sófocles, expresa que se trata de una ley “sempiterna”; que “nace y nació en el mismo espíritu de dios”, ya que “nació para todos los siglos, antes de que se escribiera ninguna ley o de que se organizara ninguna ciudad”. Sobre tales bases, las conclusiones se imponen sin dificultad. Para Cicerón, esa ley que es “el criterio justo que impera o prohíbe” constituye “un único derecho que mantiene unida la comunidad de todos los hombres”, de modo que quien la ignore, “esté escrita o no, es injusto”. A su juicio, y en sintonía con la superioridad ya reconocida por los autores griegos, “no hay más justicia que lo que es por naturaleza” (énfasis añadido en ambos casos), lo cual conduce –al igual que en Las Leyes de Platón- a desalentar a los hombres que incurran en injusticia “por fuerza del castigo”, instándolo, por el contrario, a que ello ocurra por “fuerza de la naturaleza”. Y ejemplifica con el caso de quien se encuentra en un desierto a un hombre solo y desvalido, a quien podría atracar sin dificultad: “ciertamente, nuestro varón justo y bueno por naturaleza no dejará de (…) acompañarle hasta el camino seguro; en cambio, el otro que nada haga por el prójimo y todo lo mida por su utilidad, ¡ya os suponeis (…) cómo ha de actuar en ese caso! Y si se negara que había de matarle y robarle el oro, nunca será porque la naturaleza lo juzgue malo, sino por miedo a que se sepa”. La referida superioridad de la ley de la “naturaleza” ya claramente asociada a la “naturaleza humana” por lo que bien puede denominarse “ley natural” gravita, al igual que lo visto en los autores griegos, sobre la vigencia de la ley positiva ya que no toda ley o costumbre, por el hecho de contar con la aprobación escrita o inveterada de la sociedad, son aceptadas como normas sino que lo serán si resultan conformes a la “naturaleza”. Así, “si los derechos se fundaran en la voluntad de los pueblos, las decisiones de los príncipes y las sentencias de los jueces, sería jurídico el robo (…), jurídica la falsificación (…) siempre que tuvieran a su favor los votos a los plácemes de una masa popular”. Y, de igual modo, “aunque cuando Tarquinio reinaba no había en Roma ley escrita alguna contra la violación, no por eso dejó de cometerla Sexto Tarquinio sobre Lucrecia…”. De ahí que, concluye, “pensar que eso depende de la opinión de cada uno y no de la naturaleza, es cosa de loco”. A mi juicio, lo hasta aquí expuesto proporciona elementos suficientes para una instancia crítica sobre el contenido de las necesarias normas positivas que gobiernan la convivencia social. Pero hay más: unidas estas reflexiones a las reflexiones aristotélicas sobre la equidad, encuentro también criterios de inestimable valor con vistas a la constitución de una teoría general de las leyes positivas. Y a este último respecto, no es inapropiado recordar que Cicerón precisa que “las leyes se inventaron para salvación de los ciudadanos” por lo que solo pueden llamarse tales a las disposiciones que se “hicieran y sancionaran con ese fin”. Por ello, añade, “en el mismo sentido de la palabra ‘ley’ está ínsito en substancia el concepto de saber seleccionar lo verdadero y justo”, de donde las leyes injustas no son sino el “acuerdo de unos bandidos”. 4. El “Positivismo jurídico”. Algunos textos y argumentos clásicos La postura positivista es tan antigua como la iusnaturalista, por lo que encuentra adeptos en todas las épocas. En este lugar deseo centrar mi atención en, cuanto menos, dos puntos básicos sobre los que se asienta la crítica positivista a las tesis iusnaturalistas: el concepto de naturaleza y la posibilidad de un conocimiento objetivo de la realidad. En lo que sigue se examinarán algunos textos en los que aparece reflejada esta cuestión. a) La posición de Callicles en el Gorgias de Platón En el célebre diálogo platónico del Gorgias, una de las cuestiones que ocupa la atención de Sócrates en un su denso e intenso coloquio, entre otros, con el sofista Callicles es la aparente tensión entre “naturaleza” y “ley” puesta de relieve por aquél. Dicha tensión, como se recordará, fue ya observada por Aristóteles en uno de los textos precedentemente citados en el que se afirma que, según la sofística, la “naturaleza es inmutable” pues “tiene en todas partes la misma fuerza”, por oposición a ley, que varia por doquier. Como es obvio, la noción de naturaleza que late detrás de esas palabras es, como se puso de relieve en la cita de Robles, es de raíz eminentemente “física” por oposición a la naturaleza de suyo inacabada; incompleta o, si se desea retornar a un controvertido dictum de Tomás de Aquino, “mutable”, como consecuencia de las diversas alternativas a las que se enfrentan las personas en su derrotero vital y que remite a una idea de naturaleza “metafísica” a través de la cual es dable advertir, dice Aristóteles, que “hay una justicia natural y, sin embargo, toda justicia es variable”. Pues bien: el conflicto recién referido por Aristóteles es sin duda central en su maestro Platón, como lo muestra el diálogo que a continuación se comenta y en el que se aprecia con toda claridad por parte de la sofística acaudillada por Callicles no solo una seca defensa de la naturaleza en sentido “físico” (que, en este contexto, aparece asociada a la ley del “más fuerte”), sino que es sólo sobre tal base que tiene sentido aludir a lo “justo natural” y, en definitiva, a las leyes positivas que derivan de aquél. Callicles, en efecto, afirma sin subterfugios que “respecto a las leyes, como son obra de los más débiles y del mayor número (…) no han tenido al formarlas en cuenta más que a sí mismos y a sus intereses, y no aprueban ni condenan nada sino con esta única mira. Para atemorizar a los fuertes (…) dicen que es cosa fea e injusta tener alguna ventaja sobre los demás, y que trabajar por llegar a ser más poderoso es hacerse culpable de injusticia” (énfasis añadido). Sin embargo, añade, “…la naturaleza demuestra (…) que es justo que el que vale más tenga más que otro que vale menos, y el más fuerte más que el más débil. Ella hace ver en mil ocasiones que esto es lo que sucede, tanto respecto de los animales como de los hombres mismos, entre los cuales vemos Estados y naciones enteras, donde la regla de lo justo es que el más fuerte mande al más débil, y que posea más. ¿Con qué derecho Jefes hizo la guerra a la Hélade...? (…) En esta clase de empresa se obra, yo creo, conforme a la naturaleza, y se sigue la ley de la naturaleza; aunque quizá no se consulte a la ley que los hombres han establecido” (énfasis añadido). Ante el determinado embate de Callicles, Sócrates dobla la apuesta y lo obliga a ser más preciso, por lo que lo inquiere: “¿Es el mismo hombre al que llamas mejor (…) o puede suceder que uno sea mejor y al mismo tiempo más pequeño y más débil; más poderoso e igualmente más malo? ¿O acaso el mejor y el más poderoso están comprendidos en la misma definición? Distíngueme claramente si más poderoso, mejor y más fuerte, expresan la misma idea o ideas diferentes” (énfasis añadido). La respuesta del sofista es categórica: “Declaro terminantemente que estas tres palabras expresan la misma idea”. Con todo, a fin de aclarar aún más el sentido de sus palabras, Sócrates le recrimina que “por los mejores y más poderosos entiendes tan pronto los más fuertes como los más sabios”, por lo que le propone una alternativa: considerar tales a quienes “se mandan a sí mismos”, es decir, quien es “moderado” y manda “en sus pasiones y deseos”. Sin embargo, esta respuesta exaspera a Calicles para quien “con el nombre de moderados vienes a hablarnos de los imbéciles” ya que: “¿cómo un hombre podría ser feliz si estuviera sometido a algo, sea lo que sea? Pero voy a decirte con toda libertad en que consiste lo bello y lo justo en el orden de la naturaleza. Para pasar una vida dichosa es preciso dejar que las pasiones tomen todo el crecimiento posible y no reprimirlas (…) Dicen que la intemperancia es una cosa fea; como dije antes, encadenan a los que han nacido con mejores cualidades que ellos, y no pudiendo suministrar a sus pasiones con qué comentarlas, hacen el elogio de la templanza y de la justicia por pura cobardía. Y a decir verdad, para el que ha tenido la fortuna de nacer hijo de rey (…) pudiendo gozar de todos los bienes de la vida sin que nadie se lo impida, sería un insensato si eligiese en sus propios dueños las leyes, los discursos y las censuras del público (…) La molicie, la intemperancia, la licencia cuando nada les falta, he aquí en qué consisten la virtud y la felicidad. Todas esas otras bellas ideas y esas convenciones, contrarias a la naturaleza, no son más que extravagancias humanas, en las que no debe pararse la atención” (énfasis añadido). Ahora bien: Sócrates advierte que Callicles ha tensado demasiado la cuerda, lo que no lo favorece por lo que penetra aún más en la lógica interna del sofista hasta que éste se ve obligado a retractarse. En efecto; el maestro de Platón pregunta: “¿sostienes que para hacer tal como debe uno ser, no es preciso reñir con sus pasiones, sino antes bien dejarlas que crezcan cuando sea posible, y procurar por otra parte satisfacerlas, y que en esto consiste la virtud?” (énfasis añadido). Y remata con la famosa fábula de los pitagóricos que veía al intemperante como un tonel sin fondo, incapaz de retener nada “a causa de su insaciable avidez” y que, obviamente, no vale sólo para la virtud de la temperancia, sino que cabe extender a todos los ordenes de la vida, en tanto, como es claro, no parece razonable estructurar la existencia personal y social desde la ausencia de todo dominio de sí mismo y el consecuente (des)gobierno de las pasiones, sino de conformidad con una ley natural fundada en la razón. b) Hobbes Aun cuando la tesis de Callicles puede parecer exagerada, su fortuna histórica no ha sido pequeña. No se trata, por cierto, de reconocer su éxito en el plano fáctico, en el que la victoria del “más fuerte” (y no de quien lleva “razón”) es usual, sino de detectar su prosperidad en el plano de las ideas, que es lo que interesa en este ámbito en orden a establecer un límite o instancia crítica a la ley positiva. Porque si se afirma, con Callicles, que “Heracles se llevó los bueyes de Gerión, sin haberlos comprado, y sin que nadie se los diera, dando a entender, que esta acción era justa consultando la naturaleza y que los bueyes y todos los demás bienes de los débiles y de los pequeños pertenecen de derecho al más fuerte y al mejor” (énfasis añadido), es claro que tal instancia no contribuye, ni por asomo, como expresa Hervada, al “sistema racional de relaciones”. Y este dato, como es obvio, reafirma la necesidad de aclarar el alcance de la voz “naturaleza” sin lo cual la empresa de la instancia revisora del orden positivo quedaría desprovista de sentido. Pues bien: a lo largo de la historia de las ideas, existen otros ejemplos que, de modo larvado o manifiesto, han revitalizado la proposición de Calicles. Un caso al que suele acudirse con cierta frecuencia es el de Thomas Hobbes y si bien el pensamiento del filósofo inglés no es en este aspecto especialmente diáfano, existen elementos que avalarían lo dicho. No es este el lugar para aludir, in extenso, al vigoroso pensamiento de este autor. Baste, al fin que aquí se busca, mencionar que como hombre de su época, abraza con entusiasmo el individualismo que encuentra sus raíces en la filosofía nominalista y en la metodología resolutivo-compositiva de la ciencia moderna: a su juicio se requería distinguir cada uno de los elementos de la realidad social (comenzando por las personas); separarlos; analizarlos y finalmente recomponerlos en el todo que, en cuanto concierne al ser humano, implica la formalización del pacto o contrato social. Sin embargo, con anterioridad a tal pacto, en el estado de naturaleza en el que actúan individuos aislados entre sí tan solo existe “el derecho de la naturaleza, que los escritores comúnmente llaman ius naturale” y que consiste en “la libertad que cada uno tiene de usar su propio poder como lo desee para la preservación de su propia naturaleza; es decir, de su propia vida y consecuentemente de hacer todo lo que a su propio juicio y razón, considere como el más apto medio para ello”. Esta idea presente en su célebre Leviatán es también reiterada con toda claridad en su sugestiva obra Elements of Law en la que Hobbes escribe que el derecho es “ius in omnia” o “el silencio de la ley”. Para el autor inglés, pues, el estado de “naturaleza” no es un estadio en el que reina la justicia y, por tanto, la posibilidad de concluir acuerdos racionales entre sus integrantes, sino, más bien, un “derecho” o “libertad” absolutos en el que, por los medios de que se pueda disponer, las personas procuran salvaguardar sus vidas. El parecido con Calicles (recuérdese, por ejemplo, entre otras citas, la siguiente: “¿cómo un hombre podía ser feliz si estuviera sometido a algo, sea lo que sea? Pero voy a decirte con toda libertad en que consiste lo bello y lo justo en el orden de la naturaleza. Para pasar una vida dichosa es preciso dejar que las pasiones tomen todo el crecimiento posible y no reprimirlas”) es evidente, ya que el poder de que se dispone “por derecho natural” carece de todo límite; se trata de un derecho “a todo” de suerte que la finalidad tenida in mente no distingue entre medios racionales e irracionales, con lo que la reducción a una naturaleza en clave “física” está al alcance de la mano. En definitiva, su célebre afirmación de que “homo hominis lupus” (“el hombre es lobo del hombre”) no deja margen a otras lecturas. Como parece obvio, este “estado de naturaleza” no puede sino sumir a los individuos en la anomia, motivo por el cual cabe a la “razón” la tarea de “concebir el mejor modo” de salir de ese estado de guerra y de inseguridad. ¿Qué pergeña entonces la razón? La respuesta hobbesiana es conocida: el contrato, es decir, explica Villey, “someterse a un acuerdo común, sacrificando nuestras libertades a la fuerza de un poder soberano que instituirá el orden y la paz –‘Dios moral’- imagen sobre la tierra del soberano omnipotente del reino de los cielos. Él solo conservará su derecho natural, derecho ilimitado (...). Frente al soberano, los sujetos están desarmados, han abdicado todo derecho de resistencia”. Las consecuencias del “pacto social” son conocidas y si bien escapan al concepto de naturaleza que es el que interesa referir aquí, tienen relevancia en cuanto a la configuración histórica del positivismo jurídico. Es que, ante ese estado de cosas, el soberano o príncipe proporciona la ley positiva; distribuye los bienes y derechos (distributive law) y, en consecuencia, los individuos se benefician con un derecho subjetivo absoluto sobre aquellos y que, ahora, son derivación legal ya que, como dice Hobbes, “mi derecho es la libertad que me ha dejado la ley para hacer todo lo que la ley no me prohíbe”. Por ello, a juicio de Villey, al resumirse la completa realidad jurídica en las órdenes escritas por el príncipe en el marco del pacto social, Hobbes deviene en el fundador histórico del positivismo jurídico c) El “derecho natural” en el nacionalsocialismo La idea de una naturaleza concebida en clave “física” y, por tanto, de un “derecho natural” fundado en la “ley” del “más fuerte” que se ha visto planteada de manera genérica en Calicles y en Hobbes, se halla presente en el pensamiento occidental de las primeras décadas del siglo XX a través de algunos ejemplos concretos. Uno de ellos, no suficientemente estudiado, lo constituye la promulgación de diversas leyes eugenésicas en los principales países europeos y en los Estados Unidos y que, a mi juicio, encuentra una patente manifestación en nuestro art. 86, inc. 2º del Código Penal (aborto de mujer idiota o demente, conocido como “aborto eugenésico”). Otro, más conocido, es la defensa de una “naturaleza humana” y, por tanto, de un “derecho natural” basado en la superioridad (física) de una raza respecto de otraspor parte de la tiranía nacionalsocialista en la Alemania de la década del treinta, tal y como lo muestran los siguientes textos. Ya Adolf Hitler en su “Discurso en el día del partido del Reich” de 1933 expresó que es necesario que el derecho sea valorado nuevamente no según “el criterio del pensamiento liberal, sino de acuerdo con las pautas de la naturaleza”, expresión que es precisada con toda claridad por Raimund Eberhard: “el derecho natural de cuño nacionalsocialista no quiere inferir la idea del derecho, de la razón común a todos los hombres o de la esencia común humana (…) sino (…) de la sangre, de la raza noble del pueblo alemán. Se trata de un derecho natural biológico, que obedece las leyes de la raza…” (énfasis añadido). Y, de igual modo, Alfred Rosenberg completa: “la idea del derecho racial es una idea que se basa (…) en una legalidad natural (…) un pueblo que no conozca ninguna legalidad natural tampoco podrá concebir en su esencia al derecho ético…”. Las citas recién transcriptas (repárese, en especial, en las partes subrayadas) son sumamente ejemplificativas de lo que podría considerarse como la “anti-tesis” de los textos leídos de Cicerón: aquí la noción de “naturaleza humana” no reposa en la existencia de una razón y, por tanto, de una esencia común a todos los hombres, lo que revelaría la existencia de una realidad sustancial propia del género humano, sino en una nota meramente accidental de aquel, a saber, la raza. Es pues, esa nota (que bien pudo haber sido otra, por ejemplo, el sexo, la fuerza física, la religión, o las opciones políticas) la que determina la condición de “hominidad” de la persona y es a partir de ella que se infiere quiénes son acreedores de “derechos naturales” y, por tanto, de un “derecho ético”, el que se funda no en la sustancia (en el ser humano), sino en un aspecto meramente accidental de éste (en el caso, la raza). d) El “escepticismo ético”: Bulygin y Kelsen La otra gran crítica dirigida a la defensa de un “derecho natural” fue, como se señaló, no ya la dificultad -vista en los puntos precedentes- de contar con un concepto seguro de “naturaleza”, sino la imposibilidad de un conocimiento objetivo de la realidad, es decir, el descreimiento en que las fuerzas de la razón puedan proporcionar siquiera alguna noción posible de “naturaleza”. Esta postura ha sido conocida en los círculos intelectuales del positivismo jurídico como “escepticismo ético” y de ella se suministrará, en lo que sigue, un par de ejemplos. El primero es un breve pero interesante trabajo del profesor de la Universidad de Buenos Aires Eugenio Bulygin y el otro, complementario del anterior, es un texto ya clásico de Hans Kelsen. El estudio de Bulygin puede dividirse en tres partes: a) expone el importante desarrollo de las tesis iusnaturalistas y si bien considera que ellas no resisten la crítica, reconoce que ese movimiento ha contribuido a obligar al positivismo jurídico a revisar alguna de sus posiciones; b) a raíz de esa revisión han surgido algunas propuestas que, sin embargo, para muchos autores iuspositivistas (entre otros el propio Bulygin), ya no pueden considerarse como pertenecientes a esa escuela. Entre tales propuestas, es dable señalar una a la que adhiere otro profesor argentino, Carlos S. Nino, denominada “positivismo conceptual”, la que se asienta sobre dos afirmaciones básicas: la primera es la existencia de “normas universalmente válidas y cognoscibles que suministran criterios para la justicia de instituciones sociales”; la segunda, es el “reconocimiento de que un sistema normativo que desconoce tales normas universalmente válidas pueden, no obstante, alcanzar el título de ‘derecho’”. Esta postura, observa Bulygin, tiene en común con el iusnaturalismo la primera afirmación pero no la segunda, la que resulta típicamente iuspositivista. Por ello, agrega, “la conveniencia de la definición del positivismo propuesta por Nino resulta dudosa, pues la mayoría de los autores de cuño positivista (entre los que menciona a Kelsen, Ross, Hart y von Wright) consideran que su posición es incompatible con la creencia en la existencia de un derecho natural” y c) una defensa de lo que el autor llama el positivismo en sentido estricto, dentro del cual, a su juicio, una nota definitoria es el “escepticismo ético”. A ese respecto, el autor recuerda en primer término que Nino cree que la negación de la primera afirmación básica transcripta en la letra anterior “no es característica definitoria del positivismo jurídico, sino del escepticismo ético. El escéptico en ética en el sentido de Nino no cree en la posibilidad de poder identificar un sistema normativo justo y universalmente válido (llámese derecho natural o moral ideal), sea porque tal sistema no existe (escepticismo ontológico), sea porque no es accesible para la razón humana (escepticismo gnoseológico)” (el énfasis es del original). Por el contrario, para Bulygin, como se adelantó, la nota escéptica es un elemento definitorio del positivismo jurídico, valiéndose, al respecto, de la caracterización expuesta por von Wright como típica del positivismo jurídico: “1. Todo derecho es positivo (creado por los hombres); 2. Distinción tajante entre proposiciones descriptivas y prescriptivas (ser y deber) y 3. La concepción no cognoscitiva de las normas, que no pueden ser verdaderas ni falsas”. A juicio del autor, “estas tres tesis implican que no puede haber normas verdaderas ni falsas (ni jurídicas, ni morales) y por consiguiente no hay derecho natural. Si esto es considerado como escepticismo ético, entonces este último es una característica definitoria del positivismo jurídico…”. Como es obvio, la tesis de Bulygin, coherentemente sostenida, deriva en consecuencias difíciles de aceptar, como lo reconoce el propio autor cuando expresa que “es claro que si no hay normas morales absolutas, objetivamente válidas, tampoco puede haber derechos morales absolutos y, en particular, derechos humanos universalmente válidos. ¿Significa esto que no hay en absoluto derechos morales y que los derechos humanos sólo pueden estar fundados en el derecho positivo? Esta pregunta no es muy clara y no cabe dar una respuesta unívoca”. A mi juicio, por el contrario, la pregunta formulada por Bulygin es sumamente cristalina y la respuesta no puede sino ser inequívoca si se parte de su lógica de razonamiento, es decir, de postular una “concepción no cognoscitiva” de la que, es claro, los derechos humanos sólo pueden estar fundados en el derecho positivo. Es por ello que, pienso, de seguido el autor abandona el “escepticismo ontológico” para abrazar un “escepticismo gnoseológico” cuando expresa que “nada impide hablar de derechos morales y de derechos humanos, pero tales derechos no pueden pretender una validez absoluta. Ellos sólo pueden ser interpretados como exigencias que se formulan al orden jurídico positivos desde el punto de vista de un determinado sistema moral” (el énfasis es del original). Dicho en otros términos: si bien no es posible conocer la realidad de las cosas (en eso se funda una tesis cognoscitivamente escéptica como la recién expuesta por Bulygin), ello no implica que desde ciertas creencias subjetivas no racionales se pueda indirectamente someter a crítica el ordenamiento jurídico exigiéndole la incorporación de determinados valores, los cuales, es preciso remarcarlos, ni son consecuencia de una decisión racional ni, tampoco, tienen pretensión de universalidad: se trata, en definitiva, de opciones subjetivas; emocionales y, por tanto, relativistas. Hans Kelsen, una de las grandes figuras científicas del siglo XX y representante por antonomasia de la tesis positivista explica esta última posición con su habitual sencillez y claridad: “el problema de los valores es en primer lugar un problema de conflicto de valores, y este problema no puede resolverse mediante el conocimiento racional. La respuesta a estas preguntas es un juicio de valor determinado por factores emocionales y, por tanto, subjetivo de por sí, válido únicamente para el sujeto que juzga y, en consecuencia, relativo”. 5. Propuestas de superación de la dialéctica “Derecho Natural-Positivismo Jurídico”: el llamado “Dritter Weg”. Como es sabido, el fin de la Segunda Guerra Mundial representó un quiebre para el pensamiento iusfilosófico Occidental. Hasta ese momento, y dicho de manera resumida, había prevalecido –cuanto menos en el ámbito teórico y, en cuanto concierne a Europa (no puede decirse lo mismo, por ejemplo, de los Estados Unidos), también en el práctico-, el ideal del “Positivismo” jurídico. Sin embargo, el descubrimiento de los crímenes del régimen nacionalsocialista y, algo más tarde, de la dictadura marxista en la U.R.S.S. provocaron una reacción que, para adoptar el clásico título de un libro de la época, fue conocida como el “eterno retorno del derecho natural”. Llegó, pues, el momento –y dicho también de manera breve- de la prevalencia del “Iusnaturalismo” a través de sus variadas manifestaciones, sean éstas de raíz religiosa (como las teorías católica y evangelista del derecho natural) o, si se quiere, la de cuño estrictamente racional (como puede ser, entre otras, la célebre fórmula “Radbruch” debida a ese autor). Ahora bien: pasados los años, muchos autores –inicialmente en Alemania por lo recién descrito- desconfiaron de la recia polémica entre “derecho natural” y “positivismo jurídico” sugiriendo, a su turno, un “tercer camino”. Por de pronto, como recuerda Llompart, algunos consideraron que el “derecho natural” había perecido, por lo que resultaba inútil reeditar una polémica ante la falta de uno de los contendientes. Sin embargo, con prescindencia de la tesis “extrema” recién expuesta, se dieron a conocer algunas buenas razones en favor de transitar un camino “distinto” del que había trazado la querella en cuestión. Así, por una parte, disgustó (y hasta, diría, que fue definitivamente abandonada) la consideración de que el derecho fuera solo la ley positiva, tal y como lo postularon férreamente autoridades como los ya citados Berghom o Kelsen, pues desde los tiempos de la posguerra sobrevuela en el imaginario colectivo que siempre existe la posibilidad de que legisladores inescrupulosos dicten normas aberrantemente injustas. Como se anticipó, las tristemente célebres leyes “antijudías” de la época del régimen nacionalsocialista; la persecución por parte de ese régimen a gitanos y católicos o los juicios y ejecuciones a opositores políticos por parte del stalinismo en la ex Unión Soviética mostraron que el clásico tópico de la “lex injusta” o “corrupta” no era meramente un caso académico o un lugar retórico. Y, por otra, se siguió desconfiando (o se volvió a desconfiar, según corresponda) en la existencia de normas universales y, por tanto, válidas fuera de todo tiempo y lugar, sea porque, como en el caso del ya citado Bulygin, resultan inhallables y, por tanto, meras peticiones de principio de quien las postura; sea porque, en la mejor de las hipótesis, como afirma sugerentemente Arthur Kaufmann, aquellas normas o principios elementales (por ejemplo, “el mandato de igualdad en el trato; la prohibición de dañar”, etc.) sólo poseen incuestionable “vigencia absoluta” en “en su formulación más abstracta, ya que si se les da contenido, estos pierden su vigencia general”, es decir, pierden su “vigencia más allá del tiempo y del espacio” no pudiendo ya “ser fundamentadas”. De ahí que, como concluye coherentemente Hans Welzel, con un derecho natural inmutable y de validez universal “no se podía hacer frente a los problemas jurídico-sociales que en cada edad histórica se ha vendido planteando de manera diversa”. Surgió entonces la idea de desandar un “tercer camino” superador de ambas corrientes. Sin embargo, como lo ha puesto brillantemente de relieve el citado Llompart en el trabajo al que, en lo sucesivo se sigue en este punto, dicha propuesta no parece haber arribado a ningún resultado diverso, cuanto menos a la luz de lo que muestran los diversos estudios escritos sobre el particular. Así, el autor recuerda el artículo de 1979 del profesor Ota Weinberger bajo el sugerente título “Más allá del positivismo y del Derecho Natural”, aunque, añade, “resulta desconcertante que luego, al poner un nombre concreto al camino que él ha elegido, lo llame precisamente el ‘iuspositivismo institucionalista’”. De igual modo, entre los doctrinarios marxistas de la entonces existente “cortina de hierro” (países bajo la órbita de la antigua U.R.S.S.), añade el autor que es frecuente encontrar frases como la siguiente de los profesores polacos L. Nowak y Z. Ziembionski: “la noción de ley obligatoria que corresponde a la institución de los juristas, no es ni puramente la positivista ni puramente la del derecho natural, sino que contiene trenes que se encuentran en ambas concepciones”. Asimismo, Llompart pone como ejemplo de esta propuesta el conocido estudio de Arthur Kaufmann de 1975 “A través del Derecho Natural y del iuspositivismo hacia una hermenéutica jurídica” en el que si bien “se nos da el nombre concreto del tercer camino a seguir”, sin embargo, algunos años más tarde (1984), el propio Kaufmann, al tratar de manera integral la cuestión de la justicia, reconoce que “en este punto se muestra que la hermenéutica sola no puede ser suficiente para desarrollar una teoría material de la justicia“. Por último, el autor trae a colación una conocida obra de Karl Larenz de 1979 en la que, incluso, considera que ya Rudolf Stammler “’con su teoría del ‘derecho justo’ (richtiges Recht) quería tomar un tercer camino’ situado entre un Derecho Natural válido en sí e independiente de lugar y tiempo por una parte’ y ‘el positivismo jurídico y filosófico dominante en su tiempo por otra parte”. Pero, como matiza el autor –adelantándose aquí su propuesta fundamental- “es evidente que si se contrapone –como hace aquí Larenz- al iuspositivismo (…) ‘un’ iusnaturalismo que prescinde por completo de la historia (como aquí se especifica claramente) queda todavía en buena lógica un tercer camino, un iusnaturalismo que tenga en cuenta la historia e integre en su teoría la historicidad”. En definitiva, como concluye Llompart, “para que el camino sea realmente nuevo y nos lleve más allá del iuspositivismo y del iusnaturalismo, no puede ser sencillamente una mezcla más o menos acertada de estos dos ismos”. Dicho en otros términos: o bien se sobrepasa los límites de la disputa y, de este modo, se desanda en verdad un “tercer camino” (cosa que los intentos referidos no han sabido o no podido realizar); o bien se abandona el proyecto y se procura, al interior de los términos de la polémica bajo examen, recrear los senderos a fin de echar alguna nueva luz sobre los viejos tópicos en discusión. Es esto lo que propondrá Llompart con sustento en una doble argumentación: lógica y filosófica. En cuanto a la primera, el autor citado postula derechamente que el “Iusnaturalismo” y el “Iuspositivismo” no son proposiciones “contrarias” (que, en buena lógica, admitirían una “tercera posibilidad” si se repara que la afirmación, por ejemplo, “esto es verde” o, por el contrario, “esto es azul” pueden ser ambas al mismo tiempo falsas ya que, en verdad, “esto es rojo”, con lo que se ha dado lugar a un “tercer camino”), sino “contradictorias” (que, en la misma lógica, excluye la referida posibilidad pues, para seguir con el ejemplo, si se dice “esto es verde” y “esto no es verde”, una de las dos proposiciones es falsa y, entonces, “tertium non datur”). Para Llompart, esta afirmación es evidente si se tiene presente la tesis fundamental del positivismo, tal y como, a su juicio, fue expresada por Bergbohm y reproduje más arriba. En efecto, en esa tesis “se afirma la identidad absoluta de la ley positiva y el derecho y llam[a]mos a esta proposición A. Está claro que un iusnaturalista no podrá admitir esta tesis fundamental y tendrá que afirmar la proposición no-A, o sea su contradictoria (el derecho no se identifica absoluta y necesariamente con la ley positiva=tesis fundamental del iusnaturalismo). Y añade: “dejamos a juicio del lector la ‘verdad’ o ‘rectitud’ de ambas proposiciones (aquí no queremos probar ninguna de las dos) pero si se admite una se tiene que negar necesariamente la otra o viceversa y una tercera posibilidad (un tercer camino) queda excluida incluso lógicamente”. Admitida, pues, la imposibilidad lógica de un “tercer camino” queda, a juicio de Llompart, la tarea de explorar –y ahora se adentra en una argumentación de corte filosófica- alguno de los senderos ya transitados. Y en ese contexto, en el “mercado de las teorías” en el que “cada uno es libre para aceptar la que le parezca más conveniente”, opta por una de las tantas variantes del iusnaturalismo, a saber, el “iusnaturalismo en sentido jurídico”, al que describe del siguiente modo: “Yo también ‘creo’ en un Derecho Natural inmutable y universal, innegable y evidente, pero ‘creo’ también que las exigencias jurídico-sociales pueden ser muy distintas en diversas épocas y en diversos países y no son, como tales, necesariamente inmutables ni completamente universales”. De ahí que, añade, “lo importante en nuestros días no es repetir lo evidente, sino elaborar un Derecho Natural en sentido jurídico que sin caer en el relativismo, no deje de la lado a la historicidad y la integre de modo convincente en su teoría”, a fin de que –completa-, se puedan “satisfacer las exigencias del derecho viviente (lebendes Recht) y no solamente las de la idea del derecho”. De la presentación recién efectuada, se advierte, según creo, un triple orden de distinciones. En primer lugar, el autor reconoce la existencia de un “derecho positivo” fruto, como se verá en la próxima Unidad de Aprendizaje, de la voluntad de los individuos y, especial (pero no exclusivamente) del legislador. Llompart, a partir del ejemplo de la organización del tráfico (el legislador decidió que se conduzca por la derecha, más en otros países sucede a la inversa) afirma: “ocurre no pocas veces que es necesario tomar una decisión, pero ni la razón ni los valores ni los principios eternos ni la experiencia nos pueden ayudar indicándonos concretamente lo que debemos tomar. Entonces no es la indisponibilidad sino la voluntad del legislador la que tiene la palabra”. En segundo término, junto a las normas positivas consecuencia de una “elección” que, se supone, es racional o, si se prefiere, razonable, “la nueva concepción del derecho natural en sentido jurídico (nueva tal vez solamente en la manera de exponerla)” considera que “no hace falta –ni se puede- abdicar de unos principios inmutables y universales. La justicia, el respeto a la persona y dignidad humana, la convivencia pacífica, el bien común, la seguridad jurídica, etc., continúan siendo lo más importante y lo que hay que realizar a toda costa”. Por último, “el derecho natural en sentido jurídico (…) no se puede contentar con formular los principios inmutables y universales que en sí son muy pocos”. A su juicio, aquel “también contiene unos principios que tienen en cuenta ciertas circunstancias y elementos (Aufgegebenheiten y Vorgegebenheiten) que ciertamente pueden en absoluto darse o no darse, pero cuando se dan en un determinado lugar o en un determinado tiempo, no pueden ser ignoradas, pues son condición de su validez y normatividad. Estos principios pueden ser mudables y en este sentido históricos, pero el que puedan cambiar, no significa que los podamos cambiar a nuestro gusto, como tampoco podemos ignorar su cambio en caso que las condiciones históricas de su validez cambien”. De ahí que, completa el autor, “ahora nos damos cuenta más que nunca que no todo el contenido del derecho y de la ley positiva está a merced del beneplácito o discreción (‘Belieben’) del legislador y esta cualidad de ciertos contenidos jurídicos ha sido llamada en alemán ‘Unbeliebigkeit’ (…) y que en adelante llamaremos indisponibilidad de ciertos contenidos del derecho. En el fondo se ha expresado lo mismo al decir que muchas veces encontramos en el derecho y en la ley algo que es ‘unverfügbar’, o sea algo sobre lo cual ni el legislador ni nadie pueden disponer libremente, sino que deben respetarlo y tenerlo en cuenta”. Ahora bien: el concepto de indisponibilidad no solo “tiene una función negativa y represiva al poner límites al poder estatal que éste no puede sobrepasar, sino también una función imperativa y estimulante, cuando el poder estatal es reacio o no se preocupa por cambiar lo que debía ya estar cambiado. Con esto queda indicado también el dinamismo inherente a la indisponibilidad de esos principios jurídicos, o sea su historicidad". Los textos precedentes explican porque, como lo reconoce el propio Llompart, se está ante una tesis “nueva solamente en la manera de exponerla”. Su sabor aristotélico es incuestionable pues afirmaciones decisivas tales como “estos principios pueden ser mudables y en este sentido históricos” y “el que puedan cambiar no significa que los podamos cambiar a nuestro gusto” no son sino una penetrante reformulación de la ya conocida sentencia aristotélica de que “para nosotros hay una justicia natural y, sin embargo, toda justicia es variable”. Sin embargo, es también incuestionable que, con lo expuesto, Llompart inscribe su nombre entre quienes dan el paso diferenciador respecto de los conocidos términos en que la dialéctica “iusnaturalismo-iuspositivismo” fue presentada, cuanto menos desde la “Modernidad”. En efecto; ya no se trata de un “derecho natural inmutable y universal” frente a “un positivismo histórico-relativista (…) que no quería apearse de la historia que siempre nos trae algo nuevo”. Se trata, más bien, de advertir acerca de la decisiva conexión entre lo universal que (mido mis palabras) es, también, parcialmente mutable (porque algo se modifica y aquí el acento está en lo mutable), y lo particular que (y mido nuevamente mis palabras) es, también, parcialmente inmutable (porque algo no se modifica y aquí el acento está en lo inmutable). 6. Reflexiones finales “a la vuelta” del “tercer camino” Las consideraciones precedentes permiten presentar algunas reflexiones -ciertamente no conclusivas- que, si bien, como dice Llompart, no abren paso a ningún “tercer camino”, sí, por el contrario, despejan lo suficiente el arduo sendero de la fundamentación última del derecho que, en definitiva, es lo que está detrás de la milenaria (y, por lo mismo, vivaz) disputa entre “iusnaturalismo” y “iuspositivismo”. Tales reflexiones, según creo, desechan aspectos que perturban ese camino e integran otros que reflejan las tesis más logradas de cada una de las perspectivas aquí enfrentadas. Por de pronto, las proposiciones que no conviene conservar. Por una parte, la pretensión de que sólo es derecho el derecho “puesto” (o positivo) y que éste puede mudar a merced de la libre voluntad de sus creadores. Como se ha anticipado ya, esta pretensión choca con acreditadas propuestas teóricas y, en el fondo, con el incuestionado dato de la realidad de que normas contrarias a principios superiores no obligan en consciencia y pueden y hasta deben ser desobedecidas. Y, por otra, la pretensión de que cualquier principio general es válido per se para resolver todas las cuestiones de la vida. Como también fue dicho, tales criterios universales y, por tanto, inmutables son sólo criterios orientativos; puntos de partida del razonamiento, lo cual, si bien no es poco, recién adquieren plena virtualidad cuando “entran en acción”, es decir, cuando son “llamados” ante circunstancias de tiempo y de lugar precisas. De seguido, las proposiciones que valdría la pena conservar. Ordenadas de manera sintética, destaco las siguientes: a) si se predica que ciertos datos son “indisponibles” no es, ciertamente, porque se tenga in mente a los meros hechos “brutos” de la realidad, o a los hechos o datos de la realidad histórico-social. En cuanto a lo primero, como dice Llompart, “aquí no estamos en el campo de las ciencias naturales (…) cuyas leyes nos dicen sencillamente lo que es o no es (y que debemos tener en cuenta si queremos saber lo que será)”. A su vez, en cuanto a lo segundo, no se está ante el formal; estadístico o, se prefiere, sociológico análisis del comportamiento humano. Por el contrario, añade el autor, el campo del derecho “nos dice lo que debe o no debe ser y esto supone siempre una valoración”, es decir, una ponderación concreta (no imaginaria) respecto de lo que debemos hacer o dejar de hacer en tanto, por detrás de cada una de esas valoraciones, pende una consecuencia directa para la persona y su dignidad; b) los referidos criterios universales e inmutables (brevemente: la noción la dignidad humana) constituyen la base desde la cual debe encaramarse todo razonamiento determinativo del derecho. Desde luego, esta afirmación es posible porque tales criterios -probablemente en contra de la ya citada opinión de Kaufmann-, proporcionan ya, en tanto que tales, un fondo de contenidos que defender y desarrollar. En efecto; la “dignidad humana” de la que, como escribe el autor recién citado, “puede afirmarse su vigencia absoluta en su formulación más abstracta” remite a un todo de sentido: un ser dotado de libertad y de responsabilidad, y portador de un haz derechos inherentes a su personalidad que, como escribe Llompart, proporciona un límite al “relativismo valorista”; es decir, al “todo vale” (aquí se advierte la “indisponibilidad” o, si se quiere, la vieja “inmutabilidad” aristotélica ya que, en este estadio de la argumentación ésta última terminología no perturba); c) Ahora bien: estos principios deben ser “traídos” a la realidad concreta; al aquí y ahora que es donde, en verdad, “viven” y, por tanto, donde encuentran su cabal y único destino o razón de ser. De lo expuesto fluye que, en contacto con la realidad, necesariamente se reformulan extendiendo o limitando su alcance (aquí entra en juego la vieja “mutabilidad” o “variabilidad” aristotélica, de donde ya no conviene unir “indisponibilidad” e “inmutabilidad”, pues la “indisponibilidad” ha variado al entrar en contacto con la historia). Es obvio: si los principios están inexorablemente llamados a “entrar en acción” (la persona no está en un museo sino que convive con otras en un tiempo y lugar históricos), la realidad condiciona íntegramente todo su ser, de modo que aun cuando aquella conserva un núcleo de “indisponibilidad”- “inmutabilidad” (de lo contrario, dejaría de ser lo es para pasar a ser otra cosa), tales factores, como señala sagazmente Llompart, son ya “históricos”, de manera que, en alguna concreta dimensión “pueden cambiar”; Un ejemplo: la integridad física es un absoluto, de modo que cualquier ataque a ella, en cualquier época y lugar, es contrario a la dignidad humana. Sin embargo, como se verá en la siguiente Unidad de Aprendizaje, ante una ilegítima agresión en una concreta situación espacio-temporal, se plantea un caso de legítima defensa, circunstancia ésta que concude, de forma inexorablemente lógica, a atentar contra la integridad física del atacante, de modo que, en ese caso y sólo bajo esas circunstancias, dicho absoluto que es la integridad física se relativiza; d) Sin embargo, como se adelantó más arriba pero conviene insistir, dicha “variabilidad” no es en modo alguno sinónimo de que todo es susceptible de cambio y que éste último lo es según la libre voluntad de quien ostente, en su momento, la potestad de consumarlo. En efecto; si bien los criterios ya referidos no se manifiestan en el cielo de las ideas sino en la tierra de las realidades concretas de forma que la historia influye –y mucho- sobre aquellos, es preciso reafirmar que no influye del todo (absolutamente), esto es, no los desnaturaliza ni, menos, los transforma en algo distinto de lo que son. De ahí que si bien “algo”, bajo ciertas condiciones, muda, son justamente esas condiciones las que muestran que, más allá de ellas, existe “algo” que siempre permanece, motivo por el cual la mudanza no ocurre siempre ni, menos, en condiciones de absoluta discrecionalidad (aquí, pues, topamos con la idea de “indisponibilidad histórica” aunque, al contrario del punto anterior, la cuestión se observa del lado de la primera). El ejemplo ya citado de la integridad física permite, de consuno con las citadas reflexiones de Llompart, ilustrar este punto crucial: en efecto; dicho principio, en efecto, “tiene en cuenta” la circunstancia del injusto ataque de un tercero, de modo que, si bien en “abstracto” se trata de una hipótesis que “puede en absoluto darse o no”, cuando se da en “concreto” no puede ser ignorada y debe actuarse en consecuencia pues solo bajo tales “circunstancias” (el ataque injusto) es “condición de su validez”, procediendo en consecuencia la defensa de la integridad y el consecuente ataque al agresor cuya integridad –o, dicho con mayor propiedad, el ejercicio de la integridad-, queda, en esa circunstancia, “suspendida”. Sin embargo; que el ejercicio del principio de integridad quede “suspendido” (aquí las ideas “vieja” de “variabilidad” y “nueva” de “historicidad” recién estudiadas) no significa que ello suceda “a nuestro gusto”, es decir, cuando nos plazca, sino que opera cuando corresponde, esto es, cuando se debe (aquí las ideas “vieja” de inmutabilidad y “nueva” de “indisponibilidad” más arriba vistas). De igual modo –es otro ejemplo para estar a tono con el planteo de Llompart de “indisponibilidad imperativa” citado más arriba- el principio “vida” (concretamente, la determinación de su inicio) no es un concepto “abstracto” sino que sigue los desarrollos de la ciencia por lo que debe mutar “en caso que las condiciones históricas de su validez cambien”. De ahí que si en tiempos pretéritos se entendió que aquella se iniciaba con la infusión del alma a los tres meses de embarazo, en la actualidad resulta indiscutido (merced a la prueba del ADN) que con la unión del óvulo con el espermatozoide se da una realidad distinta de la de los progenitores. De ahí que, para seguir al autor, no “podemos ignorar” ese cambio (aquí la “vieja” idea de “variabilidad” y la “nueva” de “historiciad”) ante la modificación de las condiciones de su validez (aquí “validez” alude a la “vieja” noción de “inmutabilidad” y a la “nueva” de “indisponibilidad”, pues lo esencial en toda esta cuestión es resguardar el bien fundamental o básico de la vida); e) Así como resulta peligroso prescindir de ciertos criterios fundamentales (antes “inmutables”; hoy “indisponibles”; pero siempre “universales”) y es ciertamente inútil prescindir de la influencia de la historia sobre ellos (“indisponibilidad variable” para enlazar dos términos que atraviesan la historia de Occidente), también es un error relativizar la gran importancia que tiene el derecho “positivo”, es decir, el derecho que, como se verá en la próxima Unidad de Aprendizaje, ha sido voluntariamente creado (“puesto”) por los hombres y que, en consecuencia, es plenamente disponible. Nadie duda, en efecto, de la trascendencia que el derecho positivo ostenta para la pacífica y dinámica convivencia entre los hombres al extremo que, como fuera sagazmente anticipado por ¡Tomás de Aquino!, ni siquiera cabría prescindir de aquel en una “sociedad de ángeles”, pues también ahí son necesarias reglas de comportamiento mínimo. Y, por lo mismo, es indubitada su continua mutabilidad a la luz de las variadas exigencias del tráfico de la vida, a condición que –como fuera enfatizado, en especial, en la precedente letra-, tal plena disponibilidad no entrañe una variación a placer, es decir, a discreción del legislador, pues aquella no equivale a arbitrariedad y ésta se toca en el momento en que se afectan los principios fundamentales. Quizá, en fin, con estas matizaciones (ni derecho natural abstracto-inmutable-absoluto, como aspiró el iusnaturalismo racionalista, ni derecho positivo concreto-mutable-absoluto, como pretendieron los diversos positivismos sino, por un lado, derecho natural “abstracto-inmutable” y “concreto-histórico”, de donde “variable-relativo” –que no “relativista”- y, por otro, derecho positivo “concreto-mutable-relativo” –que no “relativista”-) pueda profundizarse la sublime “lucha por el derecho”. Aquí, por cierto, se ha querido restar tensión a esta recia polémica. Así, en el nivel de fundamentación recién estudiado –y ya a guisa de breve conclusión, el derecho no es libremente disponible sino que es “indisponible” en sus principios básicos (la dignidad de la persona) y “disponible” en su concreción (sus derechos son reglamentados y, por tanto, delimitados). De igual modo, en el nivel sistemático, como se verá en la Unidad de Aprendizaje VII, el derecho ni es exclusivamente positivo ni, menos sólo natural sino que supone una positivación que reúne elementos de ambas realidades. Unidad de Aprendizaje III “Títulos” y “medidas” naturales y positivos del derecho 1. Introducción Luego de haber referido la querella entre “Iusnaturalismo” e “Iuspositivismo” es prudente ocuparse de su virtualidad en la vida diaria de las personas, es decir, si ésta gravitó o no en los sistemas jurídicos y, en su caso, la concreta dimensión de tal influencia. Lo recién expuesto significa que si la pasada Unidad de Aprendizaje transitó, desde el punto de vista del conocimiento jurídico, por un nivel preponderantemente “filosófico”; la presente versa –siempre desde dicha perspectiva- por un nivel “científico” o “fenoménico” y “casuístico”, pues procura observar, con el apoyo de la legislación y de la jurisprudencia (en el caso, de nuestro país), los rastros sustanciales de las doctrinas filosóficas antes estudiadas en la realidad jurídica. A mi juicio, esto permitirá detectar la vigencia (total o parcial) de las tesis recién vistas en las concretas relaciones intersubjetivas que, en definitiva, ansían construir y alcanzar el derecho justo. Pues bien: en este aspecto, parece oportuno seguir de cerca la aguda observación del maestro Javier Hervada, anticipada sobre el final del capítulo anterior, para quien la realidad jurídica es una y ella contiene elementos que en parte proceden del derecho “natural”, el cual tiene su fuente tanto en la naturaleza humana (ciertas exigencias “objetivas” de las personas que se perfilan –se determinan- en sus vínculos con los demás y con las cosas), como en la naturaleza de las cosas (el sentido “objetivo” que surge de cada una de las concretas relaciones jurídicas entre personas y entre éstas y las cosas); y que, en parte, son consecuencia del derecho “positivo”, es decir, del acuerdo o del convenio humano. Recapitulando lo ya anticipado hasta aquí: en cuanto concierne a la primera “dimensión”, esto es, los elementos o factores de la realidad jurídica cuya fuente u origen es, brevemente, el derecho “natural”, este se divide en dos grandes perspectivas. De un lado, la de los “derechos naturales”, pues el reconocimiento, como se señaló especialmente en la Unidad de Aprendizaje I, de la existencia de ciertos derechos “esenciales” a toda persona por el solo hecho de ser tal, esto es, no en razón de la nacionalidad; del sexo; de la raza o de adherir a una determinada religión, sino, simplemente, en razón de ser persona, implica postular que ésta posee, aspecto sobre el que se abundará en la presente, como “inherentes” a ella ciertos “bienes”; “títulos” o, en fin, “derechos” (todas estas expresiones son sinónimas) que, en consecuencia, resultan “naturales” y, por ende, dotados de objetividad y predicables universalmente. Y, de otro, la perspectiva de la “naturaleza de las cosas”, pues las relaciones intersubjetivas exigen un “ajustamiento”; adecuación o, en fin, una “medida” que goza de una intrínseca objetividad o, si se prefiere, de una “indisponibilidad” impuesta por factores o criterios que si bien son obviamente ajenos a la voluntad humana, lo son también a la naturaleza del hombre estrictamente considerada, ya que, como expresa Hervada, “su significación es más amplia, pues las cosas se miden no sólo por sus esencia, sino también por otros factores ontológicos”, tal el caso de “la finalidad, la cantidad, la cualidad, la relación o el tiempo”. Por su parte, en lo tocante a la segunda “dimensión”, esto es, los elementos o factores de la realidad jurídica cuya fuente u origen es, brevemente, el derecho “positivo”, ya se anticipó, sobre el final de la Unidad de Aprendizaje, tanto su incuestionable relevancia en el tráfico de la vida, como su naturaleza o característica liminar, la que se compone de dos notas inescindibles: la “libre disponibilidad” de sus disposiciones y el “límite extremo”, para seguir al ya citado Alexy, en cuanto a que tal libertad encuentra –debe encontrar cual si se tratara de una “consciencia crítica”- el límite de la “indisponibilidad histórica” de las exigencias fundamentales de la personas. En lo que sigue se examinarán, pues, con algún detalle, los referidos “elementos” que forman parte de la realidad jurídica y que, como se verá en la Unidad de Aprendizaje VII, integran el sistema jurídico. 2. Los “títulos” naturales a) Discernimiento a partir de la “naturaleza humana” Decir que la persona es un “ser que domina su propio ser” quiere decir que la persona es acreedor de ciertos derechos que le corresponden en virtud de su esencia de persona. Precisamente, la posesión de tales derechos “inherentes” a ella es lo que la torna un ser digno, ya que la voz dignidad significa “eminencia” o superioridad. Dicho de otro modo: una persona es digna o eminente en razón de ser portador, por su propia condición de tal, es decir, con sustento en su naturaleza, de ciertos bienes o títulos que le pertenecen naturalmente, esto es, a partir de la observación y conocimiento de la naturaleza humana. Como enseña Hervada, “como intensidad de ser que es, la personalidad atañe a la misma esencia del hombre y, en cuanto se refiere al obrar humano –que es lo que tiene relación directa con el derecho- concierne a la esencia como principio de operación. Pues bien, la esencia como principio de operación es lo que llamamos naturaleza humana”. En efecto; el ser o la esencia del hombre –se había anticipado ya- no es una realidad concluida o acabada, sino que, como se trata de un ser vital, se halla en permanente desarrollo hasta obtener su consecución plena que es, como decía Aristóteles, cuando se alcanza “la naturaleza de la cosa”. Biológicamente, es decir, físicamente, desde la concepción, la persona inicia un derrotero vital que concluirá en algún momento. A su vez, espiritualmente, es decir, metafísicamente, la persona día a día procura completar o colmar su naturaleza; esto es, las notas que lo caracterizan como tal. De otro modo, no se explicarían los esfuerzos que despliegan los seres humanos en orden a un mayor y mejor desarrollo de sus aptitudes físicas; intelectuales y morales, las que no sólo gravitan sobre sí mismo, sino que, necesariamente, en tanto ser social, impactan sobre la sociedad en su conjunto, sociedad ésta de la cual, por lo demás, los seres humanos reciben elementos insustituibles para alcanzar su realización. De ahí que la naturaleza humana constituya la esencia del hombre más no de manera abstracta o aislada y, por tanto, menos aún de forma concluida. Por el contrario, la naturaleza humana es concreta; pertenece a una persona en particular, la que actúa en un tiempo histórico y en un contexto social del que recibe bienes pero al que también exige que sus bienes propios sean respetados, es decir, que emerjan como derechos o títulos, ya que, si así no fuera, no podrían las personas poner en marcha el despliegue de su personalidad (de ahí la idea de “principio de operación”) y, menos aún, concluirla, esto es, alcanzar su naturaleza. De lo recién expuesto se deduce, pues, una conclusión de la mayor importancia: la incapacidad ontológica de ser pertenencia ajena. Como lo ha señalado acertadamente Hervada, “todos los bienes inherentes a su propio ser son objeto de su dominio, son suyos en el sentido más propio y estricto”, de modo que “los demás no pueden interferir” ni menos apropiarse a menos que se emplee la violencia la cual, como es obvio, lesiona irremediablemente el estatuto o la condición de persona. En tal caso, completa el autor, al tratarse de títulos que “pertenecen a la persona por ser integrantes de su ser (…) engendran en los demás el deber de respeto y, en caso de daño o lesión injustos, el deber de restitución (v. gr. la reparación de la buena fama) y, de no ser posible, el de compensación”. Como surge de lo hasta aquí transcripto y conviene retener, se emplea de manera sinónima las expresiones derechos; bienes y títulos y dado que tales aspectos se predican en razón de su dignidad, es decir, de su eminencia, la que no es concedida por el Estado o por terceros, sino que procede de su propio ser, dichos derechos, bienes o títulos son naturales. b) Clases de derechos naturales Siguiendo a Hervada, los derechos naturales observan una doble clasificación. En primer término, se trata de títulos “originarios” y títulos “subsiguientes”. Los primeros son aquellos “que proceden de la naturaleza humana considerada en sí misma y, por tanto, son propios de todos los hombres en cualquier estadio de la historia humana”. Y ejemplifica: “tanto el derecho a la vida como su derivado el derecho a medicarse para conservarla, son derechos originarios”. A su vez, los segundos, son los que “dimanan de la naturaleza humana en relación a situaciones creadas por el hombre” como, por ejemplo, la legítima defensa, pues no es propio del ser del hombre el ataque injusto a la vida de otro, ya que ello, por una parte, destruye un bien ajeno y, por otra, disminuye a quien realiza tal injusto. De ahí que, como expresa el autor citado, “supuesta la situación de ataque creada por el hombre, aparece la defensa como manifestación subsiguiente del derecho a la vida”. La segunda clasificación concierne a los títulos “originarios”, los que se dividen en “primarios” y “derivados”. Los derechos naturales primarios son “aquellos que representan los bienes fundamentales de la naturaleza humana y los que corresponden a sus tendencias básicas”, como lo es el derecho a la vida, en tanto que los derechos naturales derivados, como su nombre lo indica, “son manifestaciones y derivaciones de un derecho primario”, como lo son los derechos a medicarse o a alimentarse, en tanto derivan del derecho a la vida. Según se verá más abajo, la importancia de esta doble distinción no es solo pedagógica, sino que muestra la diversa influencia de la “historicidad”, es decir, de las circunstancias de tiempo y de lugar en la concreción de los títulos naturales, que es tanto como decir, en la realización del ser humano. En los apartados siguientes se examinará la virtualidad de los conceptos precedentemente expuestos tanto en los tratados internacionales de protección de los derechos humanos, cuanto en la interpretación dada por la Corte Suprema de Justicia de la Nación a los derechos consagrados en nuestra Constitución Nacional. En mi opinión, esta metodología resulta avalada, entre otras, por dos razones: en primer lugar porque prueba el reconocimiento concreto y efectivo en el ámbito legislativo –tanto internacional como nacional y en una jurisprudencia determinada como la que aquí se examinará pero extensible a otras- del carácter natural de los derechos fundamentales que se predican de las personas. Y, en segundo término, porque una reflexión filosófica sobre el derecho que parta del reconocimiento —como se hace aquí— de que aquél es una ciencia práctica, no puede prescindir, si ha de ser fiel a dicha perspectiva, de ciertos materiales —tal los casos de la legislación o de la jurisprudencia— en los que esa practicidad se muestra en una de sus formas más paradigmáticas. c) Los derechos “humanos” como derechos naturales La noción de «derechos humanos» que se perfila en la «Modernidad» y que se afianza de modo paradigmático a partir del fin de la Segunda Guerra Mundial entronca adecuadamente con las notas recién descritas en tanto parece aludir a un conjunto de bienes que pertenecen a la persona más allá o con prescindencia de lo que al respecto puedan determinar los ordenamientos jurídicos, ya nacionales, ya internacionales. En efecto, bajo este concepto se designan ciertos derechos que emergerían como «connaturales», «inalienables», «esenciales» o «inherentes» a las personas, por lo que, necesariamente, resultan anteriores o preexistentes a su consagración legal; prelación temporal ésta que, en definitiva, entraña una preeminencia o superioridad axiológica sobre otros derechos y, especialmente, sobre los dictámenes de los poderes públicos. Tal es, cuanto menos, el lenguaje de las declaraciones de derecho, sean éstas del siglo XVIII, momento en que ésta técnica se inicia; o de la presente centuria, en que dicha modalidad alcanza su máximo esplendor. Así, y a título de ejemplo de las primeras, el art. 1º de la Declaración de Derechos del Buen Pueblo de Virginia, de 1776 expresa que «todos los hombres son por naturaleza iguales, libres e independientes, y tienen ciertos derechos inherentes de los cuales, cuando entran en estado de sociedad, no pueden privar o desposeer a su posteridad por ningún pacto...». De igual modo, en el preámbulo de la “Declaración de Derechos del Hombre y del Ciudadano” de 1789, se lee que «los representantes del pueblo francés (...) han resuelto exponer, en una declaración solemne, los derechos naturales, inalienables y sagrados del hombre...» (énfasis añadido en ambas citas). Asimismo, y como ejemplo de las segundas, el preámbulo de la “Declaración Universal de Derechos Humanos” de 1948 expresa que «...la libertad, la justicia y la paz en el mundo tienen como base el reconocimiento de la dignidad intrínseca y los derechos iguales e inalienables de la familia humana». Y, en análoga línea de razonamiento, la “Convención Americana de Derechos Humanos” de 1969 expresa que “en repetidas ocasiones, los Estados Americanos han reconocido que los derechos esenciales del hombre no nacen del hecho de ser nacional de determinado Estado, sino que tienen como fundamento los atributos de la persona humana, razón por la cual justifican una protección internacional...» (en todos los casos, el énfasis me corresponde). La manera cómo estas declaraciones (algunas de las cuales integran nuestra Constitución desde la reforma de 1994 –art. 75, inc. 22-) califican a los derechos allí consagrados es sumamente indicativa de la tesis que desea fundarse. Se sabe, en efecto, que lo «esencial» alude al qué de una cosa, a lo que ella es de suyo; que «inherente» —sinónimo de «intrínseco»— es aquello que se halla de tal modo unido a un objeto, que no puede separarse de éste; que «inalienable» menta algo inajenable o, en fin, que «connatural» (o «natural») remite a aquellos aspectos o atributos relevantes de la naturaleza humana discernidos por la razón y que erigen a dicha naturaleza en una realidad digna de la máxima tutela. De ahí que, si el sistema racional de relaciones (nacional o internacional) parece fundarse en esa «esencialidad», «inherencia» o «naturalidad» forzoso es concluir la anterioridad o preexistencia de ellos respecto de los ordenamientos jurídicos y su necesaria obligación de custodia por parte de estos últimos, de modo que, como expresa el Pacto de San José, los estados americanos no han sino “reconocido” (es decir, no han creado; impuesto o positivado tales derechos). Por ello, como advierte inequívocamente el Preámbulo de la Declaración de Derechos del Hombre y del Ciudadano de 1789, «la ignorancia, el olvido o el desprecio» de tales derechos «son las únicas causas de los males públicos y de la corrupción de los gobiernos». Y, en términos semejantes, el proemio de la Declaración Universal de Derechos Humanos de 1948 puntualiza que el «desconocimiento» y el «menosprecio» de estos derechos «...han originado actos de barbarie ultrajantes para la conciencia de la humanidad...». d) Los derechos “constitucionales” como derechos naturales: la interpretación de la Corte Suprema de Justicia de la Nación La misma conceptualización que fluye de las declaraciones o tratados internacionales de protección de los derechos humanos cabe predicar de la tradición jurisprudencial de la Corte Suprema de Justicia de la Nación cuando le ha tocado pronunciarse acerca de los derechos consagrados por la parte “dogmática” de nuestro texto constitucional y, desde 1994, respecto de los instrumentos incorporados a raíz de la Convención Nacional Constituyente de ese año. Así, repetidas veces el Tribunal ha expresado en relación a los derechos consagrados por la Primera Parte de la Constitución —la denominada «parte dogmática», en la que se receptan las «Declaraciones, Derechos y Garantías»—, que dichos derechos han sido «reconocidos» por la Constitución Nacional, afirmación ésta que, como es anticipó, entraña admitir que ésta no los ha otorgado o concedido, por lo que necesariamente deben entenderse como anteriores o preexistentes a ésta y, en definitiva, a toda legislación positiva, la cual, en tal contexto, tendrá como misión la de «garantizarlos». De igual modo, la Corte denominó a estos bienes por medio de un haz de expresiones que dejan traslucir inequívocamente la idea expuesta más arriba. Así, y ciñiéndome a la jurisprudencia de los últimos años, los ha considerado como «fundamentales», «superiores», «esenciales», «sustanciales»; «inherentes»; “anteriores” o “preexistentes” o, sencillamente, «naturales». Como es obvio, el Tribunal también ha mentado a estos bienes bajo la denominación de «derechos humanos», aunque no es ocioso señalar que su empleo es relativamente reciente, pues coincide con el afianzamiento tanto en el plano doctrinario cuanto en la legislación internacional de esta categoría, lo cual ocurre, como se adelantó, recién a partir del fin de la Segunda Guerra Mundial. A este respecto, no es inapropiado apuntar que la misma denominación “derecho humanos” puede plantear cierta equivociadad pues, en rigor, no existen “derechos” fuera del círculo de los seres humanos, únicos capaces de dar razón de sus actos, esto es, de asumir libre y responsablemente cada una de sus acciones. En este horizonte, si es verdad que, como se recuerda en un célebre paso de Hermogeniano, «por causa del hombre existe el derecho», cabría necesariamente inferir que la expresión bajo estudio constituye una tautología. Sin embargo, dicha conclusión resulta precipitada, pues tanto del contexto histórico en el que aquella noción se gesta; como de la caracterización dada por la doctrina, la jurisprudencia e, inclusive, el lenguaje vulgar, se desprende con claridad que esta expresión connota «algo más» que el redundante recordatorio de que los «derechos» pertenecen, de suyo, a los «seres humanos». Como señala Massini, a partir de la siempre oportuna referencia al uso ordinario de los términos, con el vocablo bajo análisis, «habitualmente se califica de humanos a ciertos derechos que aparecen como más humanos que los otros, como implicando una conexión más estrecha con la calidad de hombre de su sujeto». Quizá por el trasfondo lingüístico-filosófico recién mencionado o, más probablemente, por el todavía incipiente desarrollo de la teoría general de los derechos humanos, es interesante apuntar que es recién a fines de 1958 y, nada menos, en una de sus sentencias más emblemáticas, que esta noción hace su ingreso formal en la historia de la Corte Suprema. Se trata del caso «Kot», fallado el 5 de setiembre de 1958, en el que se expresó —con una timidez tan elocuente que hasta se vio obligada a efectuar una, hoy en día, sorprendente aclaración— que «nada hay, ni en la letra ni en el espíritu de la Constitución, que permita afirmar que la protección de los llamados "derechos humanos" —por que son los derechos esenciales del hombre— esté circunscripta a los ataques que provengan sólo de la autoridad». Desde entonces, el empleo de la expresión ha ido en progresivo aumento, siendo remarcable su notable extensión en los últimos veinte años, entre otras razones, a consecuencia de la creciente aplicación de las normas de los diversos tratados internacionales de protección de los derechos humanos que se fueron incorporando al ordenamiento jurídico nacional, proceso éste que se ha visto coronado –aunque en modo alguno concluido- por medio del ya referido otorgamiento de rango constitucional a un «decálogo» de instrumentos de análoga naturaleza con motivo de la reciente reforma constitucional de 1994 (art. 75, inc. 22). Por último, y como acaba de anticiparse en la nota anterior, la Corte también discernió a los “bienes” aquí estudiados a partir de los derechos constitucionales “no enumerados” o “implícitos” a que hace referencia el art. 33 de la Constitución Nacional, texto incorporado por la Convención Nacional Constituyente de 1860. Esta disposición, en efecto, reza así: “las declaraciones, derechos y garantías que enumera la Constitución, no serán entendidos como negación de otros derechos y garantías no enumerados, pero que nacen del principio de la soberanía del pueblo y de la forma republicana de gobierno”. Ahora bien: lo que verdaderamente interesa para este tema y, me atrevo a añadir, para la cláusula en tanto que tal, no es la redacción recién citada, a menudo acusada (y no sin cierta razón) de “oscura”, sino la intención tenida en cuenta por el legislador constituyente –primera fuente de interpretación de los textos cuando éstos no permiten una exégesis incuestionable-, la que puede ser inferida sin dificultad del dictamen presentado por la Comisión encomendada por la referida Asamblea Constituyente a fin de que estudie las reformas que cupiera realizar al texto que había sido sancionado en 1853; y del debate posterior. En efecto; en lo concerniente al primer aspecto, el informe presentado por los constituyentes Bartolomé Mitre, Dalmacio Vélez Sársfield, Domingo F. Sarmiento, José Mármol y Antonio Cruz Obligado señala que el texto propuesto y finalmente aprobado se tomó de la enmienda IX de la Constitución de los Estados Unidos de América, según la cual “la enumeración en la Constitución de determinados derechos no debe ser entendida como una negación o restricción de otros derechos retenidos por el pueblo”. Como parece claro, la norma deja ver de manera inmediata la influencia de John Locke, para quien en el “estado de naturaleza”, lejos de existir la amarga disputa descrita por Hobbes, referida en la anterior Unidad de Aprendizaje, se reconocen ciertos derechos como inherentes o naturales a las personas de modo que el pacto o contrato social postulado por el autor apunta, en rigor, a mejor defender y garantizar tales “derechos” inferidos por la “razón natural”. Ahora bien: dicho acuerdo no supone necesariamente “positivar” (y aquí se advierte una nueva distinción entre esta postura y la ya estudiada de Hobbes) todos los derechos naturales de las personas, ya que, como lo ha puesto de relieve Villey, la influencia de la tradición “clásica” del derecho natural es todavía palpable en el autor inglés. Aquélla, en efecto, aludía a que “cada hombre es responsable (maître) de sus actos (Dominus actuum suorum)”, idea que conduce a Locke a expresar que “…todo hombre tiene una propiedad sobre su propia persona”, de modo que “nadie tiene derecho sobre ella salvo su propio titular (“himself”)”, de donde, en lógica rigurosa, la omisión por parte del legislador de consagrar ciertos derechos inherentes a las personas no puede implicar que éstas carezcan de ellos: como se verá en la Unidad de Aprendizaje VII, que tales “bienes” no sean “vigentes” (positivos) no quiere decir que no sean “válidos” en tanto que tal. Pues bien: a mi ver, esta idea se manifiesta con total claridad en la citada Enmienda IX por la cual la no enunciación de ciertos derechos en modo alguno puede entenderse como que hubieran desaparecido (“disparage”): antes bien, en tanto que “propiedad” de las personas (en el sentido de “naturales” a ella), tales derechos se reputan “retenidos” por el pueblo (“retained”). De lo expuesto, se observa que el texto norteamericano es, sin duda, más neto que la versión argentina. Sin embargo, la iusfilosofía de aquél es perceptible en el dictamen del constituyente de 1860 no solo a partir de la mencionada mención a la fuente norteamericana, sino del propio contenido del texto, el cual, en cuanto aquí interesa, señala que “en esta Sección (…) están comprendidos todos aquellos derechos (…) que son anteriores y superiores a la Constitución misma…”. Se trata de “…derechos de los hombres que nacen de su propia naturaleza…” y que “no pueden ser enumerados de una manera precisa. No obstante esa deficiencia de la letra de la ley, ellos forman el derecho natural de los individuos y de las sociedades, porque fluyen de la razón del genero humano”. A su vez, en lo relativo al debate ocurrido como consecuencia del informe recién mencionado, éste revela con todavía mayor nitidez la raigambre iusnaturalista de la norma. Al respecto, baste como ejemplo la intervención del convencional Sarmiento, quien señala sin subterfugio, que “todas las constituciones han repetido esta cláusula como indispensable para comprender en ella todas aquellas omisiones de los derechos naturales, que se hubiesen podido hacer, porque el catálogo de los derechos naturales es inmenso”. El recurso a esta norma por parte de la jurisprudencia ha sido ingente pues en ella se ha visto la fuente de un haz de “derechos”; “bienes” o “títulos” que el constituyente no “positivó” ni en 1853 ni en las reformas que siguieron con posterioridad pero que, a juicio de aquélla, no cabía sino inferir de la misma naturaleza humana, tal el caso, entre otros, del “derecho a la vida”; a la “salud”; a la “integridad física” o al “ambiente”, bienes éstos que, desde una perspectiva sistemática, recién adquieren vigencia constitucional con la reforma de 1994. Pero, el listado es más extenso: a mero título ejemplificativo, cabe mencionar, entre otros, el derecho a la “acción” o “recurso de amparo” o, más recientemente, el “derecho a conocer la identidad de origen de los ciudadanos”; el “derecho de pensar y expresar su pensamiento”; el “derecho al honor y a la intimidad”; el “derecho a la eximición de la orden de clausura de locales de contribuyentes fundada en su absoluta irrazonabilidad respecto de una infracción tributaria”; el “derecho a elegir el nombre de los hijos” o, como se verá más adelante, el “derecho alimentario de los hijos, respecto de los padres”. e) Un ejemplo de la jurisprudencia de la Corte Suprema: la causa “Saguir y Dib” En lo que sigue, profundizaré –a partir del examen en particular de uno de los casos recién mencionados- acerca de las connotaciones más relevantes de esta consideración jurisprudencial de los derechos constitucionales vis à vis los planteamientos teóricos precedentemente expuestos. A mi juicio, dicho análisis no sólo no deja margen de duda sobre lo que realmente quiere significarse con tales expresiones, sino que considero que sobre tales explícitas bases resulta posible estructurar una teoría general de los derechos humanos lo suficientemente comprensiva y dinámica de los genuinos requerimientos de la dignidad de la persona en el contexto de sus relaciones intersubjetivas. En la causa del epígrafe, se debatió la autorización de la ablación de uno de los riñones de la actora —de 17 años y 10 meses al momento en que la Corte estudia la causa— en beneficio de su hermano, en inminente peligro de muerte, en razón de que la entonces vigente ley 21.541 sobre la materia permitía la dación en vida de algún órgano o material anatómico en favor de sus familiares sólo a partir de los 18 años de edad. El Tribunal hizo lugar a la petición a través de dos votos concurrentes en los que se reconoce la preexistencia del derecho a la vida y del derecho a la integridad física. Así, el consid. 8º del voto de la mayoría integrado por los jueces Gabrielli y Rossi señala que «es, pues, el derecho a la vida lo que está aquí fundamentalmente en juego, primer derecho natural de la persona, preexistente a toda legislación positiva que, obviamente, resulta reconocido y garantizado por la Constitución Nacional y las leyes [arts. 16, nota y 515, nota del Código Civil] (...) No es menos exacto, ciertamente, que la integridad corporal es también un derecho de la misma naturaleza, aunque relativamente secundario con respecto al primero...». En términos análogos, el consid. 5º del voto concurrente de los jueces Frías y Guastavino señala que: “importa destacar que la regla general –fundada en el esencial respeto a la libertad y a la dignidad humana- es que, por principio, la persona tiene capacidad para ser titular de los derechos y para ejercerlos y ello con más razón respecto de los derechos de la personalidad”. Y añade ese considerando: “Como ya se ha dicho, se trata de armonizar la integridad corporal de la dadora con la vida y la salud del receptor. Todos ellos son derechos de la personalidad que preexisten a cualquier reconocimiento estatal» (el subrayado es mío), en tanto que en el 8º concluye: «es pues el derecho a la vida lo que está aquí fundamentalmente en juego, primer derecho de la persona humana, preexistente a toda legislación positiva y que, obviamente, resulta reconocido y garantizado por la Constitución Nacional y las leyes» (en todos los casos, el subrayado me pertenece). A mi ver, especialmente las partes subrayadas tocan los aspectos teóricos más arriba expuestos. Sin embargo, existen otras dimensiones teóricas que todavía no han sido abordadas, pero que también se desprenden de los renglones recién transcriptos, motivo por el cual cuando aquellas sean tratadas (al final de este capítulo y en la Unidad de Aprendizaje VII), se procurará ilustrarlas, nuevamente, con la glosa recién transcripta. En cuanto concierne a los temas hasta aquí abordados, el caso bajo examen ofrece las siguientes consideraciones conclusivas: i) En primer lugar, la Corte afirma expresamente que se está ante derechos «preexistentes», explicitando que dicha preexistencia se refiere a los derechos a «la vida», a «la integridad corporal» y a «la dignidad», de lo que cabe concluir que para el Tribunal los derechos «emanados de las Constitución» existen con prescindencia de que resulten explícita o implícitamente reconocidos o, aún, desconocidos por una norma positiva, pues, precisamente, su «existencia» es «previa» y, por ende, «independiente» del ordenamiento jurídico de que se trate. ii) Sentado lo anterior, cabe preguntar cuál es el “factor” que los torna existentes más allá de lo que determine el derecho positivo. El citado voto concurrente ofrece un camino para resolver esta cuestión cuando señala (consid. 5º) que los derechos imbrincados en el caso «son derechos de la personalidad», al tiempo que añade que «la regla general —fundada en el esencial respeto a la libertad y a la dignidad humana— es que, por principio, la persona tiene capacidad para ser titular de todos los derechos y para ejercerlos, y ello con más razón respecto a los derechos de la personalidad». En efecto; hablar de «derechos preexistentes» importa mentar una sustancia en la que éstos inhieren: la condición de persona propia de todo ser humano, esto es, la naturaleza racional y espiritual del hombre que, precisamente por poseer tal peculiar naturaleza (tales atributos esenciales), resulta acreedor de una eminencia de ser; en definitiva, se constituye en un ser humano digno. La persona ostenta, pues, una valiosidad intrínseca que se manifiesta a través de unos bienes fundamentales que, en la medida en que entran en relación con los demás, se erigen frente a esos terceros, en derechos propios. En definitiva, la persona —la dignidad de la persona— es la fuente de la normatividad jurídica, como fue reconocido algunos años más tarde en otro importante precedente del Tribunal por medio del voto de los jueces Boggiano y Cavagna Martínez, al señalar que «resulta irrelevante la ausencia de una norma expresa aplicable al caso que prevea el derecho a la objeción de conciencia a transfusiones sanguíneas, pues él está implícito en el concepto mismo de persona, sobre el cual se asienta todo ordenamiento jurídico» (consid. 19). iii) En tercer lugar, los derechos que el Tribunal considera «preexistentes» al ordenamiento jurídico son calificados por aquél como «naturales». Se trata, tal y como se puntualizo más arriba, de una terminología usual en el círculo de la teoría y de la legislación sobre los derechos humanos y que la Corte también hace suya. Sin embargo, esta comprobación no pretende ceñirse a una mera cuestión lingüística, ya que la presencia de lo “natural” unida a la idea de «preexistencia» denota una significación inequívoca. En efecto; en mi opinión, lo que el Tribunal busca resaltar a través del juego de esas expresiones es que los derechos fundamentales de las personas son «preexistentes» al ordenamiento jurídico porque, precisamente, son «naturales» a ellas. Dicho en otros términos: la preexistencia se funda en la inseparabilidad de los bienes más fundamentales del ser humano justamente porque en ello reside su dignidad. De ahí que, como se lee en «Quinteros» el Estado «no puede privar» a las personas de tales derechos so pena de incurrir —en la terminología de la Declaración Universal de Derechos Humanos anteriormente citada— «en actos de barbarie ultrajante para la conciencia de la humanidad». Por el contrario: como se expresa en la causa bajo análisis (a propósito del derecho a la vida y a la integridad física), la legislación «obviamente» los reconocerá y garantizará, pero en ningún caso los otorgará o concederá ex-nihilo y como consecuencia de un acto de liberalidad. iv) Ahora bien: llegado a este punto, cabe expresar que la preexistentencia de los bienes bajo examen a todo el ordenamiento jurídico deja traslucir la especial ponderación que tales derechos merecen. Este aserto —particularmente significativo si se recuerdan las circunstancias fácticas que dan lugar al caso bajo análisis— entraña, al menos, dos consecuencias. La primera, que las conductas que se observan (temperamento por lo demás extensible a cualquier controversia) no pueden infravalorar y, menos aún, lisa y llanamente ignorar, la índole —es decir, la peculiar importancia— de los derechos (humanos) en juego, pues es a la luz de tal trascendencia que dichas conductas serán finalmente juzgadas. La segunda, y desde una perspectiva más amplia, que esta “preexistencia” (o, como se verá en la Unidad de Aprendizaje VII, esa permanente “validez”) de los derechos importa afirmar que constituyen una garantía —jurídica y, en definitiva, moral— de que al no depender para su aplicación de la vigencia histórica, quedan a resguardo de un eventual desconocimiento o conculcación por parte del sistema jurídico de que se trate. v) Por último, no deja de ser oportuno apuntar que la mencionada clasificación de los jueces Gabrielli y Rossi en derechos naturales «primarios» y «secundarios» a propósito, respectivamente, de los derechos a la vida y a la integridad física, encuentra un sorprendente paralelo en los planteamientos teóricos hervadianos examinados más arriba. La distinción es, por lo demás, del mayor interés en relación a otros tópicos que serán abordados oportunamente, tal el caso de la jerarquización (o no) de los derechos constitucionales (cuestión que se estudiará más abajo) o de la positivación de los derechos naturales (aspecto que se elaborará en la Unidad de Aprendizaje VII). 6. Las “medidas” naturales a) Discernimiento a partir de la naturaleza de las cosas En el punto anterior se habló de la existencia de “derechos”, “bienes” o “títulos” naturales. En éste se aludirá a la existencia de “medidas” naturales y, como se verá en la Unidad de Aprendizaje VII, el tema será completado con el estudio de los “títulos” y las “medidas” positivas. Pues bien: en cuanto aquí interesa, y siguiendo en este punto al maestro Hervada, la noción de “medida” sin más (ni natural, ni positiva) “no es otra cosa que el ajustamiento entre lo debido y lo dado; es, en suma, la delimitación del derecho y de la deuda”. Sentado lo anterior, y en relación con las “medidas” naturales, el autor citado precisa que al implicar lo justo “una relación de igualdad entre cosas (justicia conmutativa) o entre cosas y personas (justicia distributiva)”, dicha igualdad no puede referirse, puramente, a la “naturaleza humana” sino, de manera más amplia a la “naturaleza de las cosas”. ¿Cuál es el origen y el significado de esta expresión? En cuanto a lo primero, es probable que su fuente se deba a Platón, quien en el Cratilo (423 a 3) alude, en singular, al “physin pragmatos” (“naturaleza de la cosa”), expresión ésta que, desde entonces, recorre toda la historia del pensamiento Occidental aunque obtiene un reconocimiento clamoroso entre los filósofos y filósofos-juristas alemanes de la pasada centuria. Como dice Arthur Kaufmann, éstos –con lo que se ingresa al tratamiento de la segunda pregunta- acudieron a esa expresión necesitados de una “figura que represente de igual modo lo particular y lo general; un universale in re”, es decir, ese tertium; “sentido” o “intermediario entre ser y deber-ser”. En efecto: para el círculo de autores “post-positivistas” dicha igualación entre, de un lado, la “idea de derecho” (deber ser) y las “futuras situaciones vitales pensadas como posibles” (ser) que da lugar a las leyes y, de otra, la igualación entre la “norma legal” (deber ser) y las “situaciones vitales reales” (ser) que da lugar a la determinación del derecho (“Rechtsfindung”), presupone la existencia de un tertium en el que coinciden, respectivamente, tanto “idea” y “hecho” como “norma” y “hecho” y que, “puestos en correspondencia”, han sido denominados como “naturaleza de la cosa” (“natur der sache”). En Hervada, quien inspira las siguientes reflexiones, la clave recién referida no resulta extraña pues, a su juicio, bajo la idea de “naturaleza de las cosas” (esta expresión, preciso es afirmarlo, en plural), se alude al ajustamiento o igualación de “dimensiones valorables o medibles”. Y así, las notas características de las recién mencionadas justicias conmutativa y distributiva ilustran esta idea ya que, como añade el autor, “la identidad y la cualidad son realidades objetivas que se miden y comparan de por sí, que se ajustan naturalmente” dando lugar, en consecuencia, a una “medida” natural. En efecto; en relación con la justicia “conmutativa”, expresa Hervada que es inexorable que el préstamo gratuito (comodato) mediante el cual “una onza de sal engendr[a] una onza de sal deuda, no es cuestión de concierto humano, sino de la naturaleza del contrato –el mutuo consiste en dar una cosa para que se devuelva al que la presta- y de una igualdad natural: una onza de sal es igual a una onza de sal”. Nuestro Código Civil refleja esta idea con toda nitidez cuando, en su art. 2255, expresa que “habrá comodato o préstamo de uso, cuando una de las partes entregue a la otra gratuitamente alguna cosa no fungible, mueble o raíz, con facultad de usarla”, la que lleva aneja, como es obvio, la devolución de la cosa (y no de otra), al cabo del acuerdo. Y, de igual modo, el art. 2240 del mismo cuerpo legal (dentro del título relativo al “mutuo o empréstito de consumo”), señala que habrá tal contrato “cuando una parte entregue a la otra una cantidad de cosas que ésta última está autorizada a consumir, devolviéndole en el tiempo convenido, igual cantidad de cosas de la misma especie y calidad”. A su vez, si se tiene en cuenta la justicia “distributiva”, ejemplifica el autor citado “que el trato proporcional entre dos enfermos consista en dar a uno el medicamento A y al otro el medicamento B no es un acuerdo humano, sino una proporción que viene dada por la distinta enfermedad o la distinta reacción del cuerpo de los medicamentos”. Nuestra Constitución Nacional refleja esta idea con no menor nitidez cuando, a propósito de la materia tributaria, el art. 4º, expresa que “el Gobierno federal provee a los gastos de la Nación con (…) las demás contribuciones que equitativa y proporcionalmente a la población imponga el Congreso general…” (énfasis añadido). Es obvio: la carga tributaria no puede determinarse “en abstracto” sino en atención a las concretas circunstancias de las personas de modo que, por caso, el impuesto a las ganancias varía según el ingreso de los contribuyentes. Tal es, en efecto, lo que observa la ley 20.628 que, con sus sucesivas modificaciones, regula este tema en nuestro país. Aquella reconoce un “mínimo no imponible” (art. ) y diversas exenciones (art. 20) más, fuera de tales supuestos, las ganancias se dividen en grupos según los montos, en función de los cuales se atribuyen alícuotas crecientes (cfr art. 90). Como es claro, dichas alícuotas son fruto, tal y como expresa invariablemente la Corte Suprema de Justicia de la Nación, del “mérito; oportunidad o conveniencia” del legislador, pero tal “medida” (evidentemente positiva en el contexto de lo que aquí se estudia) reconoce un dato previo; inexorable y, por tanto insoslayable: los diversos ingresos de los contribuyentes. Se trata (en el ámbito de este trabajo), de una “medida” natural en tanto le viene impuesta al legislador desde una doble perspectiva: en primer lugar, porque quien menos gana, menos tributa (y no al revés) y, en segundo término, porque las diversas alícuotas consecuencia de los distintos ingresos no pueden ser el fruto de una “conveniencia” arbitraria sino, como manda la Constitución, de criterios basados en los principios de “equidad” y “proporcionalidad”. Afirmar lo contrario resulta cercenatorio de la misma naturaleza del tributo bajo examen (y en este sentido corresponde afirmar de la naturaleza de las cosas”) y, por tanto, revelaría una conclusión exactamente contradictoria con lo dispuesto por el citado art. 4º. Ahora bien: como se observa de las precedentes consideraciones, de consuno con lo anticipado ya al inicio de este apartado, parece claro que las “medidas” naturales de derecho no son la consecuencia del “ajustamiento” o igualación de la sola naturaleza humana (ámbito de los “títulos”; “bienes” o “derechos” naturales anteriormente estudiados) ni, mucho menos, de la convención humana (esto es, del acuerdo positivo evidenciado a través de “títulos”; “bienes” o derechos de tal índole). Según precisa Hervada, “la expresión naturaleza de las cosas no designa, en este caso, la esencia como principio de operación –aunque la incluya-, sino que su significación es más amplia, pues las cosas se miden no sólo por su esencia sino también por otros factores ontológicos”. De ahí que la voz bajo estudio designe “el ser de las cosas y cuanto a él pertenece”, por lo que –concluye- “lo natural es, en este caso, lo ontológico” y básicamente comprende: la “finalidad”; la “cantidad”; la “cualidad”; la “relación” y el “tiempo”. Al examen se estos “factores” se dedican las páginas siguientes. b) Factores que determinan las “medidas” naturales. Aplicación legislativa y jurisprudencial i) Finalidad Este factor será objeto de análisis desde una doble perspectiva. En primer término, enseña Hervada, “mide las cosas en sí mismas, porque la estructura de éstas se mide por el fin, del que depende la perfección de la cosa”. Se está, pues, ante la clásica tesis aristotélica anteriormente referida y según la cual las cosas se especifican por su fin, de modo que sólo cuando éstas “colman su naturaleza”, es decir, sólo cuando alcanzan su perfección, puede decirse que completan su finalidad; su esencia o razón de ser; en definitiva, aquello que justifica su existencia. Esta noción, de alto contenido filosófico, brilla por doquier en el plano del derecho como lo muestra, entre otros, y nuevamente en el ámbito tributario, el caso de las tasas retributivas de servicio. Según es sabido, dentro del género de los tributos se distingue a los impuestos de las tasas, ya que mientras los primeros se perciben coactivamente con la finalidad de utilidad pública que dispongan los presupuestos de los estados, las segundas se cobran con un propósito específico y en la medida necesaria para el logro de tal objeto. Al respecto, ha dicho invariablemente la jurisprudencia de nuestro Alto Tribunal que la tasa es un gravamen cuya principal característica es que su cobro coactivo se realiza en concepto de contraprestación por un servicio divisible que la autoridad pública presta o está en condiciones de prestar. Así, expresa la Corte que “es un requisito fundamental de las tasas que a su cobro debe corresponder siempre la concreta, efectiva e individualizada prestación de un servicio relativo a algo no menos individualizado (bien o acto) del contribuyente”, de modo que si bien no es necesario que exista (ni, quizá, posible) una “equivalencia estricta y matemática” entre el monto de la tasa y el costo del servicio prestado, sí resulta necesario observar, cuanto menos, una “razonable proporción” entre ambos baremos. Trasladadas las consideraciones precedentes a cuanto aquí interesa, fluye con facilidad que las tasas (piénsese, v. gr., en la de “justicia”, que es el precio que el justiciable paga por el acceso a tal servicio o la de “alumbrado, barrido y limpieza” que es la abonada por el goce de tales bienes) no pueden destinarse a objetivos ajenos de los previstos y que la alícuota no debe superar, sumados los aportes del conjunto de la población, el costo aproximado del servicio en cuestión, por lo que si ello sucediera, se habría quebrado el fin por el que fue creada la tasa, la que, de tal modo, dejaría de ser tal, para pasar a ser otra cosa. En definitiva, la “estructura” de la tasa “se mide por su fin”: cumplido éste, como dice Hervada, se ha “perfeccionado la cosa” en tanto que desnaturalizada tal finalidad (v. gr., porque el monto requerido es notablemente superior al costo del servicio o porque se orienta a otros objetivos), sencillamente ya no se está ante una tasa; ésta, en lenguaje filosófico, ha perdido su esencia o, como decía Aristóteles, no ha obtenido “su completo desarrollo”, pasando a ser, en el mejor de los casos, un impuesto. En segundo lugar, dice Hervada, “la finalidad es medida de las cosas entre ellas”. A su juicio, eso puede suceder en varios supuestos, de entre los que aquí interesa destacar dos. El primero acaece “por la relación ontológica entre las cosas, como es el caso de aquellas que son complementarias en orden a obtener un fin”. Se trata, pienso, del variado conjunto de relaciones sociales en las que los fines que las gobiernan requieren del actuar complementario de las partes comprometidas y que van desde las más sencillas relaciones conyugales o paterno-filiales a las más amplias de tipo laboral (relación entre empleador y empleado) o político (relación entre representado y representante). Como es obvio, ninguna de estas relaciones tiene sentido si faltara algunos de sus términos ya que, en ese caso, no podría hablarse de vínculo alguno. Así, el fin del matrimonio supone por parte de los cónyuges la realización de conductas recíprocamente complementarias que, es claro, surgen de la naturaleza misma de la relación (la “naturaleza de las cosas”, en el ejemplo, que impone la relación conyugal) y que, como consecuencia de ello, normalmente concluyen positivándose en la legislación general, tal y como se observa, v. gr., respecto de los derechos-deberes de fidelidad; alimentos; cooperación o ayuda debidos entre cónyuges (cfr arts. 50; 51 o 53 de la ley 2393 de Matrimonio Civil). En ese contexto, la ausencia de tales conductas complementarias, quiebra el objeto del contrato (en el caso, la finalidad del matrimonio) el cual, bajo tales presupuestos carece de sentido o de razón de ser. A su vez, el segundo supuesto acaece cuando “la finalidad cambia la especie de los actos”. Hervada ejemplifica: “cortar un miembro por razones terapéuticas (v. gr. el brazo gangrenoso) constituye un derecho, que no existe si la finalidad es distinta (por ejemplo, librarse del servicio militar)”. Por mi parte, y entre tantos casos de no menor interés, destaco los siguientes: el del aborto y el de los transplantes de órganos entre personas vivas. El primero, en tanto atentado a la vida humana, es ética y jurídicamente reprochable. Sin embargo, como se observa en la gran mayoría de los sistemas jurídicos comparados, resulta excepcionado cuando media un grave peligro para la vida de la madre (es el llamado “aborto terapéutico” –cfr art. 86, inc. 1º del Código Penal de nuestro país-), de modo que esa “finalidad” protectoria de la vida de la madre “cambia la especie del acto” del aborto. Dicho en otros términos: la afectación del bien jurídico “vida” (del nasciturus) es justificada si existe otra “vida” (de la madre), es decir, otro bien jurídico de idéntico rango, en grave peligro y, naturalmente, siempre que no puedan salvaguardarse ambos bienes que, como se verá en la Unidad de Aprendizaje IX es el objetivo primordial y primario de la interpretación de los derechos constitucionales. Por su parte, el segundo, en tanto supone, cuanto menos, la afectación del derecho natural a la integridad física la donante es, asimismo, ética y jurídicamente reprochable. Es que, si bien se mira, la dación entraña un “intercambio” por el cual una persona, con el ánimo (altruista cuando no movida por intereses de otra índole –v. gr., económicos-) de favorecer a otra se perjudica a sí misma, lo que resulta inadmisible con sustento en lo expuesto en la Unidad de Aprendizaje I, ya que la dadora ha dejado de dominar su propio ser o, para seguir la conocida distinción kantiana, se ha transformado en un “medio”, en lugar de un “fin”; en un objeto y no en un “sui iuris” (sujeto de derecho). Sin embargo, en determinados supuestos y siempre que se reúnan ciertos requisitos inexorables, dicho principio cede, tal y como ha sido reconocido por la generalidad de la legislación comparada. Así, en cuanto concierne al ordenamiento jurídico nacional, tanto la vieja ley 21.541 como la actual 24.193 autorizan las daciones entre vivos si median las siguientes condiciones: a) como último recurso, es decir, cuando “no exista otra alternativa terapéutica para la recuperación de la salud del paciente” (art. 2º); b) si se garantiza razonablemente la salud de la dadora ya que “únicamente podrá efectuarse la ablación de uno de dos órganos pares o de materiales anatómicos cuya remoción no implique riesgo razonablemente previsible que pueda causar la muerte o incapacidad total y permanente del dador” (art. 12) y c) si se acota a parientes en grado muy próximo (“en tanto el receptor fuere con respecto al dador, padre, madre, hijo o hermano consanguíneo” o, ante “circunstancias excepcionales justificadas”, si se tratare de cónyuges entre sí y de padres con hijos adoptivos –art. 13-), con el inocultable propósito de evitar finalidades espurias pues se supone que en esta materia gravita un espíritu de solidaridad alejado de connotaciones que invalidarían, en los términos del art. 953 del Código Civil a la dación. Como se aprecia con facilidad, la diversa finalidad tenida en mira por el legislador “cambia la especie de los actos”, transformando en permitida (y hasta en deseada), atenta las circunstancias recién expuestas, un acto de suyo vedado por la ética y el derecho. ii) Cantidad y cualidad Para Hervada, “cantidad y cualidad son criterios de ajustamiento de las cosas”. Así, la primera “ajusta cosas por igualdad numérica”, en tanto que la segunda “iguala las cosas”. El impacto de estos factores sobre la praxis jurídica es intenso. En lo que sigue, lo ilustraré con un caso fallado por la Cámara Nacional en lo Civil de la Capital Federal en el que se debatió el ajuste de las cuotas alimentarias debidas entre cónyuges divorciados. Así, en cuanto concierne al primer elemento –cantidad-, el Tribunal expuso lo siguiente: “probado el deterioro de la moneda, no queda otra alternativa que la adecuación de la cuota”, toda vez que “dicho reajuste no implica un crecimiento real de la pensión sino (…) el mantenimiento del contenido intrínseco de la obligación, reajustando sólo su expresión nominal” (énfasis añadido). Por ello, añade, corresponde hacer lugar a la queja de la actora “de suerte que el incremento real de la pensión se resolverá sobre la base de la cifra actualizada, al día de la fecha, de conformidad con la variación del índice de precios al consumidor –nivel general- suministrado por el INDEC, lo cual arroja la suma aproximada de $ 3.200” Como parece obvio, la “medida” de la cuota y, por tanto, el “ajustamiento” al que se arriba, no es consecuencia de una “convención” de derecho positivo (entendiendo por tal tanto a un acuerdo libremente asumido por los padres como a una imposición judicial) ni, tampoco, de un análisis abstracto de la naturaleza humana (la cual, en tanto que tal, sólo me proporciona el “título”; “bien” o “derecho” natural a los alimentos, más no su “medida”), sino, primariamente, de un conjunto de factores o elementos que proceden de la “naturaleza de las cosas” y que condicionan o predeterminan el eventual acuerdo entre los padres o, en su defecto, la determinación judicial. Por de pronto, se parte del recién mencionado dato natural –y, por tanto- objetivo de que toda persona tiene, por su condición de tal, “derecho natural” a los alimentos. Pero, con ello, apenas se ha comenzado el proceso de determinación de lo justo concreto. A lo dicho, debe agregarse otro elemento objetivo, a saber, el “deterioro de la moneda” consecuencia de un factor igualmente objetivo: la inflación. Tales elementos “ajustables”; “medibles” o “comparables” como expresa Hervada son, pues, un dato de la realidad y, por tanto, se imponen a las partes, quienes, ante su existencia, se ven compelidos a modificar una “medida” positiva, reajustándola de conformidad con tales elementos. Dicho de otro modo: la alteración no debe ser arbitraria sino, para seguir la conocida terminología constitucional, “equitativa” o “proporcional”, es decir, lo estrictamente necesario (ni más ni menos) para que sirva a la finalidad a la que se destina: proveer alimentos en medida suficiente a las necesidades de los menores. La consideración con la concluí el párrafo anterior sirve para introducir el segundo elemento –cualidad-. En relación con este factor, el fallo bajo examen, expresa que “a efectos de estimar las necesidades de los menores, debe tenerse en cuenta el nivel socio-económico y cultura del que éstos gozaban hasta el momento en que se desencadenó el conflicto paterno. Para ello, para la fijación del ‘quantum’ se tendrá en cuenta la condición económica y social de las partes, a través de sus actividades y sistemas de vida” (énfasis añadido). Se trata, pues, como dice Hervada, de “iguala[r] las cosas”, en el caso, la prestación alimentaria en función de la cualidad de vida de que gozaban los menores antes de la separación conyugal. Una vez más: no existe un baremo convencional (en el sentido de que los padres o, llegado el caso, el juez, discrecionalmente acuerdan un monto para atender un cierto estándar de vida), sino que tal baremo surge, primariamente, de un dato objetivo de la realidad que condiciona o predetermina el acuerdo al que lleguen los padres o, en su defecto, el juez: el modo o “cualidad” cómo los menores vivían cuando los padres no estaban separados. Es este dato, pues, el que debe detectarse o ponderarse (“ajustarse” o “igualarse” como dice Hervada) a fin de preservar el status quo de que gozaban los menores con entera prescindencia de las de las contingencias conyugales de sus padres. iii) Relación Enseña Hervada que “por la relación se miden ciertos derechos y deberes que nacen de la posición relativa de unos sujetos con otros o de unas cosas con otras” y ejemplifica con el caso de “los derechos inherentes a las relaciones paterno-filiales”. A este respecto, en el ejemplo que se ha adoptado en el punto anterior se lee lo siguiente: “Esta sala ha dicho reiteradamente que, aunque el deber alimentario pesa sobre ambos padres, el que corresponde a la madre debe sopesarse con las circunstancias de cada caso, teniendo en cuenta su edad y la de sus hijos. Sobre esas pautas, su contribución se complementa con el cotidiano aporte en especie, que se traduce en la supervisión y control de sus hijos de muy corta edad” (énfasis añadido). Lo recién transcripto permite efectuar un doble orden de consideraciones. En primer término, es obvio que la relación conyugal genera en cabeza de ambas partes (marido y mujer) deberes alimentarios respecto de los hijos, conclusión que no viene primariamente impuesta por el ordenamiento positivo sino por la propia “naturaleza de las cosas”: la procreación de un vástago origina, de suyo, una relación paterno-filial que lleva anejo (o naturalmente) precisos derechos-deberes recíprocos, uno de los cuales es el alimentario aquí objeto de análisis, el cual se despliega como un “título”; “bien” o “derecho” natural de los hijos y, en cuanto interesa al ejemplo que se glosa, como un “título”; “bien” o “deber” natural de los padres. En este contexto, si el legislador opta por positivar dichos “títulos” en el ordenamiento jurídico (como sucede de ordinario en el derecho comparado, tal y como dan acabada cuenta, entre otros, los arts. 265 a 272; 277 a 280; 285/286 entre otros del Código Civil argentino), se está frente a la plausible y, probablemente, inevitable voluntad de “tecnificación” de un ordenamiento jurídico, según se tendrá ocasión de ver en la Unidad de Aprendizaje VII, más, es claro, tal temperamento en modo alguno cambia el carácter natural de la relación: que los padres tengan “la obligación y el derecho de criar a sus hijos, alimentarlos y educarlos”, según reza el art. 265 de nuestro Código Civil no es sólo consecuencia de que así lo estatuye la norma, sino que surge de la “naturaleza de las cosas”, esto es, de misma relación paterno-familiar, más allá de lo que en relación a esa índole de relaciones disponga el artículo recién citado o aún con prescindencia de toda regulación legal de esa materia. Y, en segundo lugar, parece también claro que la “posición relativa” de cada uno de los sujetos puede dar lugar a diversas maneras de ejercitar los derechos-deberes respectivos, tal y como se observa en el caso bajo examen. En efecto; mientras una dimensión de las obligaciones del padre (pues se entiende que no es la única) se canaliza a través de una cuota dineraria; un aspecto de los deberes maternos (pues tampoco es el único) se despliega a través de la supervisión de los hijos atento vivir con ellos. Como es obvio, el factor ontológico “relación” como criterio de “ajustamiento” o de “igualación” del variado haz de vínculos que ofrece la vida asume manifestaciones diversas que, si bien terminan siendo positivadas por el legislador o por la jurisprudencia, son el resultado de determinaciones que vienen dadas por la propia índole de la relación, esto es, por la misma “naturaleza de las cosas” que mide los términos de una relación según criterios de “dinero” o de “valor” (o especie) que fluyen de la cosa misma y a raíz de lo que ésta significa (“ex re” e “in re”), más allá o en ausencia de la intervención positiva. Tiempo Finalmente, escribe Hervada que “los derechos y deberes pueden tener como factor de ajustamiento natural el tiempo”, el cual es “inherente a los bienes que, en cada caso, constituyen los derechos naturales”. Como es claro, tanto la legislación como la jurisprudencia se han hecho eco de este factor. En cuanto concierne a lo primero, el autor citado señala que “pueden surgir como derechos o deberes temporales (v. gr., los deberes de los padres suelen decaer o aminorarse con la mayoría de edad del hijo)” o “puede estar sometido al tiempo el comienzo del disfrute del derecho (v. gr., el derecho a casarse), etc.”, criterios éstos que han sido ampliamente positivados por las legislaciones comparadas. Así, y para seguir con los ejemplos hervadianos, los deberes derivados de la patria potestad definida en el art. 264 del Código Civil principian “desde la concepción” de los hijos y subsisten “mientras sean menores de edad y no se hayan emancipado”, esto es, en cuanto a lo primero, hasta los cumplir los 21 años (art. 126 del citado código) y, en lo relativo a lo segundo, siempre que no procedan las reglas previstas en los arts. 128, siguientes y concordantes del referido cuerpo. A su vez, el derecho a casarse opera, como regla general, a partir de los dieciocho años en el caso del hombre y de los dieciséis en el supuesto de la mujer (art. 166, inc. 5º del Código Civil), salvo que acaeciere una dispensa judicial en las condiciones previstas por el art. 167 de dicho cuerpo. De lo dicho surge nuevamente con claridad que si bien las “medidas” recién precisadas son de indudable índole positiva en tanto resultan la determinación discrecional del legislador, tal concreción en modo alguno luce arbitraria sino, más bien, la consecuencia de un dato previo que la condiciona: el hecho (la capacidad o condición física y metafísica) de poder asumir y ejercer en los ejemplos suministrados (mayoría de edad y casamiento) las posibilidades; facultades y responsabilidades inherentes a tales estatutos. Pues es claro que si bien el legislador puede “ajustar” (es decir, “medir”) la mayoría de edad al momento que le plazca, una decisión que la sitúe a los 10 años (“medida” positiva) sería absurda cuando no aberrante desde la clave de la “naturaleza de la cosas”. Y otro tanto cabe decir del restante ejemplo, del cual la célebre polémica entre “sabinianos” y “proculeyanos” que ilustra el derecho Romano tiene siempre como fundamento la posibilidad misma de la comprensión psicológica (metafísica) de los cónyuges del acto matrimonial y la capacidad física para llevarlo a cabo (y que entonces se denominó “pubertad”). A su vez, en cuanto concierne a lo segundo, las referencias son constantes. Entre otras, mencionaré dos ejemplos procedentes de nuestro Alto Tribunal. El primero es la disidencia de los jueces Boggiano y Cavagna Martínez en una causa en la que la actora pedía que los alimentos reclamados se concedieran no desde el momento del reclamo sino a partir del nacimiento del fruto de la relación. En dicho voto y en cuanto aquí interesa, se señaló que “tratándose del derecho alimentario de los hijos respecto de los padres, cuya raigambre constitucional es innegable, las normas de fondo que lo reconocen y la misma naturaleza de las cosas, determinan su existencia desde el nacimiento”. El dictum es, pues, claro ya que el debito alimentario tiene un punto de inicio que condiciona por completo la voluntad humana: el nacimiento mismo de la persona. Se trata, pues, de un dato que “ajusta” o “mide” la existencia y, en su caso, el ejercicio de un derecho y que, como expresa inequívocamente el voto citado, no solamente es consagrado por el ordenamiento jurídico, sino que fluye de la “naturaleza de las cosas”, a saber, el “tiempo” constituido, en el caso, por el alumbramiento del hijo de la relación. De ahí que -y esto es lo relevante-, el derecho positivo no está creando el derecho alimentario, sino que asume ese dato, el cual tiene su origen, de manera objetiva, en lo que la vida misma indica, es decir, en lo que aquí se llama la “naturaleza de las cosas”. El segundo ejemplo es el conocido precedente “Iachemet”, por el que el Alto Tribunal declaró la inconstitucionalidad de la ley de “emergencia” 23.982 en cuanto, en lo esencial, consolidaba las deudas del Estado Nacional vencidas o de causa o título anterior al 1º de abril de 1991 que consistan en el pago de sumas de dinero cuando el crédito haya sido reconocido por un pronunciamiento judicial y ordenaba su pago en bonos a 16 años de plazo (conf. arts. 1º; 10 y 11). Al respecto, el Tribunal entendió que la medida afectaba irremediablemente el derecho constitucional de propiedad de la actora, una mujer de 91 años a quien la Nación había reconocido la deuda por diferencia de haberes jubilatorios. Así, el juez de primera instancia expresó que las normas «resultan inaplicables en las especialísimas circunstancias del caso», pues al tener la actora 91 años de edad, "darle a su crédito el tratamiento de consolidación allí instrumentado, importaría, en los hechos —esto es, en el desenvolvimiento natural de éstos—, la negativa implícita al pago, contrariando la voluntad del legislador (...) que, en definitiva, parte de reconocer la voluntad de pago del Estado Nacional..." (consid. 1º) (el énfasis es mío). Por su parte, la Corte luego de ubicar a la ley en el círculo de las disposiciones dictadas como consecuencia de una situación de emergencia económica (consid. 11, 2º párr), recuerda su doctrina sobre esta materia, según la cual si bien ante tales circunstancias el goce y ejercicio de los derechos constitucionales puede ser válidamente restringido, dicha restricción sólo se reputa constitucional si es "temporal", de forma de no cercernar la "sustancia" de aquellos derechos (conf. consid. 10). Sentado lo anterior, afirma que la norma impugnada no respeta la suspensión "temporal" de los derechos, ya que "resulta virtualmente imposible que la señora Iachmet, conforme el desenvolvimiento natural de los hechos, llegue a percibir la totalidad del crédito reconocido..." (consid. 11, 4º párr., énfasis añadido). Como surge de lo recién expuesto, es palmario que un factor que en modo alguno procede del acuerdo humano ha sido determinante para “medir” o “ajustar” el ejercicio de un determinado derecho, en el caso, el derecho de propiedad de la actora. Si bien se mira, en el supuesto bajo comentario la Corte examinó, como se verá en la Unidad de Aprendizaje VII una “medida” positiva, a saber, el plazo de 16 años establecido por el legislador a fin de gozar de los créditos reconocidos. Y, al cabo de su análisis “en correspondencia” con la situación vital considerada (la ya referida “igualación” entre la “norma legal (deber ser) y las situaciones vitales reales (ser)” de los autores alemanes), el Tribunal concluyó que dicha “medida” era irrazonable o, derechamente, injusta y, por tanto, inconstitucional. ¿Cuál fue, pues, la razón, el tertium, que determinó tal parecer? La respuesta es clara: un factor que se le impone a los jueces y condiciona su obrar, a saber el “tiempo” natural de la actora; sus 91 años que clamaban una solución acorde con esa “naturaleza de las cosas” y que –esto es muy relevante y será analizado in extenso en el citado capítulo VII- forma parte del ordenamiento jurídico como una “medida” natural que permitió –esa medida (siguiendo a Kaufmann, “situación vital real”) y no la “medida” positiva (“norma legal”)- otorgar el uso y disfrute inmediato del “derecho”; “título” o “bien” natural de propiedad (“determinación del derecho”). Unidad de Aprendizaje IV Las fuentes del derecho 1. Introducción El tema de las “fuentes del derecho” ha fatigado a los autores del período de configuración y desarrollo del derecho “moderno”, cuanto menos desde Savigny, quien, como recuerda Zuleta Puceiro, efectúa en su famosa obra System der heutigen römischen Rechts de 1840 (Sistema de Derecho Romano Actual) “el primer tratamiento sistemático de las fuentes del derecho, inaugurando así una de las tradiciones científicas fundamentales de la dogmática jurídica”. Desde entonces, como expresa Cueto Rúa, “el tema de las fuentes del derecho es uno de los más complejos de la Teoría General del Derecho”. Sin embargo, no siempre las cosas fueron así pues, como se verá enseguida, éste no ha sido un tema central del pensamiento greco-romano y, menos, de la época medioeval y, aún, renacentista. El presente es, por el contrario, un tópico del derecho “moderno” básicamente porque para éste el derecho vino a subsumirse a la “ley”, de modo que todo aquello que escapara a ésta no debía, en sentido estricto, ser considerado como jurídico. Sobre tales bases, el problema quedó planteado porque, a pesar de esa decisión de política legislativa, las fuentes “clásicas” de conocimiento del derecho aparte de la ley (“costumbres”; “jurisprudencia” y “doctrina de los autores”), siguieron actuando en la mente de los operadores jurídicos y, por ende, en la práctica social, por lo que su ubicación y tratamiento fue centro de un debate intenso que, evidentemente, puso a prueba la consistencia interna del propio derecho moderno. Tengo para mí que la cuestión que se tratará a continuación es de relevancia incuestionable para el mundo jurídico, pero de complejidad menor. Esto último obedece a que, agotado el modelo del derecho “moderno” en sentido puro y reconocida la “pluralidad” de fuentes en el marco, como se verá en el próximo capítulo, de un sistema “abierto”, el derecho dispone de diversas vías de conocimiento y de autoridad que, todas de consuno, se orientan a la elucidación del derecho justo. 2. Etimología. Significaciones diversas Observa Llambías que “la palabra ‘fuente’ indica en su primera acepción el manantial de donde surge o brota el agua de la tierra”. Pero, añade, “en nuestra ciencia se usa la voz en un sentido figurado para designar el origen de donde proviene eso que llamamos derecho”. Esta nota ya se encuentra presente en la tradición jurídica greco-romana, usualmente denominada “clásica” por oposición al ya referido derecho “moderno”. Así, como recuerda Zuleta Puceiro, “ya Cicerón utiliza la expresión fons para referirse al origen primero del derecho, en tanto que Tito Livio la utiliza, del mismo modo que Pomponio, para calificar a las XII Tablas como fuente de todo derecho, público y privado”. Semejante es la primera conceptualización que suministra Cueto Rúa, para quien, como la “palabra ‘fuente’ es multívoca”, con ella “se puede aludir al origen del derecho, es decir, a las causas que lo han creado o configurado tal cual es”. Pero, añade éste último autor, “también se ha interpretado la misma palabra en el sentido de manifestación del Derecho, es decir, como la expresión visible y concreta del Derecho mismo” similar a lo que en Llambías se conocen como “medios de expresión del derecho” y que, a juicio de este autor, es el sentido más “exacto” de la voz bajo estudio. De igual modo, agrega Cueto Rúa, “para otros fuente significaría la autoridad de la que emana el Derecho”, tal el caso, por ejemplo, del legislador o, en fin, “se ha atribuido a la misma palabra el significado de fundamento de validez de las normas jurídicas. Por lo tanto, las fuentes serían las normas jurídicas superiores en la que se subsumen otras de jerarquía normativa inferior para ganar validez formal”. 3. Clases de “fuentes” La referida multivocidad de significados ha generado cierto desánimo en muchos autores. Como puntualiza Zuleta Puceiro, “a juicio de Petrazytcki, esta ambigüedad torna anormal e indefendible desde un punto de vista lógico todo intento de aplicación fructífera al ámbito jurídico”. Sin embargo, tal desánimo no puede superar los márgenes del derecho “moderno”, dominado como reconoce Petrazytcki, por un razonamiento exclusivamente lógico. Pero si se evaden tales márgenes, el tema adquiere una perspectiva diversa. De modo más abarcador, Zuleta Puceiro lo reconoce cuando señala que “la ‘fuente’ de las ‘fuentes’ es en definitiva la realidad misma del proceso histórico y las formas diversas que la cultura jurídica de Occidente reviste en el curso de su evolución y transformación”. Y, de forma más próxima al obrar jurídico concreto, Cueto Rúa puntualiza que las fuentes son, en definitiva, el ámbito al que abogados, jueces, legisladores y juristas “han acudido históricamente en busca de respuesta para sus dudas”. ¿Cuáles son tales “fuentes”? La tradición histórica; en ciertos casos la legislación y, fundamentalmente, la praxis jurídica, han reconocido cuatro: leyes, costumbres, jurisprudencia y doctrina. En ese horizonte, explica Cueto Rúa, “las fuentes del derecho son, justamente, los criterios de objetividad de que disponen jueces, abogados y juristas para alcanzar respuestas a los interrogantes de la vida social que sean susceptibles de ser compartidos por los integrantes del núcleo”. Y bien: ¿cómo se observan tales “criterios de objetividad”? Aquí Cueto Rúa busca inspiración en la idea de “fuerza de convicción” acuñada por su maestro Carlos Cossio. En efecto; si se tiene en cuenta, por ejemplo, el caso de la jurisprudencia, explica Cueto Rúa que “la fuerza de convicción de una sentencia surge cuando ella encuentra apoyo en una norma general en que subsumirse, ganando así validez lógica (…) y además cuando ella concuerda con las valoraciones vigentes. En otras palabras: no basta que la sentencia sea lógicamente impecable. Debe también realizar positivamente los valores jurídicos”. Sin embargo, es preciso añadir algo más: se descuenta, para seguir con el ejemplo, que toda sentencia ha de estar dotada (o, cuanto menos, pretende estar revestida) del valor de justicia para, de tal forma, obtener los valores de seguridad, orden y paz. Empero: ¿cómo resultan determinados? Cossio, siguiendo a Husserl, explica que “las valoraciones, siendo individuales, no tienen otra garantía contra lo arbitrario y personal que regirse por valores objetivos” y a este respecto, “los valores objetivos de las valoración jurídica son fundamentalmente históricos. Por consiguiente, habrá fuerza de convicción científicamente hablando, cuando la sentencia judicial ajuste su valoración a patrones históricos vigentes”. Como es obvio, la exigencia de “fuerza de convicción” también vale para la “ley”, las “costumbres” y la “doctrina”. En definitiva, todas ellas resultan ser “hechos sociales, susceptibles de valoración directa, en los que se traduce un determinado criterio para la solución de los conflictos de intereses”. Así, respecto de las leyes, éstas remiten al punto de vista de los legisladores, traducidos en conceptos normativos”, en tanto que la doctrina “suministra otro criterio de objetividad, el que surge de la enseñanza de los especialistas, de los llamados jurisprudentes, o juristas, o científicos del Derecho”. A su vez, en relación a la jurisprudencia “el órgano que ha de resolver un conflicto individual puede ver corroborado o controvertido su punto de vista, por las decisiones de otros jueces en casos similares”. Finalmente, la costumbre señala “cuál ha sido la reacción espontánea e intuitiva de los integrantes del grupo social ante un conflicto que exigía la elección de un determinado rumbo. La objetividad aquí es la que suministra calladamente la conducta social en su acaecer. Y a menudo, ese silencioso testimonio es mucho más elocuente que el brillante voto de un gran juez, o la inspirada página de un jurista, o la meditada formación de un legislador”. Ahora bien: antes de efectuar un análisis sistemático de las fuentes del derecho, conviene efectuar algunas precisiones básicas destinadas a ubicar el tema en su contexto histórico, ya que su empleo (o no) y su relevancia (mayor o menor) se hallan en directa dependencia de la filosofía y de la política dominante en cada momento. De ahí que sea útil la sistematización desarrollada por Cueto Rúa: “primero: no siempre se ha acudido a todas estas fuentes. Ello ha dependido del grupo social, pueblo o comunidad de que se tratase, y del momento histórico en que surgieron los interrogantes (…) Segundo: no existe entre las fuentes un orden fijo de prelación. Cuál sea la más importante, es también algo referido a la peculiar situación histórica de que se trate (…) Tercero: la mayor o menor gravitación de las fuentes depende también de la naturaleza del sujeto que se dirige a ellas en busca de respuesta a sus interrogantes”, de modo que “…no es difícil comprender que para el legislador puedan revestir mayor importancia, como fuente, la costumbre o la doctrina, en tanto que el Juez pueda ser más sensible a la influencia de la ley y la jurisprudencia”. 4. Las fuentes del derecho en la historia a) El “Derecho Común” Se ha adelantado ya que, en tanto tópico autónomo de la teoría general del derecho, el tema de las fuentes del derecho recién presenta carta de ciudadanía con la “modernidad”. En efecto; en el extenso período que va del redescubrimiento de los textos romanos en la tardía Edad Media, a la codificación, la vida jurídica europea gira en torno de un conjunto plural y hasta caótico de textos e interpretaciones que obedecen más a un espíritu práctico que a un afán científico (a pesar de que éste último ya es perceptible con la tarea de los “glosadores” y alcanzará su plena madurez con la Escuela Histórica en la Alemania de principios del siglo XIX). En efecto; como refiere Zuleta Puceiro -a quien se sigue en este punto-, junto a los escritos de procedencia romana recién citado coexisten “el derecho divino revelado; el derecho eclesial positivo; el derecho natural y el derecho consuetudinario generalizado”, además del incipiente derecho positivo o ius proprium legal de cada comunidad política, el cual se halla en lenta pero firme formación. Pues bien: ¿cuál es el papel que desempeñan en el contexto recién citado los textos romanos? Por de pronto, cabe precisar que éstos no son, en el plano formal, superiores a los demás, ya que se integran dentro de lo que podría llamarse el “orden romano-cristiano como orden jurídico universal” y que, en última instancia, está en la base de lo que se conoce desde entonces como “ius comune” (“derecho común”). Este último, en consecuencia, se constituye por el derecho “romano” y el derecho “canónico”, los cuales, si bien “no forman un solo ordenamiento ‘aparecen recíprocamente vinculados en una relación que hacía de ambos un sistema único de normas universales: unum ius [“un solo derecho]”. Sin embargo, en el plano técnico-material –y mientras no perturben los principios de la religión católica-, es indudable su prevalencia. En efecto; la inserción del derecho romano en la Europa medieval tendrá una doble apoyatura: por un lado, su misma sabiduría y, por otro, su uso político. Lo primero es bien explicado por Hernández Gil y Cienfuegos, cuando expresan: “la expansión del derecho romano, más que a la potestas, fue debido a su auctoritas asentada en la nobleza de los jurisconsultos romanos. Era, ante todo, una auctoritas que reflejaba la racionalidad, la ductilidad, la equidad, la sutileza y, en fin, la intrínseca bondad del derecho romano como creación del espíritu humano”. A su vez, lo segundo se aprecia, como apunta Zuleta Puceiro, porque hacia el siglo XI se abre camino la convicción de que el “imperio alemán es el sucesor de los emperadores romanos, por lo cual ‘el derecho romano, como derecho del imperium romanum es el derecho imperial y, como tal, derecho propio, del Imperio de Occidente’ que representa de este modo la universalidad del imperio. El vivere secundum legem romanam es así prueba de pertenencia a la orbe imperial”. Lo expuesto muestra con claridad, pues, la vigencia del derecho romano como “última ratio” del ordenamiento jurídico. Zuleta Puceiro lo explica cuando expresa que “los textos del derecho romano se consideran nutridos de buena razón y de equidad en cuanto no contradigan los preceptos de la religión y los primeros principios del derecho natural. De ahí que a falta de disposiciones de ius proprium, legal o consuetudinario, escrito o no, se estimen como fuente de derecho supletorio con preferencia a las deducciones propias del razonamiento jurídico.”. En resumen, observa el autor citado -y esto es lo decisivo en orden al lugar y a la percepción que en este horizonte ostenta la teoría de las fuentes del derecho-, “en el modelo del derecho común, las fuentes se articulan en un conjunto dinámico en el cual de ningún modo podría reconocerse la imagen estática de la pirámide normativa postulada por la teoría moderna. La perspectiva de la acción imprime al conjunto, como rasgo esencial, la centralidad de la función jurisprudencial (…) La tensión entre lex e interpretatio se resuelve a favor del segundo de los términos, quedando así esbozado el perfil del primer modelo de resolución al problema de las fuentes en la experiencia de los sistema continental-romanista”. b) La “Codificación” El proceso de conformación de los “estados nacionales” europeos que tiene en la unidad de los reinos de España su primera gran concreción política a fines del siglo XV (1492) ostenta, como es natural, una influencia decisiva en el plano del derecho y, en consecuencia, en el tema que aquí interesa. En la concepción filosófica-política entonces dominante, la unidad de los estados requería, en lo posible, de una religión; una lengua; una administración pública y, de modo especial, un único ordenamiento jurídico dotado de una sistematización; completitud y claridad definitivamente crecientes. Ha llegado, pues, la hora de la racionalización del derecho, lo que supone una teoría y una práctica jurídicas que, a la vez, haga honor a lo que algo más tarde, en el plano político-constitucional, se conocerá como teoría de la “división de los poderes”. En ese horizonte, la dinámica codificadora que probablemente principia con el pretensioso pero al mismo tiempo ingenuo Código prusiano de fin del siglo XVIII, adquiere definitiva consagración con el Código francés de 1804, más tarde denominado “Code Napoleón”. Como expresa Zuleta Puceiro, “como pieza fundamental de la teoría jurídico-política del Iluminismo, la codificación está orientada a la formulación en lenguaje legislativo de la empresa de modificación revolucionaria de la sociedad”. En efecto; si se une a lo recién descrito el reconocimiento de derechos fundamentales de las personas a través de la célebre “Declaración de Derechos del Hombre y del Ciudadano” de 1789, se advierte que se ha cerrado el círculo de la positivación de la totalidad de la vida jurídica y, a la vez, se comprende con facilidad el éxtasis hegeliano cuando escribe que la Revolución Francesa es el momento en que los “filósofos” se convierten en “legisladores” Ahora bien: la referida racionalización del derecho, enseña el autor recién citado, es obra de la Escuela Histórica alemana, la que se estructura sobre dos ejes: “la historificación del concepto de derecho positivo y el método dogmático”. En cuanto a lo primero, “los conceptos acuñados por la cultura romana recibida serán absolutizados y proyectados a un nuevo ámbito histórico, cobrando el carácter de categorías lógicas universales, destinadas por un lado a posibilitar la sistematización científica según los cánones de la nueva ciencia y, por otro lado, a concretar la tarea política de unificar y homogeneizar la estructura del poder mediante el derecho”. A su vez, en relación a lo segundo, escribe: “favorecido por un clima preparado para la laicización del pensamiento jurídico, el individualismo de raíz hobbesiana, la duda cartesiana y jansenista, el protestantismo y el racionalismo filosófico, el Estado moderno está preparado, hacia las últimas décadas del siglo XVIII para producir una profunda revolución, pacífica y brutal, según los casos, que en el campo de lo jurídico se concretará en la formulación de una teoría sistemática de las fuentes del derecho”. Como es obvio, la formulación de esta teoría no es ajena a la configuración de los siguientes factores recordados por Zuleta Puceiro: “proyecto de autonomización del saber jurídico respecto del ámbito más general de la filosofía práctica, actitud de neutralidad frente al problema valorativo (...) adscripción dogmática al texto legal e identificación absoluta entre las nociones de ley y derecho”. Sentado el precedente marco teórico, la teoría de las fuentes del derecho no puede sino presentarse de manera asaz sencilla ya que, al reducirse la totalidad del derecho a la ley y quedar ésta circunscrita exclusivamente a lo que dicen los códigos, nada existe fuera de estos. Es, pues, en ese contexto en el que adquiere plena significación la idea de Bugnet, la que actúa como divisa del otro gran aporte teórico a la racionalización del derecho (junto a la “Dogmática Jurídica”), a saber, la Escuela de la “Exégesis”: “No conozco el derecho civil, sólo enseño el Código de Napoleón”. Como señala Zuleta Puceiro, “los primeros códigos apenas contenían indicaciones en materia de fuentes del derecho”, en tanto que “el Código francés en absoluto”. Este último, en efecto, ciñe toda esta cuestión al categórico art. 4 que, entre nosotros, Vélez Sársfield reprodujo en el art. 15 del Código Civil, según el cual se prohíbe la denegación de justicia “bajo el pretexto de silencio, oscuridad o insuficiencia de la ley”. Dicho en otros términos: sólo existen leyes y éstas son claras y perfectas, de modo que la posibilidad de no resolver una cuestión (el famoso y prudente non liquet de los romanos) está vedada en el derecho racional de la “Codificación”. En este contexto, pues, no hay espacio para las costumbres, las cuales se hallaban asociadas al “Ancien Régime” del que la Revolución exigía un total apartamiento y, menos, como apunta Zuleta Pucerio, para “el recurso a sospechosas e inciertas instancias como los principios del derecho natural o los principios generales del derecho”. En síntesis: bajo estos presupuestos, el derecho es la ley, por lo que la teoría de las fuentes del derecho de la “Codificación” logra la unidad; podía –ni, tampoco, aspiraba- a proporcionar. En efecto; para esta última concepción, la plural coexistencia de fuentes, asistemáticamente dispuestas en la vida socio-política de la época (derecho consuetudinario, ius propium positivo, principios generales del derecho; derecho romano; etc.) no era objeto de cuestión y, más aún, hasta era visto como una riqueza que cabía atesorar. Nada de ello puede subsistir bajo el orden ilustrado, demasiado dependiente de la completa racionalización del derecho y, por ende, de la verificación lógica de cada uno de sus pasos y de sus resultados. 5. Hacia una sistematización de las fuentes del derecho Introducción Sentadas las consideraciones históricas precedentes, en lo que sigue se examinará el tema de manera sistemática. A este respecto conviene, por de pronto, llamar la atención acerca de que si bien, según se había anticipado, como tópico de una teoría general del derecho, las fuentes del derecho es un tema del derecho “moderno” por antonomasia, en su configuración no ha podido dejar de recibir la influencia del derecho greco-romano que se prolonga en el Medioevo y en el Renacimiento, razón por la cual, a poco andar, sufrió matizaciones que redundaron en el reingreso de elementos precedentes de la tradición del “Derecho común Este dato no sólo es perceptible en muchos códigos de la época, según se verá, sino en buena parte de los ensayos de la doctrina. Entre estos últimos, entiendo útil citar la propuesta de Castán Tobeñas, quien formula una interesante (por lo omnicomprensiva) presentación de las fuentes del derecho a partir de un triple análisis del derecho. Si éste, en efecto, es visto como “facultad o atribución de personas”, entonces existen “fuentes de los derechos subjetivos”. Asimismo, si el derecho es considerado como “norma”, se está ante fuentes del derecho de tipo “objetivo”. Por último, si el derecho es visualizado como “ciencia”, la frase fuentes del derecho remite a las “fuentes del conocimiento del derecho”. La filiación “Dogmática” del autor surge nítida cuando, a continuación de lo recién expuesto, añade que “aquí nos referimos exclusivamente a las fuentes del Derecho objetivo, llamadas también fuentes legales o de origen”. Tal ha sido, en efecto, el tratamiento tradicional dado por los autores quienes, bajo este acápite, han aludido fundamentalmente a la ley y, de manera más o menos subsidiaria en función del tratamiento dado a la cuestión por cada código, a las costumbres, a la jurisprudencia; a la doctrina; a los principios generales del derecho o, en fin, a la equidad y al derecho natural. Como surge del sumario, no es este el tratamiento que aquí se dispensará al tema, el que pretende ser más abarcador, para lo cual, sin embargo y como se notará más abajo, la anteriormente aludida presentación de Castán resulta de suma utilidad. El planteamiento originario En línea de principio, la clasificación de las fuentes del derecho se estructuró en directa dependencia del tratamiento asignado al tema por parte de los distintos códigos. Con todo, como precisa Castán Tobeñas, fue posible establecer ciertos criterios básicos que no se infieren, estrictamente, de aquéllos, sino que -todavía en un horizonte de sentido claramente racionalista- nacieron con “el derecho posterior al Código”. Así, la doctrina distinguió entre fuentes “directas”, que son las que “encierran en sí la norma jurídica” (y que se ciñen a la ley y a las costumbres), y las “indirectas”, que “ayudan a la producción y a la comprensión de la regla jurídica, pero sin darle existencia en sí mismas” de modo que “más que fuentes del Derecho, son fuentes de conocimiento del mismo”. Como es obvio, dentro del grupo de las fuentes “directas” cabe una neta distinción: “las fuentes principales y primarias, de aplicación preferente (la ley) y las fuentes secundarias o subsidiarias, de naturaleza subordinada y carácter supletorio (la costumbre y los principios generales del derecho)”. Ahora bien: la mayor consideración teórica de las fuentes “primarias” puede verse a través de otras distinciones, siempre vigentes, tal la de fuentes “escritas (la ley, el reglamento) y las no escritas (la costumbre, los principios generales del derecho, etc.) o el distingo entre “fuentes estatales que “supone la creación directa del Derecho por el Estado a través de sus propios órganos, como la ley en su sentido más amplio (comprensivo del reglamento), y las fuentes extralegales o extraestatales, que crean el Derecho o lo reconocen a través de las fuerzas sociales, y especialmente dentro de los ambientes jurídicos, como la costumbre, la jurisprudencia, los principios generales del Derecho, la equidad, etc.”. Por último, ha sido clásico –aunque no menos criticado, como se verá más abajo-, el distingo entre fuentes “formales” y “materiales”. Expresa Castán Tobeñas que las primeras son “los modos o formas de manifestarse externamente el Derecho positivo (ley, costumbre, jurisprudencia, doctrina, etc.)”, en tanto que se conoce como “fuente material del Derecho a todo factor o elemento que contribuye a fijar el contenido de la norma jurídica. El carácter de las fuentes de esta clase es sociológico o metajurídico, y su número, ilimitado. Se citan como tales la naturaleza de las cosas, la necesidad o utilidad social, la tradición, la opinión cultural, etc. No cabe, en realidad, someterlas a catalogación”. Como se adelantó, el tono general de estas clasificaciones apunta a salvaguardar la teoría “moderna” del derecho asentada sobre la reducción del derecho a la ley codificada. De ahí que no deba sorprender, como confiesa Castán Tobeñas, que “dentro de los sistemas jurídicos modernos, de base legislativa, una opinión muy generalizada reduce a términos más sencillos la doctrina de las fuentes del Derecho positivo, al no admitir como tales más que la ley y la costumbre”, citando, en abono de su postura, la autoridad de Del Vecchio y de Enneccerus. Este último, en efecto, de modo muy claro puntualiza que “la norma hallada por el juez en caso de lagunas, a base de la analogía o de la idea del Derecho, ‘no se convierte con eso en Derecho objetivo, pues éste sólo puede establecerlo la voluntad colectiva. Las proposiciones jurídicas obligatorias sólo nacen cuando el contenido de esas decisiones se eleva a Derecho consuetudinario”. Aunque de manera crítica, como se verá más adelante, Cueto Rúa resume este proceso de manera semejante: “el pensamiento rector parece haber sido el de considerar fuentes formales” a la “normatividad general”. Así, “la ley, sería fuente formal porque ella expresa conceptualmente una imputación general elaborada por personas (los legisladores) a quienes el grupo social ha confiado tal tarea; y también lo sería la costumbre, porque del comportamiento repetido por los integrantes de un determinado grupo social, se extraen por los órganos del grupo social, normas generales”. Y añade este autor que “según la teoría tradicional, la jurisprudencia sólo sería fuente formal en el caso de que el ordenamiento jurídico vigente en la respectiva comunidad le atribuyera el carácter de obligatoria”. Por último, en lo tocante a la doctrina, expresa que “sólo en muy raras ocasiones podría ser considerada como fuente formal del Derecho. El ejemplo histórico más importante se encontraría en el Derecho Romano, respecto de los juristas a quienes el Emperador concedió el ‘ius respondendi ex autorictate principi’, es decir, el privilegio de hablar de manera obligatoria”. Por su parte, agrega, “fuentes materiales serían todos aquellos factores reales que gravitan sobre el ánimo de los jueces, los legisladores, los funcionarios administrativos, inclinando su voluntad en un sentido determinado en el acto de crear una norma jurídica”. La “reacción” por parte de la práctica legislativa y de la doctrina Ejemplos eclécticos de codificación Ahora bien: el rígido esquema formalista recién descrito no pudo conservarse de manera químicamente pura. En efecto; testimonio de ello lo constituyen, en el ámbito legislativo, tempranos y, obviamente, más tardíos ejemplos de codificación mucho más amplios y flexibles que el esquema prohijado, en la teoría, por la ya mencionadas “Escuela Histórica” alemana y “Escuela de la Exégesis” francesa y, en el plano de la doctrina, entre otras, la célebre obra de François Gény de fin del siglo XIX. En cuanto concierne al primer aspecto, es claro que la práctica legislativa no se avino de buen grado al simple expediente de la reducción del derecho a la ley, pues tal criterio no pudo soslayar la presencia de las costumbres; de los principios generales del derecho; de la equidad e, incluso, del derecho natural. A este respecto, los casos ya del siglo XIX del Código de Austria; del Código Albertino de 1835; del Código español en su hoy reformado art. 6º o de nuestro propio Código Civil de 1870 son bien conocidos en tanto importan una indudable ampliación de las fuentes del derecho al interior mismo del razonamiento codificador, en sentido contrario al esquema consagrado en el Code francés. A su vez, en la pasada centuria, otro gran ejemplo de esta tendencia es el Código Civil suizo, tantas veces recordado por la doctrina, cuyo art. 1º establece que a falta de una disposición legal o de una disposición creada por la costumbre, el juez resolverá “según las reglas que él establecería si tuviese que hacer acto de legislador”. Como apunta Salvat, a partir de la opinión de Rossel y de Mentha, esto implica “dejarle al juez la libertad de interrogar su razón, su experiencia y su conciencia; por consiguiente, la facultad de tener en cuenta los principios de justicia y las necesidades prácticas de la vida jurídica y social”. En cuanto al código de Vélez, la coexistencia de las tradiciones “moderna” y “clásica” es bien conocida. Como ejemplo de lo primero, entre otras disposiciones, cabe mencionar el art. 15 el cual, según se ha expuesto, repite, a la letra, el art. 4º del Code Napoleón y el viejo art. 17, en la medida en que señala que “el uso, la costumbre o la práctica no pueden crear derechos, sino cuando las leyes se refieren a ellos” (énfasis añadido). Sin embargo, los ejemplos que hacen honor a la cosmovisión del derecho “común” no son pocos ni menos relevantes. Por de pronto, el art. 16 –al que se aludirá nuevamente en los próximos capítulos, dada su importancia- constituye un notable ensanchamiento para la teoría “moderna” de las fuentes del derecho que, en cierto sentido, viene a “borrar con el codo” lo que se escribió en el art. 15, al no solamente poner entre paréntesis la claridad de las normas del sistema jurídico, sino al admitir que éste no es completo. Así, inspirándose en el ya citado Código de Austria y en diversos textos del Digesto y de las Partidas del rey Alfonso el Sabio (es decir, la “flor y nata” del derecho “común”), dispone que ante las falencias recién expuestas, resulta menester acudir, a fin de resolver los asuntos litigiosos, a “principios generales del derecho”, los que deben ser confrontados con las “circunstancias del caso”. Sobre tales bases, las referencias a los “principios” son constantes, tal y como sucede, entre otros, en la nota al art. 784 a propósito de la equidad, la cual, ha su vez, es mencionada explícita o implícitamente por doquier, como lo muestran, entre otras, las referencias que se leen en los arts. 515; 656; 666 bis.; 954; 1071 bis; 1198; 1316 bis; 1638; 1825; 3477 y 3754; 907; 1069 y 1306. La propuesta de Gény En 1899 este profesor de la Universidad de Nancy publicó Método de Interpretación y fuentes en el derecho privado positivo. Ensayo crítico [llamada a tener honda repercusión en el pensamiento jurídico continental al tratarse de un estudio crítico sumamente completo y acertado de los postulados nucleares de la moderna teoría del derecho. Como es previsible, la obra de Gény supuso una “bocanada de aire fresco” en la glosa doctrinaria al sistema de la “Codificación”, por lo que su importancia para el tema que aquí se considera no fue menor. En cuanto aquí interesa, como explica Salvat, “el profesor Gény rompe ante todo con la tradición de la ley como única y exclusiva fuente de derecho”, de modo que “cuando la ley no legisla expresamente la cuestión, en vez de buscar la solución del problema dentro de ella, el juez y el jurisconsulto tienen el derecho de buscarla en otras fuentes, de indagar otros elementos de la vida social, para extraer de ellos la regla de derecho aplicable a esa cuestión”. De tal modo, Gény divide las fuentes del derecho en dos grandes grupos: las “formales” y los “elementos objetivos revelados por la libre investigación científica”. En el grupo de las fuentes “formales”, el profesor francés distingue: a) la ley, que conserva su papel central en el círculo del derecho positivo; b) la costumbre, la cual -explica Salvat-, deja de cumplir el lugar excesivamente secundario que venía desempeñando en el sistema tradicional. Por el contrario, para Gény, “desde el momento en que una cuestión jurídica no se encuentra expresa ni implícitamente reglamentada por la ley, la solución debe buscarse ante todo en la costumbre, la cual adquiere así un alto valor como fuente creadora del derecho”, y c) en un escalón menor, aunque dentro del círculo de este grupo en virtud de su “alto valor moral”, se halla la tradición, integrada por la jurisprudencia y doctrina antiguas y la autoridad, constituida por la jurisprudencia y doctrina moderna. Como expresa Llambías, “simplificando esta enunciación los autores posteriores sólo mencionan la jurisprudencia y la doctrina sin atender a la época de su aparición”. El segundo grupo se origina en razón de que ocurre, con frecuencia, que una cuestión jurídica no puede resolverse con ayuda de las fuentes “formales” del derecho. Esta circunstancia, usual en sistemas poco desarrollados, no es ajena a un derecho codificado de modo que, como observa Gény, el juez “debe formar su decisión de derecho, según las mismas vistas que serían del legislador, si éste se propusiera reglar la cuestión”. Como se ve, este recurso no es otro que el diseñado por Aristóteles bajo el nombre de epikeia sobre el final del libro V de la Ética a Nicómaco al que ya se hizo tangencial referencia en la Unidad precedente, circunstancia ésta que revela el “retorno” de la tradición del “derecho común” al seno del “derecho moderno” y, en cuanto aquí interesa, la necesaria ampliación de la teoría de fuentes de derecho, más allá del estrecho planteamiento postulado por aquél. Pues bien: esa función del juez y del intérprete ordenada a la creación de una regla jurídica es conocida como “libre investigación científica: investigación libre, puesto que ella se encuentra aquí sustraída a la acción propia de una autoridad positiva; investigación científica (…) porque ella no puede encontrar sus bases sólidas, sino en los elementos objetivos que sólo la ciencia puede revelarle”. Pero, como añade Salvat glosando al profesor francés, “¿cuáles son esos elementos objetivos que la ciencia debe revelar al intérprete” en orden a lograr la regla jurídica faltante? Aquí, han de considerarse, por una parte, “los elementos racionales, es decir, los principios de orden natural, fundados en la conciencia y revelados instintivamente por la razón humana, por ejemplo, el principio de justicia; el de igualdad; la regla que nadie debe enriquecerse sin causa a costa de otro; etc.”. Y, por otra, “los elementos derivados de la naturaleza de las cosas positivas”, a la cabeza de los cuales hállase el “procedimiento de la analogía”, luego de lo cual merecen destacarse los “elementos derivados de la vida social”, como la organización moral; religiosa; económica, etc., los que deben “combinarse mutuamente sobre la base de que ellos respondan ampliamente a la idea de justicia y de utilidad social” pues éstas son, en definitiva, “lo que se persigue con la organización jurídica de un país”. En síntesis, a juicio de Salvat, si bien el sistema de Gény no desconoce el valor central de la ley, concede relevancia a otras fuentes del derecho, las que abrevan en la “realidad social” y se orientan a “la solución de las cuestiones jurídicas que diariamente se presentan” de modo de evitar “el estancamiento del derecho”, ya que éste, al entrar en contacto con dicha realidad “tiene forzosamente que estar en continua renovación y evolución”. De ahí que, en ese amplio campo que se abre al intérprete, no deben olvidarse aquellos principios que sin estar literalmente enunciados en el texto legal, surgen claramente de su espíritu y de la combinación de los textos” y a los que cabe otorgar “tanto valor y autoridad como el texto mismo de la ley”. Hacia la superación del distingo entre fuentes “formales” y fuentes “materiales” Como se dijo, la crítica abierta por Gény fue fecunda. Siguiendo las enseñanzas de Cossio, Cueto Rúa realiza una ajustada interpelación al distingo entre fuentes del derecho “formales” y “materiales” por considerarla artificiosa y, por tanto, irreal si se atiende la praxis del derecho. Así, y teniendo en cuenta la conocida caracterización de las fuentes como “materiales”, es decir, “todos aquellos factores reales que gravitan sobre el ánimo de los jueces, los legisladores, los funcionarios administrativos, inclinando su voluntad en un sentido determinado en el acto de crear una norma jurídica”, Cueto Rúa objeta que entonces “no podríamos limitar la nómina a la doctrina y la jurisprudencia, como se ha hecho tradicionalmente, sino que deberíamos incluir también los estímulos ambientales y los factores de predisposición subjetiva que, de hecho hacen sentir su influencia en el espíritu del órgano”. De ahí que, concluye, “la investigación sobre las fuentes materiales del Derecho podría transformarse en una investigación de psicología jurídica, cuando se trabajase sobre los factores predisposicionales, y de sociología jurídica cuando se operase sobre los factores ambientales”. Como es claro, tal propuesta parece desmesurada y, aún más que ello, irreal. Cueto Rúa lo explica como sigue: las leyes y las costumbres “no operan simplemente en el plano lógico-formal, como pareciera darlo a entender el hecho de que se las clasifique como fuentes formales”, ya que “el órgano no recurre a las fuentes solamente por una necesidad lógica, sino por una exigencia de otra índole: orientación y criterio de objetividad para determinar el sentido preciso de un fenómeno de conducta humana. Y en esta materia el juego de los principios lógicos es de escasa utilidad. Las leyes y costumbres son útiles como fuentes no tanto porque suministren apoyo lógico a la decisión que se adopte en definitiva, cuanto porque suministran un criterio material para discernir el sentido del caso en discusión y resolverlo de una manera que sea considerada valiosa por una pluralidad de los integrantes del grupo social. Es que las llamadas fuentes formales son también fuentes materiales”. El autor lo explica con diversos ejemplos. En relación a la ley, expresa que “el legislador ha establecido en el art. 1114 del Cód. Civil la responsabilidad de los padres por los daños y perjuicios ocasionados por sus hijos menores de edad”. Y añade: “el legislador suministra objetivamente un criterio para decidir quien debe soportar los daños causados por personas menores de edad. Al hacerlo ha valorado toda una serie de factores materiales: las relaciones familiares, la índole de la vigilancia y control que los padres ejercen sobre sus hijos; los riesgos que presenta la vida social en una determinada comunidad”. Para concluir que “es en mérito de todos estos antecedentes materiales articulados en la ley que ella constituye una fuente de Derecho idónea para la resolución de los conflictos jurídicos”. Asimismo, en relación con la costumbre explica que “de la reiteración prolongada” de cierto procedimiento “surge un entendimiento societario silencioso que facilita la coordinación de las conductas” de modo que aquella “no es sólo una fuente formal del Derecho, sino también lo es material”. Por su parte, tocante a la jurisprudencia precisa que ésta cumple la “inestimable función de otorgar progresivamente un sentido concreto a las abstracciones de las normas generales”, al tiempo que, también, “perfila una conducta humana como debida, en función de consideraciones axiológicas”. De ahí que, “en esas condiciones se hace muy difícil” negarle el carácter de fuente tanto formal como material. Y, por último, otro tanto sucede con la doctrina, que es quien acomete la tarea de analizar leyes, costumbre y jurisprudencia “explicitando sus posibilidades lógicas, desentrañando su sentido, anticipando imaginativamente situaciones para incluirlas o excluirlas en el contexto normativo, y adelantando esquemas de integración y coordinación con sus respectivos argumentos”. De ahí que, por virtud de tal tarea “gana condición de fuente formal y material del Derecho”. El planteamiento recién expuesto resulta marcadamente más convincente (por lo realista) que el de la “Codificación” ya que hace honor a cómo, en verdad, acontecen las cosas en la plano de la praxis jurídica en el que el recurso a la formalidad del sistema sólo tiene genuina aplicación si su contenido o materia resulta plausible o convincente y ello, como es obvio, vale para “ambas” clases de fuentes del derecho supuesto que tal distinción exista. Las fuentes del derecho de la “post-codificación” Como se señaló, el planteamiento codificador fue admitido “con beneficio de inventario” tanto en la práctica jurídica, como entre los doctrinarios, en especial, a partir de las postrimerías del Siglo XIX merced a obras como la ya citada de Gény o a los embates de la conocida “Escuela del Derecho Libre”. En definitiva; lo que pareció claro para los críticos de entonces y la realidad se ocupó de confirmar sin subterfugio fue que la propuesta de racionalización del derecho resultó incapaz de abarcar la variada y cada vez más compleja red de relaciones sociales. Ello provocó, primero, la necesidad de legislar “extramuros” de los códigos, lo cual, aún cuando no supuso un quiebre en la primacía de la ley como origen único del derecho, sí entrañó un revés –en el plano formal- para el ideal codificador. Como explica Zuleta Puceiro “los códigos pierden su carácter de ‘estatutos orgánicos’ del sector de la vida jurídica que regulan, superados por la proliferación de leyes especiales, dentro de un marco general de hipertrofia de la producción legislativa”. Y, después, supuso la admisión, sin más, y como genuinas fuentes jurídicas del resto de los factores otrora silenciados tanto en el plano científico, como en el de las legislaciones más ortodoxas. Dicho en otros términos: el siglo XX asistió a un creciente “pluralismo jurídico” que parece entroncar, nuevamente, con la tradición del “derecho común”. Pues bien: en el plano de la ley se observa una redefinición de su alcance tradicional, el cual se hallaba ligado a la idea de un legislador –como se verá en los próximos capítulos con más detalle- “ultraracional”. Así, apunta Zuleta Puceiro, “la descentralización del poder normativo, la generalización de los procesos de negociación legislativa y las formas diversas de participación corporativa, abonan el incremento acelerado de las legislaciones sectoriales, objeto de transacciones y negociaciones que, más allá de matices diferenciales de importancia, dan vida a la idea perenne del contrato social”. Sobre tales bases, Sternberg distingue entre la ley, a la que llama una forma “imperativa” de la declaración del derecho, de la convención, a la que considera como forma “cooperativa” de la declaración de aquél, siendo ejemplos de ésta última las “convenciones internacionales” y los “pactos colectivos de trabajo”. Como se observa, estas manifestaciones no debilitan la noción de ley pero, sin duda, la redimensionan respecto de su anterior formulación. De ahí que, expresa Zuleta Puceiro, “la teoría de las fuentes se ve así quebrada en sus presuposiciones fundamentales. Las características propias de la intervención de los poderes públicos en el sistema económico excluyen las notas tradicionales de generalidad y simplicidad en las formulaciones normativas. Intervenir es, en esta nueva fase, arbitrar, transar, suplir, reequilirar, distribuir, etc.”. Desde luego, la jurisprudencia ya no parece ser “fuente formal” del derecho, tal y como, por ejemplo, piensa Llambías, sólo cuando así lo dice la ley. Al respecto, Castán Tobeñas llama muy sugestivamente la atención acerca de la “coexistencia, indudable hoy, como en otros tiempos, de un Derecho formal y legislado y, al lado suyo, un Derecho Judicial, más individualizado, libre y equitativo que da cada vez mayor actualidad a una concepción pluralista del mundo del Derecho, que tal vez no satisface la lógica formal, pero es la única que acierta a traducir exactamente la realidad”. De igual modo, entre nosotros, Spota -aunque todavía preso, como Llambías, de la inútil distinción entre fuentes “formales” y “materiales”-, acierta, como Castán Tobeñas, en cuanto al diagnóstico que cabe a la jurisprudencia: ésta, dice, “como fuente del derecho –por lo menos como fuente material, es decir, aun cuando no resulte ser una fuente formal- impide que el proceso de cristalización del derecho ocasione el divorcio entre la ley y la vida del derecho, entre la norma y el derecho que en realidad rige”. De ahí que, añade, la jurisprudencia tienda a “tornar menos dilatada la separación entre la ley y la justicia” ya que, en el fondo y con cita de Stammler, no quiere ser “’abochornado escuchando el elogio muy relativo que se hace en el Wilhelm Meister de un burócrata: un hombre bueno y leal que, preocupado con el derecho, no alcanza a ver nunca la justicia”. Sentado lo anterior, advierte que “la jurisprudencia resulta ser el medio para remozar nuestros códigos y leyes”, como se observa en nuestros códigos civil y comercial, los que “han quedado recubiertos por una espesa capa jurisprudencial, que constituye aquel derecho vigente y que efectivamente se aplica. También nosotros podríamos aseverar lo que Josserand señaló en el prefacio de su Curso de derecho positivo francés: quien desee exponer el derecho privado de nuestro país y no tiene principalmente en cuenta la jurisprudencia, no expondrá el derecho positivo, aquel que se aplica en los tribunales, el cual, en definitiva, no sólo tiene vigencia legal, sino también eficacia real”. La precedente observación conduce a otra, de no menor relevancia: “si tenemos en cuenta que se ha formado, a través de la jurisprudencia, un uso forense –el usus fori- que completa, restringe o deforma el texto legal, y si se considera que el primer material sobre el cual trabaja la doctrina lo es la jurisprudencia, ya aprobándola, ya criticándola (…) entonces se comprenderá como nuestro derecho tiene, en alguna medida, más fisonomía de derecho consuetudinario que el common law anglo americano”, ya que “nuestra jurisprudencia, por su flexibilidad, por esa aptitud de ir adaptándose a las exigencias de la estimativa jurídica de cada día, no presenta la rigidez de la jurisprudencia inglesa o norteamericana, empeñada en la búsqueda del precedente o recurriendo a los juegos de ingenio de ‘distinguir’ para apartarse de la doctrina establecida en antigua especie”. Sobre tales bases, ya en 1934, Gurvitch, uno de los fundadores de la sociología jurídica, presentaba, bien que a “título provisional”, un listado de las “fuentes formales”: “1º Costumbre. 2º Estatuto autónomo. 3º Ley estatal y derecho administrativo. 4º Práctica de los tribunales. 5º Prácticas de órganos distintos de los judiciales. 6º Doctrina. 7º Convenciones, actos-reglas. 8º Declaraciones sociales (promesas, programas, sentencias (…)9º. Precedentes. 10. Reconocimientos de un nuevo estado de cosas por aquellos mismos a quienes lesiona”. Si se deseara establecer un paralelo entre esa ya casi centenaria presentación a título sugestivamente “provisional” con nuestra actual realidad jurídica, las semejanzas resultan categóricas. En primer término, no se discute la dimensión centralmente legislativa de nuestro elenco de fuentes de derecho, tanto en el ámbito más propio del Congreso federal como de los restantes poderes, de consuno con la generalidad de los sistemas contemporáneos (renglón 3º en el esquema de Gurvitch). A su vez, la casi vergonzante admisión de las costumbres en el esquema de Vélez en los términos en que fue redactado el ya citado art. 16, ha sido radicalmente sustituida, primero, por un uso jurisprudencial, que, después, fue incorporado –mediante la ley 17.711- a la norma recién citada que, en la actualidad, se lee como sigue: “los usos y costumbres no pueden crear derechos sino cuando las leyes se refieran a ellos o en situaciones no regladas legalmente” (renglón 1º). De igual modo, la propia anterioridad de las provincias argentinas a la constitución del estado federal está en la base de las facultades no delegadas a la Constitución Nacional y, por tanto, de su legislación propia (renglón 2º). Justamente, dicha realidad federal ha generado entre la Nación y las provincias “leyes convenios”, también llamadas “leyes contratos”, tal y como la actual ley 23.548 de Coparticipación Federal de Impuestos; el Convenio Multilateral sobre distribución del impuesto a los ingresos brutos, sancionado en Salta el 18/8/1977 (renglón 7º); el “Pacto Federal para el Empleo; la Producción y el Crecimiento” del 12/8/1993 (renglón 8º); el “Compromiso Federal” del 16/12/99; el “Compromiso Federal para el Crecimiento y la Disciplina Fiscal” del 17/10/00 o el “Acuerdo Nación-Provincias sobre relación financiera y bases de un régimen de coparticipación federal de impuestos” del 27/2/02 –ratificado por la ley 25.570- (renglón 8º). Asimismo, la mayoría de dichos acuerdos que, como ha señalado la Corte Suprema de Justicia de la Nación a partir del aporte de la doctrina de los autores, revela el “federalismo de concertación” de nuestro sistema jurídico, ha previsto órganos o tribunales con potestades jurisdiccionales de índole administrativa (cfr v. gr. art. 12 de la ley 23.548I) (renglón 5º). Por su parte, la importancia de la doctrina (renglón 6º) y de la práctica tribunalicia (renglón 4º) ha sido, desde sus orígenes mismos, incuestionable fuente generadora de derechos y, a partir de las soluciones de la jurisprudencia, de precedentes de seguimiento “quasilegal” (renglón 9º) que, más tarde, concluyeron por obtener consagración legislativa. Los ejemplos son constantes. Entre otros, puede señalarse el principio consagrado por el art. 1198, 2º parte del Código Civil –texto según la reforma de la ley 17.711 de 1968- y consistente en que “si la prestación a cargo de una de las partes se tornara excesivamente onerosa, por acontecimientos extraordinarios e imprevisibles, la parte perjudicada podrá demandar la resolución del contrato” (énfasis añadido). En efecto; la cristalización de este criterio fue consecuencia de la labor jurisprudencial ante las desvastadoras consecuencias del fenómeno inflacionario que, respecto de las deudas de “dinero”, puso en crisis el principio nominalista consagrado por Vélez en el art. 619. Por último, la fuente o renglón identificado bajo el número 10, si bien un tanto confuso, pienso que puede ser reconducido de manera satisfactoria si se reflexiona que algo más de diez años después de escribir Gurvitch aquél texto, al cabo de la Segunda Guerra Mundial y abrumada la humanidad por tanto agravio a la persona humana, el creciente pluralismo normativo habría de incorporar con rango excluyente a ésta última como fuente central del ordenamiento jurídico. Como se recordará, en su clasificación de las fuentes del derecho Castán Tobeñas había señalado que, al ser éste último una “facultad o atribución de personas”, necesariamente implica la existencia de “fuentes de los derechos subjetivos”. La persona con sus derechos inherentes es, pues, fuente de derecho y ello no solo en el ámbito nacional sino, además, en el internacional. En efecto; la esfera internacional ya no es más el campo exclusivo de los estados, sino también, y precisamente a raíz los desarrollos del derecho internacional de los derechos humanos, de los individuos. En las unidades dedicadas a la “Persona” y a la cuestión del “Derecho Natural” se han proporcionado elementos suficientes de cuanto acaba de decirse, a los que se remite. Unidad de Aprendizaje V El Sistema Jurídico Introducción Según se estudió en el capítulo anterior, la “Codificación” entraña que el derecho se manifiesta de manera única y exclusiva por conducto de leyes receptadas en cuerpos escritos. Como parece obvio, dicho postulado supone otro, frecuentemente implícito: la existencia de un legislador “ultraracional”, es decir, capaz de dar cuenta de toda la realidad de la vida entendida, claro está, en clave jurídica, y de hacerlo de una manera que no solamente no deja margen al error o, tan siquiera, a la duda (aspecto que será examinado en detalle en el próximo capítulo), sino que, además (y esto es lo que interesa tratar en el presente), se presenta de forma sistemática, esto es, de una manera ordenada; armónica y autosuficiente, lo cual supone concebir a dicha realidad jurídica de manera necesariamente completa y cerrada. Al examen de este aspecto se dedicará el primer tramo del capítulo. Ahora bien: que las cosas hayan sucedido de esa forma es algo que fue desmentido casi de manera paralela a su planteamiento. En efecto; la pretensión de un “sistema” integrado por normas claras; precisas; coherentes; económicas o no redundantes y que, además, fuera completo, no tuvo correlato en los ordenamientos jurídicos positivos a los que se pretendió dotados de tales características. Un estudio crítico de nuestro sistema legal procurará, en segundo término, dar cuenta de esta falencia o aporía. Sin embargo, la comprobación recién señalada no hubo generado (ni, menos, debería dar lugar a) una reacción “antisistemática”, sino que abrió las puertas para otra manera de asumir la idea de sistema, que se conoce como “sistema abierto” y a cuyo estudio se dedica la tercera parte del capítulo. Por último, admitida la necesidad de un “sistema” de la forma recién anunciada, se procederá a un análisis de sus elementos constitutivos: normas jurídicas (entendidas en un sentido amplio, esto es, como comprensivas de “leyes” o “reglas”, de un lado y de “principios”, de otro) cuya procedencia ancla en la naturaleza humana y en la naturaleza de las cosas y que, brevemente, se llaman derecho “natural” y normas jurídicas cuyo origen es el acuerdo o convención humana y que, brevemente, se conocen, como derecho “positivo”. El planteamiento del “Positivismo jurídico” La idea de “sistema” concebido como un conjunto de nociones y categorías que, respecto de lo jurídico, constituyen un todo dotado de un sentido unitario al que es posible acudir en busca de las respuestas que la ciencia jurídica proporciona en un momento determinado, se presenta como una consecuencia necesaria del ya mencionado afán racionalizador del derecho “moderno”. En efecto; la pretensión de presentar la realidad jurídica en cuerpos escritos (aspecto estudiado en el anterior capítulo a través del movimiento de “codificación”) exige, de suyo, que aquéllos gocen de un orden; armonía y autosuficiencia intrínsecas, es decir, de las notas propias del “sistema” recién planteado; características éstas que, como es obvio, resultan conditia sine qua non para el éxito de la empresa que, en el ámbito de la filosofía jurídica, se conoció como “Positivismo Jurídico”. Para esta corriente de pensamiento, cuyas notas más características se sintetizaron en la Unidad de Aprendizaje IV, el “sistema” a que hacen referencia la entera realidad del derecho –subsumida en la idea de “ley” (codificada o no)- ostenta las siguientes características fundamentales: supone la existencia de disposiciones claras; precisas; coherentes y económicas. A su vez, como se ha anticipado, tal sistema se presenta de manera rigurosamente ordenada; armónica y autosuficiente, de modo que es un producto completo; concluido y, por tanto, cerrado. Las aporías del sistema jurídico “positivista” Como se anticipó, a poco andar, la experiencia de la vida –eso que Gadamer, tan sugestivamente denominó el “aprendizaje de la modestia” y el “saber de la calle” - enseñó otra realidad. Las normas no siempre resultaron claras, sino que adolecieron de vaguedad. De igual modo, tampoco fueron precisas más, por el contrario, ambiguas. Asimismo, no se presentaron de manera coherente, sino que se desnudaron como contradictorias o inconsistentes, al tiempo que, lejos de ser económicas, se mostraron redundantes. Por último el sistema no resultó completo o autosuficiente, sino que ostentó lagunas, lo cual generó, como se verá, la necesidad de “abrirlo” En lo que sigue, según se había señalado, se examinarán estas aporías con algún detalle a partir de un estudio de nuestro ordenamiento jurídico. Vaguedad Como explica el profesor Carlos S. Nino, a quien se sigue (bien que no de manera puntual) en este tramo del capítulo, “la proposición expresada por una oración puede ser vaga a causa de la imprecisión del significado de las palabras que forman parte de la oración”. Al respecto, las vaguedades pueden ser de diverso orden. El caso más común es el de las palabras que “hacen referencia a una propiedad que se da en la realidad en grados diferentes, sin que el significado del término incluya un límite cuantitativo para la aplicación de él”. Y ejemplifica: “el art. 81, inc. 1º del Cód. Penal atenúa la pena al que matare a otro encontrándose en estado de ‘emoción violenta’”, de modo que, en este supuesto, “se da origen a una magnífica penumbra constituida por casos en los cuales vacilamos acerca de si la emoción de un sujeto tuvo o no el grado suficiente para podérsela calificar de violenta”. Pero hay más: como señala Nino, “una especie de vaguedad más intensa todavía (…) está constituida por palabras respecto de las cuales no sólo no hay propiedades que sean aisladamente indispensables para su aplicación, sino que hasta es imposible dar una lista acabada y conclusa de propiedades suficientes para el uso del término, puesto que siempre queda abierta la posibilidad de aparición de nuevas características, no consideradas en la designación, que autoricen el empleo de la palabra”. El ejemplo que ilustra esta categoría es el adjetivo “arbitraria” que la Corte Suprema emplea para censurar algunas sentencias judiciales, ya que “además de las situaciones centrales en que aquel calificativo es usado por la Corte, queda abierta la puerta para la aparición de nuevas circunstancias de momento imprevisibles pero ante las cuales podría resultar apropiado calificar de arbitraria a una sentencia”. Existe, asimismo, otra modalidad de imprecisión semántica que Nino denomina “vaguedad potencial” o “textura abierta”, la cual constituye “un vicio potencial que afecta a todas las palabras de los lenguajes naturales”. El autor ejemplifica del modo siguiente: “el inc. 2º del art. 215 del Cód. Penal reprime con prisión perpetua al que comete el delito de inducir o decidir a una potencia extranjera a hacer la guerra contra la República”. Ante ello, inquiere: “¿que pasaría si en el país ocurriere algo similar a lo de la Alemania nazi y muchos argentinos no vieran otro remedio que unirse a una potencia extranjera para derrocar a un gobierno que hubiera asesinado a gran parte de la población?”. Ambigüedad Según explica el autor citado, esta nota presupone “dudas acerca de las consecuencias lógicas que pueden inferirse de ciertos textos jurídicos, quedando sin determinar la calificación normativa que ellos estipulan para determinados casos”. Sobre tales bases, “una oración puede expresar más de una proposición” y ello acaece desde una doble perspectiva: “puede ocurrir así porque alguna de las palabras que integran la oración tiene más de un significado”, en cuyo caso se está ante un supuesto de “equivocidad semántica”, o “porque la oración tiene una equivocidad sintáctica”, en cuyo caso la ambigüedad es de éste último tipo. Ejemplo de lo primero, enseña Nino, lo constituye el art. 2º de la Constitución Nacional, según el cual “el gobierno federal sostiene el culto católico apostólico romano”. Para el autor, “la expresión ‘sostiene’, utilizada en la redacción de esta norma, adolece de cierta ambigüedad”, ya que “una interpretación le asigna el significado de ‘profesa’, otorgando a la norma el sentido de que el gobierno federal considera verdadera la religión católica”. En cambio, añade, “otra interpretación, defendida por Joaquín V. González sobre la base de lo discutido por los Constituyentes, atribuye a la palabra ‘sostiene’ el significado de ‘mantiene’, ‘apoya’, etc., concluyendo que la norma sólo establece que el gobierno debe atender económicamente al culto católico”. A su vez, ejemplo de lo segundo lo constituía el antiguo art. 186, inc. 3º del Cód. Penal, por el que se reprimió a quien causare un incendio, explosión o inundación “cuando hubiera peligro para un archivo público, biblioteca, museo, arsenal, astillero, fábrica de pólvora o de pirotecnia militar…”. Al respecto, señala Nino que se planteó la duda acerca de si “el adjetivo ‘militar’ calificaba sólo a las fábricas de pirotecnia o también a las de pólvora. Soler ponía énfasis en que debía interpretarse que el adjetivo no se refería a las fábricas de pólvora, puesto que existe la misma razón, constituida por el extraordinario peligro producido, para agravar un incendio o explosión tanto cuanto se lo hace en una fábrica de pólvora que sea militar como cuando se lo provoca en otra que no lo sea”. Contradictoriedad o inconsistencia Los problemas recién expuestos, enseña Nino, se distinguen de los que a continuación se examinarán en que, mientras en aquellos se observan dificultades para derivar consecuencias de determinadas normas jurídicas, en éstas los inconvenientes “aparecen una vez que tales consecuencias han sido deducidas”. Tal es el caso de las contradicciones normativas, lo que sucede “cuando dos normas imputan al mismo caso soluciones incompatibles”. Lo expuesto requiere que, en primer lugar, “dos o más normas se refieran al mismo caso”, es decir, “que tengan el mismo ámbito de aplicabilidad”. Y, en segundo término, “que las normas imputen a ese caso soluciones lógicamente incompatibles”. En supuestos como el presente, se suele acudir, en orden a resolver los problemas, a ciertas reglas, como la de lex superior, que quiere decir que “entre dos normas contradictorias de diversa jerarquía, debe prevalecer la de nivel superior”; la de lex posterior, que significa que “la norma posterior prevalece sobre la promulgada con anterioridad”, o la de lex especialis, que dispone “que se dé preferencia a la norma específica que está en conflicto con una cuyo campo de referencia sea más general”. Sin embargo, en ciertos supuestos estas reglas no resultan aplicables como, por ejemplo, cuando “las normas tienen la misma jerarquía” o han sido “dictadas simultáneamente” o tienen “el mismo grado de generalidad”. Nino ilustra el tema con varios ejemplos, entre los que extraigo el siguiente: el art. 92 del Cód. Penal grava aquellas penas cuando las lesiones se produjeren a un pariente directo. A su vez, el art. 93 disminuye las penas de los arts. 89, 90 y 91 del Cód. Penal “cuando las lesiones fueren causadas en estado de emoción violenta”. Y añade: “curiosamente, antes de la reforma de la ley 21.338, ocurría que el legislador no había previsto ninguna solución específica para aquellos casos de lesiones en los cuales concurrieran simultáneamente algunas de las agravantes del art. 92 con la atenuante del art. 93, por ejemplo, cuando alguien lesionara a la esposa en estado de emoción violenta. No se trataba de un caso de laguna normativa, puesto que el problema no radicaba en que no hubiera una solución para el caso, sino en que había varias soluciones lógicamente incompatibles”. Redundancia Las normas jurídicas no siempre son económicas sino redundantes, la cual se caracteriza por el hecho de que “el sistema jurídico estipula un exceso de soluciones para los mismos casos, pero, a diferencia del anterior problema, aquí las soluciones no sólo son compatibles, sino que son reiterativas”. De ahí que la redundancia requiera “estas dos condiciones: primera, que ambas normas tengan el mismo campo de referencia, que se refieran a los mismos casos; segunda, que estipulen la misma solución para ellos”. Nino, siguiendo a Ross, plantea que “la redundancia normativa no tendría por qué crear problemas por sí sola para la aplicación del derecho, puesto que al seguirse una de las normas redundantes se satisfaría también lo prescripto por la otra. Sin embargo, la dificultad de la redundancia radica (…) en que los juristas y los jueces se resisten a admitir que el legislador haya dictado normas superfluas y en consecuencia se esfuerzan por otorgar, a las normas con soluciones equivalentes, ámbitos autónomos”. Se trata, pues, de una clara muestra del preconcepto que gobierna una mentalidad racionalista en tanto no tolera la inconsistencia del legislador. Entre los distintos ejemplos que ilustra el tema, el autor recuerda el viejo art. 44 de la ley 18.880 que disponía que “la presente ley deberá aplicarse de oficio en los juicios que no tuvieren sentencia firme a la fecha de entrar en vigencia”. Y luego de referir otros detalles, expresa: “la presente ley no se aplicará a las causas que a la entrada en vigencia hubieren concluido con sentencia firme”. Lagunas Como se adelantó, existen supuestos en que “el sistema jurídico carece, respecto de cierto caso, de toda solución normativa”. Se está, pues, ante una laguna y ésta puede ser de dos tipos: “normativa” o “lógica” y “axiológica” o “valorativa”. Siguiendo a Alchourrón y a Bulygin, Nino define a las primeras cuando el sistema jurídico “no correlaciona el caso con alguna calificación normativa de determinada conducta (o sea con una solución)”. Algunos autores han impugnado esta posibilidad. El ejemplo clásico es el de Kelsen, para quien el derecho “no puede tener lagunas, puesto que para todo sistema jurídico es necesariamente verdadero el llamado principio de clausura, o sea un enunciado que estipula que todo lo que no está prohibido está permitido. Es decir, que cuando las normas del sistema no prohíben una cierta conducta, de cualquier modo tal conducta recibe una calificación normativa (su permisión) en virtud del principio de clausura que permite toda acción no prohibida”. Esta postura, refiere Nino, ha sido eficazmente criticada por los autores recién señalados, quienes consideran que la expresión “permitido” puede significar dos cosas. Una, equivalente a “no prohibido”, en cuyo caso la expresión “todo lo que no está prohibido, está permitido” debe leerse como “todo lo que no está prohibido, no está prohibido”, con lo que no se salva la cuestión, ya que de ello solo se infiere que si en el sistema “no hay una norma que prohíba tal conducta”, no cabe concluir que “exista otra norma que permita la acción”. Otra, equivale a una autorización positiva de una acción, en cuyo caso el apotegma debe leerse del modo siguiente: “si en el sistema jurídico no hay una norma que prohíba cierta conducta, esa conducta está permitida por otra norma que forma parte del sistema”. Ahora bien: tal lectura es meramente contingente pues depende de que “en el sistema de que se trate exista una norma que autorice toda conducta no prohibida”. Y si esto puede ser verdad respecto del sistema penal, arguye el autor que es muy relativo en los demás ámbitos jurídicos. Entre los tantos ejemplos que ilustran este tema, Nino alude al art. 131 del Cód. Civ., según el texto de la ley 17.711 que estipula que los menores de 21 años pero mayores de 18 podrán obtener la mayoría de edad si los habilitan expresamente sus padres o, en su defecto, el juez a pedido del tutor o del menor. Sin embargo, añade este autor, “el Código no establece ninguna prescripción acerca de si corresponde o no la emancipación en el caso de un menor que no tenga ni padres ni tutor designado”. El segundo supuesto de “laguna” planteada por Nino es la “axiológica” o “valorativa” y sucede cuando “un caso está correlacionado por un sistema normativo con una determinada solución y hay una propiedad que es irrelevante para ese caso de acuerdo con el sistema normativo, pero debería ser relevante en virtud de ciertas pautas axiológicas”. La gran diferencia con el caso anterior es que en las lagunas “valorativas” el derecho estipula una solución para el caso pero los juristas y jueces consideran “que el legislador no hubiera establecido la solución que prescribió si hubiera reparado en la propiedad que no tomó en cuenta”, de donde al ser la solución “irrazonable o injusta, no debe aplicarse al caso, constituyéndose una laguna”. Entre los muchos ejemplos, el autor refiere el caso de la ley 13.252, después sustituida, que prohibía la adopción en el caso de que el adoptante tuviere ya hijos consanguíneos. Al respecto, “se entendió que el legislador no había previsto el caso de quien tuviera hijos consanguíneos mayores de edad y consintieran ellos en la adopción, situación en la cual se suponía completamente irrazonable aplicar la prohibición de la ley que es en beneficio de los hijos de sangre”, criterio que fue así receptado, primero por un fallo plenario y luego por la ley. Hacia una superación de la propuesta sistemática del ”Positivismo Jurídico” a) Insoslayabilidad de la idea de “sistema” Como se advierte de lo expuesto en el punto anterior, la pretensión de un sistema jurídico cerrado en tanto que completo o, incluso mejor, autosuficiente no pudo concretarse en la realidad. Ante ello, se tornó necesario plantear un escenario diverso. Pues bien: en primer lugar conviene reparar que a estas alturas del desarrollo de la ciencia jurídica resulta imposible prescindir de la idea de “sistema”. En la actualidad, en efecto, nadie duda acerca de la bondad de contar con una disposición racional de materias que permita una rápida ubicación de las cuestiones y una eficiente solución de ellas. De ahí que un planteamiento en cierto sentido asistemático como el modelo del derecho “común” estudiado en la unidad de aprendizaje anterior, ya no resulta posible. Es más: un ensayo de “retorno” a aquel paradigma no solo constituye un anacronismo incapaz de satisfacer la alta complejidad de la sociedad actual, sino que hasta oscurecería los legítimos y relevantes avances que dicha concepción del derecho alcanzó en su época y legó a la posteridad. En este sentido, no son pocas las autoridades que, sin asumir una concepción “positivista”, han reivindicado la presencia de un “sistema”. En lo que sigue, me serviré en apoyo de esta tesis de las sugerentes reflexiones de varios doctrinarios alemanes que han trabajado mucho y bien en defensa de un sistema o, si se prefiere, de un “ordenamiento” jurídico ajeno a la impronta “racionalista”. Al respecto, como recuerda Karl Larenz en una obra clásica, a la que se sigue en este tramo, Josef Esser no quiere “renunciar a toda construcción sistemática en la Jurisprudencia, a pesar de su clara inclinación al ‘case law’ y al ‘pensamiento problemático’”. De ahí que, añade, “distingue el ‘sistema cerrado’ que está representado por la idea de la codificación, y el ‘sistema abierto’, tal como en definitiva se configura también en un Derecho casuístico, porque éste no sale a flote ‘a la larga sin una conexión de derivación conceptual y valorativa’ que haga racionalmente comprobables las decisiones particulares y convierta su totalidad en un ‘sistema’”. De modo análogo, Larenz menciona que si bien para Karl Engisch “’el ideal del método axiomático-deductivo no puede ser realizado en la Jurisprudencia’”, ello no entraña renunciar a toda idea de sistema sino, más bien, a la de sistema “cerrado”, ya que en la medida en que aquél “’va tanteando de caso en caso y de regulación particular en regulación particular”, crece “según principios inmanentes que, en conjunto, producen un sistema’”. Todavía más diáfano es el pensamiento de Helmut Coing para quien “todo sistema ‘sintetiza el grado de conocimiento alcanzado en el trabajo sobre problemas particulares’” de manera que “’no sólo facilita el panorama y el trabajo práctico; es también origen de nuevos conocimientos sobre conexiones existentes que solo el sistema pone en claro y, de este modo, es base de ulterior evolución del derecho’”. Y añade una frase a mi juicio decisiva: “una ciencia que sólo trabajara con problemas particulares no estaría en situación de avanzar en el descubrimiento de mayores conexiones de problemas para nuevos principios; tal ciencia no reconocería en la comparación jurídica la afinidad de función de institutos y reglas positivas diferentemente acuñados. Por eso el trabajo en torno al sistema sigue siendo una tarea permanente: sólo es preciso hacerse cargo de que ningún sistema puede dominar deductivamente la plétora de problemas; el sistema tiene que permanecer abierto. Es sólo una síntesis provisional”. b) Sistema jurídico “abierto” y pensamiento “problemático” Con lo expuesto, pues, se ha arribado a los dos conceptos “claves” que gobernarán el nuevo esquema intelectual: sistema jurídico “abierto” y pensamiento “problemático”, puesto que si bien ya no se discute acerca de la presencia de un sistema en el ámbito de la realidad jurídica, sí se controvierte su naturaleza. A este respecto, los ensayos de fundamentación de este tópico –de matriz necesariamente “no-positivista”-, se orientaron hacia la fórmula recién trancripta a través de un triple orden de consideraciones. En primer lugar –es el aspecto que se profundizará en este apartado- la “apertura” del sistema jurídico se proyecta “ad extra”, es decir, a su exterior, a saber, sobre la misma realidad de la vida de la que se nutre en medida nada pequeña y, que, por lógica, tiene directa vinculación con lo que en este epígrafe justamente se llama “pensamiento problemático”. En segundo término, dicha “apertura” gravita “ad intra” del sistema a través de una doble consideración: por un lado, los resquicios o intersticios que aquél proporciona en el nivel legislativo y, por otro, la clase o categoría de normas de que aquél se compone y que Larenz llama los “materiales” con “que puede ser construido un tal sistema”. Es lo que se examinará en los dos apartados subsiguientes. Así, en cuanto concierne al primer aspecto, parece claro que los dos conceptos que lo caracterizan (sistema “abierto” y pensamiento “problemático”) constituyen una unidad indisoluble. Como sintetiza Larenz a partir de las autoridades más arriba citadas, “el sistema científico-jurídico tiene que permanecer ‘abierto’” y, por tanto, “nunca está acabado” en la medida en que “nunca puede disponer de una respuesta para todas las preguntas”. Dicho de otro modo: la “problematicidad” que entraña el no tener la llave de todas las respuestas requiere –exige-, de suyo, su misma “apertura”. Y, si bien se mira, todo esfuerzo intelectual que reconozca entre sus materiales de trabajo al timbre de la realidad de la vida no tiene otra alternativa que rendirse a la enorme variedad de sus matices y, por tanto, de sus “problemas” por lo que no puede sino permanecer “abierto” a aquellos. Por lo demás, la atención a la realidad de la vida se presenta como una conclusión obvia ya que, según lo visto en el apartado 2 de esta Unidad, ningún sistema puede considerarse “completo” sencillamente porque la realidad lo desmiente a cada paso, invitando, por el contrario, a una constante atención a las dinámicas exigencias que aquella entraña, de modo que se halle siempre dispuesto a incorporar nuevas soluciones; a reformular determinadas normas o a dejar de lado disposiciones otrora indiscutidas. Un sistema de este tipo está, pues, necesariamente atento a los “problemas” que plantea la praxis (en especial, pero no exclusivamente, la judicial), de modo que si la atención en el sistema jurídico concebido por el derecho “moderno” se posa, en primer lugar, en las disposiciones ya consensuadas y ulteriormente positivizadas y sólo en segundo término en la peculiaridad del caso; en un sistema “abierto” las cosas proceden del modo exactamente inverso: la mirada se fija, de inicio, en el “caso” a resolver, es decir, en el “problema” y sólo después se acude al “sistema” a fin de munirse de las respuestas técnicas que permitan desentrañar, con justicia, el supuesto bajo estudio. Como surge con claridad y será estudiado con mayor detalle en la siguiente Unidad de Aprendizaje, el hallazgo de la solución jurídica no es una decisión inspirada en una clave lógico-formal (como sucede, por ejemplo, en el ya citado célebre caso de la Corte Suprema de Justicia de la Nación “Saguir Dib” (Fallos: 302:1284), en el que el Procurador General, ante el requerimiento de una persona de 17 años y 10 meses de donar un riñón a favor de su hermano, al consultar la norma que regula el supuesto y advertir que ésta exige tener 18 años, aconsejó al Alto Tribunal rechazar el pedido. Por el contrario, la solución bajo análisis surge de la proporcionada adecuación de normas y hechos en pos de obtener una respuesta no solo legal, sino además, como se enfatizó en el párrafo anterior, justa. Aquí, como es obvio, no deja de percibirse el mandato del “segundo Ihering” quien, ya en 1864, en el IV tomo del Espíritu del Derecho Romano escribe con ineluctable determinación en contra “la fantasmagoría de la dialéctica jurídica, que intenta conceder a lo positivo la aureola de lo lógico” cuando, por el contrario, “la vida no existe a causa de los conceptos, sino que los conceptos existen a causa de la vida”, por lo que “no ha de suceder lo que la lógica postula, sino lo que postula la vida, el tráfico, el sentimiento jurídico, aunque sea lógicamente necesario o imposible”. c) Sistema jurídico “abierto”: la reacción legislativa y su influencia en la jurisprudencia Si bien los ensayos de superación de la propuesta sistemática “hermética” (que quizá encuentra en el famoso art. 4° del Code Napoleón, reproducido en nuestro art. 15 del Código Civil, su configuración más emblemática), reconocen de modo preponderante las propuestas procedentes de la jurisprudencia de los tribunales y de la doctrina especializada, no deben silenciarse los esfuerzos nacidos del propio legislador. Se trata de la “reacción” nacida “ad intra” del sistema, entre cuyos ejemplos me permito recordar los siguientes dos: el famoso art. 1º del Código Civil Suizo (sobre cuya influencia en la práctica europea quizá quepa descreer un tanto) y el caso de una norma incluso más antigua que aquélla y respecto de cuya virtud nunca se insistirá lo suficiente: el citado art. 33 de la Constitución Nacional. En lo relativo a la primera, su contenido fue anticipado ya en el capítulo anterior y de ella queda claro, en cuanto ahora interesa, su rebozante “apertura” sistemática. En efecto; el artículo principia diciendo que “la ley es aplicable a todos los casos jurídicos previstos en su texto…”. Sin embargo, añade, “…o que pueden resolverse mediante su interpretación…”, con lo que, como se verá en la siguiente Unidad de Aprendizaje, su contenido no es tan diáfano y puede, en ocasiones, exigir una conducta interpretativa. Ahora bien, añade el artículo, “cuando no pueda deducirse de la ley precepto alguno para resolver el caso, el juez deberá ajustarse al derecho consuetudinario y, a falta de éste, fallarlo con arreglo a la norma que él mismo establecería como legislador, ateniéndose para ello a la doctrina acreditada y a la tradición”. Como se advierte sin sobresalto, el texto no sólo ha abandonado el horizonte intelectual positivista “clásico” con la admisión de las “costumbres”, sino que, en cierto sentido, rompe con la rigidez de la división de poderes al autorizarle al juez a legislar de conformidad con otras dos fuentes del derecho: la “doctrina acreditada” (no cualquier opinión) y la “tradición” (es decir, los principios y criterios constantes y permanentes observados en el seno de una sociedad o, incluso, en una comunidad de estados). Si bien se mira, los criterios con que el juez debe “legislar” no son diversos de aquellos en los que el propio legislador debería hacerlo, pues el recurso a las autoridades y al fondo de ideas que caracterizan a las instituciones de una nación constituyen elementos imprescindibles para el buen juicio legislativo. Pero, como se anticipó, lo relevante ahora no es tanto la manera como se plantean las relaciones entre poderes, sino la inequívoca aceptación legislativa de un sistema “abierto”. Por su parte, el art. 33 es igualmente característico de esta nota, más allá de que su redacción y planteamiento difieran bastante de la norma suiza recién glosada. No es del caso reiterar ahora el origen de la cláusula y la índole de los derechos a los que remite, aspectos estudiados en la Unidad de Aprendizaje V. Aquí, por el contrario, interesa destacar el énfasis puesto por el legislador constituyente en cuanto a que el “sistema jurídico” que dimana de la Constitución Nacional no ostenta un carácter completo y, por tanto cerrado, sino, antes bien, inequívocamente abierto y, en definitiva, “a completar”. Por de pronto, su misma letra no deja margen a dudas en tanto reconoce la existencia de “otros derechos (…) no enumerados” en el ordenamiento jurídico positivo (énfasis añadido). Y otro tanto emerge de los trabajos preparatorios. Así, el ya conocido Dictamen que la originó dice, en cuanto aquí interesa, que: “´los derechos de los hombres que nacen de su propia naturaleza (…) no pueden ser enumerados de una manera precisa. No obstante esa deficiencia de la letra de la ley, ellos forman el derecho natural de los individuos y de las sociedades, porque fluyen de la razón del género humano (...) y del fin que cada individuo tiene derecho a alcanzar. (...) Una declaración de los derechos intransmisibles de los pueblos y de los hombres en un gobierno que consiste en determinados poderes limitados por su naturaleza, no podía ni debía ser una perfecta enumeración de los poderes y derechos reservados. Bastaba (...) la enumeración de determinados derechos reservados, sin que por eso todos los derechos de los hombres y de los pueblos, quedasen menos asegurados que si estuviesen terminantemente designados en la Constitución: tarea imposible de llenarse por los variados actos que pueden hacer aparecer derechos naturales…” (el subrayado se ha añadido en todos los casos). A su vez, en el debate posterior, uno de sus redactores, el constituyente Sarmiento, expresó, entre otros conceptos, que “todas las constituciones han repetido esta cláusula como indispensable para comprender en ella todas aquellas omisiones de los derechos naturales, que se hubiesen podido hacer, porque el catálogo de los derechos naturales es inmenso”. Por ello, añadió, se trata de establecer un “principio claro”; una “jurisprudencia, para todos los casos que puedan ocurrir” y en los que, como es obvio, se advierta la existencia de un título; bien o derecho “natural” que, empero, el legislador no hubiera legislado sea, como se reconoce, por omisión (voluntaria o no); sea por ausencia de conocimiento respecto de tal materia (como se verá más abajo). Sintetizando lo expuesto, el carácter “abierto” del sistema jurídico fluye, cuanto menos, de un cuádruple orden de razones: i) en primer lugar porque, según creo, la afirmación de que el “catálogo de los derechos naturales es inmenso” revela que la naturaleza humana no es, efectivamente y como ya fue anticipado por Aristóteles, una realidad concluida y definitivamente conocida, sino, por el contrario, en permanente desarrollo (o, si cabe la expresión, en permanente “construcción”) y, en consecuencia, en constante conocimiento y reconocimiento. Un ejemplo aclara la idea: antiguamente se decía que “mater in iure sempre certa est et pater quod vulgo conceperit” (Digesto, 2, 4, 5) lo que equivale a decir que la madre siempre era conocida (por la evidencia del embarazo y del parto), certeza que no podía predicarse del padre, respecto del cual, todo lo más, debía estarse a lo que la sociedad tenía por tal. Como es sabido, las cosas han cambiado de manera ostensible desde hace relativamente poco tiempo pues en la actualidad un examen de histocompatibilidad determina con una precisión del 99.9 % si una persona es el padre de otra de manera que el adagio romano ha perdido validez, pues en nuestros días tanto la madre como el padre son (o pueden ser, en línea de principio), ciertos y conocidos. Lo recién expuesto gravita directamente sobre las relaciones paterno-filiales y, en consecuencia, sobre los derechos-deberes derivados de ellas. Para decirlo con las palabras de Sarmiento, el “catálogo de los derechos naturales” se ha ampliado pues en la actualidad es posible precisar con total certeza científica el derecho de un hijo (a los alimentos; atención; cuidados, etc.) y el consecuente deber de un padre, aspecto que hasta un momento no muy lejano no era posible sino a partir de engorrosas pruebas indiciarias, por lo demás, de resultados muchas veces inciertos; ii) en segundo término, porque reconocer, como lo hace Sarmiento, las “omisiones” en que hubiera incurrido el legislador revela que no se está ante un legislador “ultraracional” que ha previsto todos los casos de la vida y lo ha realizado, como escribía Cossio, con “fina exactitud”. Se ha visto ya que esa pretensión no ha sido sino un ideal que la realidad probó inalcanzable y no deja de ser sugerente que un hombre de su tiempo (y, por tanto, un consumado “racionalista” como el ilustre sanjuanino) haya percibido o, si se quiere, intuido que la incompletitud del sistema jurídico constituye un dato del que no se puede prescindir y que, en consecuencia, al que se debe admitir a fin de mitigar, tanto como ello sea posible. Sin ir demasiado lejos, obsérvese que, por ejemplo, el derecho a la vida no fue legislado por el constituyente de 1853-60, al contrario de lo sucedido por los precedentes proyectos constitucionales. ¿Débese esto a que el constituyente de entonces no lo consideró entre el elenco de los derechos fundamentales? Como es obvio, la respuesta negativa se impone pues el referido aserto contradice el espíritu del texto constitucional y las inequívocas referencias a la existencia de derechos “naturales” y por tanto “anteriores” y hasta “superiores” a la Ley Suprema que se leen en el debate de 1860. Más aún: apenas unos años después, Vélez Sársfield (uno de los constituyentes más influyentes de aquel debate) plasmó inequívocamente el derecho a la vida desde la concepción en el Código Civil (cfr arts. 51; 70 y concordantes) y otro tanto acaeció, tiempo después, en el Código Penal. De ahí que la omisión no deba sino ser interpretada como un involuntario “olvido” del constituyente que, seguramente por obvio, entendió que la alusión a la vida resultaba sobreabundante. Con todo, y más allá de este ejemplo, algo parece claro de las palabras del memorable debate que se glosa y que conviene retener: el legislador no es ultraracional y no puede preverlo todo por lo que el sistema jurídico es irremediablemente “abierto”; iii) en tercer lugar porque el obrar humano (los “casos que puedan ocurrir” en la terminología de Sarmiento que aquí se glosa) pueden generar la necesidad de tematizar y proteger ciertos derechos que, de no haber sucedido cierta conducta, resultaría innecesario hacerlo. Un ejemplo aclara este concepto: de no haberse comportado el ser humano de manera irresponsable frente a la naturaleza, no hubiera sido necesario “positivar” el “derecho natural o humano a un ambiente sano”. Lo dicho no quiere significar que el hombre carecía con anterioridad a tal comportamiento de ese derecho ya que, como se pretendió poner de relieve en la Unidad de Aprendizaje V, la vida; la salud y la integridad física constituyen “bienes básicos” de las personas que permiten el desarrollo de otros de raigambre “metafísica” (como el conocimiento; la amistad o el esparcimiento) y que, en fin, coronan, como escribe Aristóteles, la “buena vida”. Como es claro, ninguno de estos bienes podría realizarse si las condiciones de la “casa” en la que el hombre habita (su ambiente exterior) tornaran directamente imposible la subsistencia humana, ya que la “buena vida” supone la “vida” misma y esta requiere de un ambiente adecuado en la que desarrollarse. Por ello, mientras durante larguísimos períodos la naturaleza no fue afectada, resultó por completo innecesario una tematización de algo así como el “derecho a un ambiente sano”, tal y como, desde 1994, prevé la Constitución Nacional en su art. 41. Pero ante hechos ciertos creados voluntariamente por las personas que, brevemente, tienen su origen remoto en los grandes procesos de industrialización de Occidente, y mediante los cuales se puso en un verdadero “jaque” a la naturaleza, resultó inevitable discernir y, más tarde, “positivizar”, para decirlo con Hervada, un derecho “natural subsiguiente” a la protección del ambiente pues procede de la naturaleza humana la preservación del ser (vida; salud e integridad física) y no el injusto ataque a aquél y a las condiciones que lo hacen posible. iv) La premonición del constituyente se cumplió de manera acabada, toda vez que la jurisprudencia de los tribunales hizo un extendido uso de la norma en cuestión no solo a la hora de reconocer (como se vio en la Unidad de Aprendizaje V) el carácter “natural” de los derechos “no enumerados” o implícitos, sino al momento de observar que tal regla suponía el reconocimiento inequívoco de que el sistema jurídico ostenta una inequívoca raíz “abierta”. A esto hace referencia, entre otros muchos casos, el voto del juez Petracchi en la causa “Müller” fallada por la Corte Suprema el 13 de noviembre de 1990 y en la que se dejó sin efecto la resolución por la que se ordenaba que una persona menor de edad le fuera extraída sangre a fin de que se le realice un examen de histocompatibilidad genética con personas que podrían ser abuelos biológicos del menor en cuestión. En cuanto aquí interesa, el juez Petracchi, al hilo del análisis “de los derechos básicos, de raíz constitucional, de los que es titular el menor y que son puestos en juego por la cuestión planteada” (la similitud lingüística y conceptual con Hervada es inocultable) y entre los que se destaca el de conocer su identidad de origen, trae a colación el art. 33 de la Ley Fundamental. En su opinión, los redactores de esa norma “quisieron que no quedara duda en cuanto a que los derechos constitucionales no eran una enunciación cerrada”, esto es, inmodificable y, por ende, no ampliable, a cuyo fin se ocupa de transcribir in extenso los párrafos más salientes respecto de este tema del debate de 1860 y que se han transcripto más arriba (consid. 8°; el énfasis es añadido). Como se observa de lo dicho, entre las notas que resultan relevantes para el juez Petracchi a los efectos de fundar su decisión se destaca, justamente, que en la mente de los redactores de la Constitución no existió la pretensión de concebir a los derechos y garantías enunciados en su texto como el resultado de un catálogo “cerrado”, esto es, inmodificable y, por ende, no ampliable. Esta afirmación es relevante, pues no sólo establece adecuadamente el alcance que debe asignarse al art. 33, sino porque, aún más importante, deja abierta la posibilidad de que todos los partícipes del fenómeno jurídico (que es tanto como afirmar, todos sus “creadores”) se ocupen de desentrañar, luego de un examen de la “naturaleza humana” en el contexto de los “variados actos” en los que ésta interactúa, aquellos bienes o derechos fundamentales de la persona que, pese a no encontrarse expresamente receptados en el texto constitucional, no deben reputarse ajenos a aquélla. El juez es claro cuando, con cita de su voto en una causa anterior, escribe que “hay derechos y prerrogativas esenciales o intransferibles del hombre y de la sociedad que, aunque no estén expresamente consagrados en la Constitución Nacional, deben ser considerados garantías implícitas, comprendidas en el art. 33 y merecedoras del resguardo y protección que aquélla depara a las explícitamente consignadas” (consid. 8°, in fine). A guisa de conclusión de este tópico, es claro que la trascendencia de la afirmación es doble: no sólo se ratifica la “apertura” del sistema sino que, mediante ella, se está reconociendo, como se verá más abajo, la presencia de unos derechos “válidos” per se cuya existencia se sitúa antes y más allá de su vigencia histórico-concreta. d) Sistema jurídico “abierto”: reglas y principios Por último, y sin abandonar –como se anticipó- la mirada “ad intra” del sistema, éste observa otra “apertura” a partir de la consideración de los “materiales” de los que se nutre, esto es, de las categorías normativas que lo componen. Como se ha estudiado ya, en el horizonte intelectual del “Positivismo jurídico” un sistema “cerrado” se reduce, desde el punto de visto normativo, a las leyes y tal afirmación es lo que explica el movimiento “Codificador” y el tipo de sistematización que se ha examinado, sucesivamente, en la anterior Unidad de Aprendizaje y en el apartado 2 de la presente. La aspiración teórica que gobierna esta propuesta es clara y entronca con los ideales, de un lado, de índole “técnica” de seguridad y previsibilidad jurídicas y, de otro, de naturaleza “política” de “división de poderes”. Al respecto, si una norma prevé un supuesto de hecho determinado (para seguir con el ejemplo conocido, en el caso “Saguir Dib”, el art. 13 de la ley 21.541 por el que el legislador estatuye que resultan autorizados los transplantes entre vivos sí y solo sí reúnen un determinado grado de parentesco, y sí y solo sí el dador tiene 18 años de edad), dicha disposición resultará aplicable únicamente si confluyen todos y cada uno de los supuestos de hecho concebidos por la norma. Sin embargo; para bien o para mal, la realidad demostró, para seguir las propias palabras del legislador (art. 15 del Código Civil), que el sistema no podía retener todos los supuestos de la vida, por lo que fueron observados “silencios” o, como se estudió más arriba, “lagunas”; que las disposiciones no siempre fueron “claras” sino que se resintieron de “oscuridades” o, como se señaló en el citado punto 2, de “vaguedades”; “ambigüedades” o “redundancias”; ni, en fin, que los supuestos abstractamente pensados como lógicos y/o valiosos reunieran, ante ciertos supuestos concretos, tal entidad (existencia de “insuficiencias” o, como dice Nino, de “contradicciones” o “vaguedades potenciales”). De ahí que en el ámbito doctrinario y jurisprudencial se haya buscado apoyo en “criterios”; “pautas”; “tópicos” o “principios” que, además de carecer de la estructura normativa de las leyes y, por tanto, de observar una aplicación por completo diversa de la de ellas (lo cual será estudiado con mayor detalle en la próxima Unidad de Aprendizaje), suelen no poseer origen legislativo y hállanse de ordinario preñados de una dimensión valorativa que fácilmente pone en tela de juicio las exigencias de no contradicción o de completitud que dimanan del sistema jurídico “cerrado” de base positivista, ya que, como advierte agudamente Claus-Wilhem Canaris, tales exigencias no son posibles de cumplir “en relación con los principios de valoración que están detrás de las normas”. La consecuencia que se deriva de lo recién expuesto es clara: un sistema jurídico no sólo es “abierto” porque, como se vio, se recuesta sobre los “problemas” que le presenta la realidad de la vida, sino porque es de esa realidad de la que abrevarán los materiales que habrán de componer su estructura. Esser lo ha advertido de manera quizá inmejorable cuando, como refiere Larenz, “considera que aquí opera una ley histórica: en todas las culturas jurídicas –dice- se repite ‘un ciclo que consta de descubrimiento de problemas, formación de principios y consolidación de sistema’. Según esto, los auténticos factores que forman el sistema son los principios jurídicos y no los conceptos abstractos”, en tanto “aquéllos serán conocidos especialmente en el caso problemático; son soluciones generalizadas de problemas”. Dicho en otros términos: un sistema jurídico se integra por normas que, en la clave de la filosofía “positivista”, se conocen como “leyes” y que a partir de ahora (y por razones de comodidad lingüística puesto que se trata de una terminología que goza de mayoritaria aceptación en la doctrina), también se denominarán “reglas”. Sin embargo, si la clave es una filosofía “iusnaturalista” o, incluso, “post-positivista” (es decir, ni “iusnaturalista” ni “positivista”, como postula Robert Alexy), un sistema jurídico tiene una base de sustentación más amplia ya que no se ciñe, exclusivamente, a la legislación. Sobre tales bases, las normas serán, además de las “leyes” o “reglas”, los referidos “criterios”; “pautas” o “tópicos” que, en lo que sigue (y por los mismos motivos de comodidad recién señalados) se llamarán “principios”. La distinción entre “leyes” o “reglas” y “principios” es ya fácilmente perceptible -como casi todo lo jurídico-, en Roma, a través de las expresiones lex y regula: mientras ésta última hace referencia a lo que ahora se conoce como “principio”, puesto que alude a ciertos “standards” o “criterios generales u orientativos” de conducta discernidos en los casos concretos y, desde ahí, elevados a soluciones generales y generalizables; la primera alude a un supuesto de hecho preciso, normalmente emanado de costumbres sociales y/o prácticas religiosas cuya verificación en la realidad genera su inmediata aplicación. Releída dicha distinción de manera actual, se tiene que la lex romana puede ser traducida como “ley” o “regla”, en tanto que la regula constituye un “principio”. Ahora bien: es posible que esta distinción pueda generar alguna confusión por obra de la influencia inglesa, ya que en inglés la lex se tradujo como “rule” (cuya raíz remonta a regula) en tanto que las regulae (en plural) se conocieron como “principles”, distinción que, según se ha visto, ha triunfado en el ámbito de la doctrina. De ahí que, en lo sucesivo, como “elementos” del sistema jurídico se distinguirán, de un lado, las “leyes” o “reglas” (“rules” en inglés; “lege” en latín) y, de otro, los “principios” (“principles” en inglés o “regulae” en latín). Sobre estas bases, afirma Alexy que la distinción entre “leyes” o “reglas” y “principios” es fundamental “para la solución de problemas centrales de la dogmática de los derechos fundamentales. Sin ella, no puede existir una teoría adecuada de los límites, ni una teoría satisfactoria de la colisión y tampoco una teoría suficiente acerca del papel que juegan los derechos fundamentales en el sistema jurídico”. Mientras las dos primeras precisiones han sido tradicionalmente estudiadas en el ámbito de la interpretación del derecho, tópico éste que será motivo de un análisis más detallado en la próxima Unidad de Aprendizaje, la tercera gravita sobre la presente. En efecto; en cuanto concierne a los “límites” de estas normas, como escribe Juan Cianciardo, “su fuerza deóntica” difiere ya que un principio (por ejemplo, “toda persona tiene derecho a que se respete su salud”) “prescribe el cumplimiento de un algo” (en el ejemplo, la salud), lo que “puede ser llevado a cabo en un más o menos, es decir, que admite distintos niveles de cumplimiento (o de incumplimiento). Lo que la norma ordena es que sea observado en la mayor medida posible, en otras palabras, que sea optimizado al máximo”. Por el contrario, una regla (por ejemplo, la norma que motivó el citado caso “Saguir Dib”) “ordena un algo que no admite distintos niveles de cumplimiento. Puede ser observado o no; no hay puntos intermedios” (en el caso, a partir de los 18 años la dación es posible; antes, no). A su vez, en lo relativo al tema de la “colisión”, como dice Cianciardo, “en los casos de conflictos entre reglas hay que decidir la precedencia de una u otra y esa decisión conllevará la anulación de la regla preterida”, ya sea “introduciendo en una de las reglas una cláusula de excepción que elimina el conflicto o declarando inválida, por lo menos, una de las reglas”. Por el contrario, “cuando un principio colisiona con otro el juez no puede, en cierto sentido, dejar de aplicar ninguno de los dos. Decidirá, luego de una ponderación, la precedencia de uno sobre otro, pero sin anular al que no se ha preferido” Por último, en cuanto impacta sobre el tema del sistema jurídico, el autor citado expresa que “el origen de la fuerza deóntica de los principios y de las reglas no es el mismo” ya que mientras las reglas “deben toda su fuerza deóntica al legislador o al juez que la creó”, los principios “prescriben desde sí mismos”. Se trata, pues, de un distingo de la mayor relevancia pues, como escribe Larenz, “de aquí”, es decir, de la consideración de que las normas jurídicas en modo alguno tienen su fuente ex legislator mentis, “resulta ya la ‘apertura’ de un sistema formado por principios jurídicos”. Y bien: ¿de dónde surgen los “principios”? ¿Cuál es, en efecto, la fuente de eso que muchos ordenamientos jurídicos –incluso, muchos códigos- suelen llamar “principios generales del derecho”? No es fácil dar una respuesta unívoca a esta pregunta pero, en un plano más general, la doctrina ha sabido hallar una respuesta plausible. Así, para Gustavo Zagrebelski, remiten a un “mundo de valores” o a “las grandes opciones de cultura jurídica de las que forma parte y a las que las palabras no hacen sino una simple alusión”. Por eso, añade, a los principios “se presta adhesión”. De igual modo, explica Alexy que los principios son razones que “surgen naturalmente” en tanto “pueden ser derivados de una tradición de normaciones detalladas y de decisiones judiciales que, por lo general, son expresión de concepciones difundidas acerca de cómo debe ser el derecho”. Se trata, pues, según completa Ronald Dworkin, de razones que inhieren en una práctica inveterada del foro y/o en un conjunto de convicciones sociales y que, en última instancia, remiten a ciertas tradiciones históricas o, para decirlo en el lenguaje propio de la “Hermenéutica Filosófica”, a un “horizonte de significado”, es decir, a un determinado ethos que debe ser comprendido. De ahí que, observa agudamente Zippelius anticipando un tema fundamental del derecho (y, especialmente, del derecho natural, a saber, su relación con la “historia” al que se aludirá más adelante) no se los debe imaginar “‘ahistóricos y, en cierto modo, estáticos’”, conclusión que, añade, se aplica incluso para los principios que remiten a la “idea del derecho” o a la “naturaleza de la cosa”, ya que “ello no supone desconocer que consiguen su figura concreta (…) sólo a través de la relación con una determinada situación histórica y con la intervención de la conciencia jurídica general respectiva”. En definitiva, y dicho de manera breve, tengo para mí que los principios sintetizan las exigencias básicas y permanentes de la naturaleza humana vistas en la concreta situación espacio-temporal en que ésta se da cita. De lo hasta aquí expuesto, muchas son las consecuencias que emanan de la admisión de los “principios” en el plano del derecho. Por de pronto, como se anticipó y se verá en la próxima Unidad, es relevante el giro que ha suscitado en la teoría de la interpretación. Pero, en cuanto concierne a la presente, considero que la llegada de los principios impacta sobre la idea de sistema desde una doble y benéfica perspectiva y que podría caracterizarse como “ad extra” del sistema mismo y “ad intra” de éste. En cuanto a lo primero porque, como se anticipó, lo transforma en necesariamente abierto y, de esta manera, como dice Larenz “el descubrimiento de las conexiones sistemáticas de los principios y subprincipios ensancha el conocimiento del Derecho”, es decir, como dirá Dworkin mucho más tarde, “incrementa la capacidad de respuesta del ordenamiento jurídico”. Y en cuanto a lo segundo, porque, como también se había anticipado, sirve “para la interpretación de las normas y para la integración de lagunas”, manteniendo, de tal modo, “’la unidad valorativa y consecuencia lógica en el desarrollo del Derecho’”. 5. La configuración del sistema jurídico Introducción Constituye un dato de experiencia que toda sociedad dispone de un “ordenamiento” o “sistema” jurídico. En efecto; es palpable que al interior de aquélla se advierten normas jurídicas (algunas escritas –“leyes” o “reglas” y “principios”- y otras no –“costumbres” y “principios” todavía no sistematizados); procedimientos de resolución de desavenencias ante órganos determinados (algunos, extrajudiciales, como es el caso de los tribunales denominados de “equidad” o “amigables componedores” y los supuestos de “mediación obligatoria” previstos en ciertas jurisdicciones; otros, de índole administrativa y, finalmente, órganos de carácter judicial); decisiones nacidas al cabo de tales procedimientos, muchas de las cuales constituyen el fondo de precedentes que, como decía Betti, son los “anillos” que intermedian entre el ayer y el hoy; entre el pasado y el presente de modo que explican el sentido del derecho de una sociedad; o, en fin, la doctrina de los autores que glosan la legislación y las decisiones jurisprudenciales señalando aciertos; críticas; aporías y, de tal suerte, promoviendo el debate que obliga, como escribió Radbruch y detrás de él, Esser, a continuar pensando “hasta el fin” lo ya pensado. Así, pues, normas; procedimientos; órganos; decisiones o doctrina de las autoridades constituyen la urdimbre de que se nutre un “sistema” jurídico. Como surge de lo recién expuesto, todo sistema jurídico lleva implícita la nota de “positivación”, ya que cuanto se predica de aquél sólo es posible en tanto que resulte “conocido”, y ello conduce, por la propia dinámica de la vida social, a la necesidad de “ponerlo” a disposición de la comunidad, esto es, a “positivarlo” de la manera más minuciosa posible. De ahí que un sistema jurídico es, de suyo, “positivo” y no es superfluo señalar que en la mejor y más lograda concreción de esa nota estriba no toda, ciertamente, pero sí buena parte del éxito de la coexistencia social. La precedente consideración remite a una idea de la mayor relevancia sobre la que conviene reparar. Como precisa Hervada, “el derecho pertenece al orden práctico de la vida humana y es objeto de un arte o ciencia práctica”, de modo que “para que algo sea practicable debe ser conocido”, pues “mientras sea desconocido permanece impracticable”. De ahí que, como han insistido algunos autores en tiempos recientes (aunque se trata, en verdad, de una noción muy antigua, ya presente en Aristóteles y bien enfatizada, por cierto, en Tomás de Aquino), “el derecho consiste en el sentido cultural e institucional atribuido a determinados hechos sociales”. Dicho de otro modo: la entera realidad jurídica –la vida misma del derecho asumida por las personas en sus relaciones intersubujetivas- es marcadamente institucional en tanto se da en un tiempo y lugar históricos a través de esa urdimbre de normas; procedimientos; tribunales; decisiones y opiniones que condicionan y, a la vez, posibilitan su obrar. Desde luego, no se habla aquí de la calidad de las instituciones (las que pueden ser mejores o peores según se compare determinadas sociedades entre sí o una misma comunidad a lo largo del tiempo), sino del dato mismo de que el derecho es una realidad institucional y, en consecuencia, que la coexistencia humana se da en el seno; en el contexto y en el horizonte de determinadas instituciones. Ahora bien: como asimismo parece un elemental dato de experiencia, mientras mayor resulte la institucionalización de la vida jurídica, ésta será más y mejor “conocida” que si no hubiera institucionalización alguna o si ésta resultara sumamente deficiente y, por ende, ello supone una más extensa e intensa “positivación” de aquélla. Es claro: si todo sistema jurídico aspira a dar cuenta del conjunto de problemas; exigencias y aspiraciones de las sociedades a través de respuestas previsibles; prontas y precisas, ello implica la necesaria “positivación” de sus notas fundamentales y, aún más -atenta la creciente complejidad y sofisticación de las relaciones sociales-, la necesaria “formalización” o “reglamentación” de tales notas, todo lo cual, en fin, entraña una inequívoca vocación de positividad de la realidad jurídica, lo que ha llevado a muchos autores de cuño iusnaturalista a afirmar –provocadora pero no menos aguda y correctamente- que ese único fenómeno jurídico de que siempre se habla no es sino el solo derecho positivo. Como es obvio, este “solo derecho positivo” está integrado por los ya conocidos elementos o factores que proceden del acuerdo humano (“derecho positivo”) y por los elementos o factores que proceden de la “naturaleza humana” y la “naturaleza de las cosas” (“derecho natural”), tal y como se observa en el proceso de “positivación” y de “formalización” al que se hará referencia en lo que sigue. b) Concepto de “positivación” y de “formalización” Siguiendo un tanto libremente el planteamiento de Hervada, cabe señalar que la “positivación” alude al “paso a la vigencia histórica (integración en el sistema jurídico aplicable) de una norma” tanto natural cuanto positiva de derecho. ¿De qué manera se produce esta positivación? Según explica el autor citado, “los modos de positivación son varios” y se “enlazan con el sistema de fuentes del derecho: la ley, la costumbre, la conciencia jurídica de la comunidad, la jurisprudencia, los actos administrativos, la doctrina jurídica, etc.”. Si bien se mira, la “positivación” de las normas jurídicas lleva ínsita su “formalización” en tanto el mero “conocimiento” de aquéllas casi nunca es simple, sino que va acompañado de un haz de requisitos en cuanto a su ejercicio que terminan, para decirlo en el lenguaje de nuestra Constitución, “reglamentando” tales normas (cfr. art. 28). Un ejemplo ilustra esta idea: el art. 2º del Código Civil establece que “las leyes no son obligatorias sino después de su publicación, y desde el día que determinen. Si no designan tiempo, serán obligatorias después de los 8 días siguientes al de su publicación oficial”. La transcripta es, sin duda, una norma de conocimiento “simple” pues basta examinar el texto de la ley de que se trata para concluir que si ella no indica el momento en que comenzará a regir, tal plazo se verifica después de los 8 días de publicada oficialmente. No corresponde, pues, añadir nada más ni nada menos a lo ya expuesto de donde no cabe, en sentido estricto, hablar de la existencia de “formalización” alguna sino, simplemente, de “positivación”. Sin embargo, normas como la recién transcripta son la minoría pues lo que de ordinario sucede es que dichos preceptos requieren de numerosas especificaciones en cuanto al modo de ejercicio de suerte que, en rigor, el cabal “conocimiento” de sus términos exige un conjunto de detalles que deben acompañar su “positivación” ya sea en el mismo momento en que aquella se produce o con posterioridad. Otro ejemplo procura iluminar este concepto: si se piensa en el derecho de propiedad, es claro que su “tránsito a la vigencia histórica” (es decir, su “positivación”) se halla en el art. 14 de la Constitución Nacional. Con todo, en dicha norma nada se ha dicho respecto, por ejemplo, del modo de acceso; de ejercicio o de extinción del dominio sobre las cosas inmuebles, aspecto éste que se halla reglamentado, con todo detalle, en el Código Civil, dentro del título dedicado a los “Derechos Reales” (arts. 2502 y ss), todo lo cual alude, pues, a la “formalización” de un derecho “positivado”. ¿Cómo se define, entonces a este proceso? Hervada escribe que los sistemas jurídicos constituyen una realidad “técnicamente estructurad[a] que condiciona y modaliza a través de sus mecanismos técnicos, la vigencia y la aplicación del derecho” de modo que, en rigor, un “sistema jurídico ya formado es un sistema formalizado”. De ahí que por “formalización” se aluda a la “tecnificación de los distintos factores y elementos que integran el derecho”, es decir, a dotarlos de una forma y eficacia precisa que torna posible su pacífica y satisfactoria aplicación de suerte de “garantizar con seguridad y certeza la función y el valor” de cada uno de aquellos. Unidad de la “positivación-formalización” de los elementos del sistema jurídico “abierto” Como se ha anticipado recién, lo descrito vale, desde el punto de vista de su origen, para cualquier clase de derechos, sean éstos “naturales” o “positivos”. Es claro: la “positivación-formalización” de tales elementos que se resuma en el sistema jurídico “abierto” no puede sino ser una con sustento en que si la persona es el fundamento del derecho, tales elementos, en última instancia, hallan su base de sustentación en la condición de persona propia del hombre y, por tanto, en los bienes o títulos inherentes a ella. De ahí que, alterando el orden propuesto por Hervada, considero que esta unidad encuentra sustento en un triple orden de razones: en primer lugar, en el hecho de que “las relaciones jurídicas básicas y fundamentales, de las que las demás son derivación, complemento o forma histórica, son naturales”. En efecto; el reconocimiento de los derechos fundamentales de las personas que están en la base de una vida social plausible tiene su raíz última en la admisión de la existencia de los bienes básicos de las personas. En segundo lugar, añade el autor, “la potestad de dar normas positivas es de origen natural, pues del derecho natural derivan el poder social y la capacidad de compromiso y de pacto”. Es también obvio: la referida condición de persona no supone otra cosa que el empleo de la libertad y de la responsabilidad, ambas condiciones para asumir acuerdos y respetarlos, sin todo lo cual no resultaría posible asegurar la paz social. Y, en tercer lugar, “la ley positiva se genera –deriva- a partir de la ley natural por determinaciones en el orden de los medios convenientes y útiles para los fines naturales del hombre”. Se trata, en fin, de una conclusión necesaria ya que, admitida la condición de persona de todo hombre y el ejercicio por parte de este de sus atributos fundamentales, no cabe sino discernir las leyes y derechos de índole positiva (esto es, de raíz institucional y, por tanto, sujetos a un tiempo y espacio determinados) en función de tales prerrogativas y condiciones, socialmente observadas. Por ello, como concluye Hervada, “el derecho natural y el derecho positivo forman un único sistema jurídico, el cual es en parte natural y en parte positivo”. Así, el ya citado contrato de compraventa (de raíz claramente “positiva”) se halla “positivado” por el art. 1323 del Código Civil y “formalizado” a través de las normas que le siguen, tal el caso, por ejemplo, de los arts. 1363 y ss. mediante los que se regulan las cláusulas especiales que pueden serle agregadas a tales contratos. Hervada, por su parte, ejemplifica el punto con un derecho de raíz “natural”: el derecho a contraer matrimonio. Pues bien: si se observa nuestro sistema jurídico, se obtiene que la “positivación” de tal título ancla en el ya citado art. 33 de la Constitución Nacional mediante el que se prevé la existencia de “otros derechos no enumerados” y que, conforme a sus creadores, alude a los derechos “naturales” de las personas y las sociedades. Sin embargo, con lo dicho no se ha avanzado gran cosa en cuanto concierne al real ejercicio de tal derecho y a las consecuencias que se derivan de ello por lo que es preciso profundizar ese conocimiento a través del proceso de “formalización” de aquél. Es lo que proporcionan las normas del Código Civil relativas al título del “Matrimonio” (cfr. arts. 159 ss.). Como expresa Hervada, ese derecho “está formalizado en un ordenamiento jurídico al establecerse sus límites (capacidad), requisitos de ejercicio, la forma de celebración del matrimonio y las oportunas anotaciones registrales para su prueba, procesos de nulidad y de separación, etc.”. De ahí que “sin la oportuna formalización, el derecho natural sólo imperfectamente está integrado en el sistema jurídico, al quedar condicionada su efectiva fuerza social a la buena voluntad y al sentido de justicia de quienes deben cumplirlo y aplicarlo”. Como es obvio, en ambos casos (derecho “natural” y “positivo”) la “positivación” y ulterior “formalización” o “reglamentación” exige, de suyo (y no, como postula el maestro, bajo “algunos supuestos”), un nivel “autoritativo”, es decir, “requiere que se efectúe a través de los actos dotados de autoridad (ley, sentencias judiciales, etc.)”, que es el que compromete al sistema jurídico en la historia de las sociedades. Así, en cuanto concierne al “derecho positivo”, la “positivación-formalización” se impone sin más a fin de resultar inequívocamente “conocida” por la sociedad: es el caso, por ejemplo, de las leyes en general, mediante las cuales se otorgan derechos y deberes precisos a los ciudadanos; o el supuesto de los acuerdos entre partes, como el ya mencionado contrato de compraventa, a consecuencia de la cual se inscribe el “título” de propiedad del comprador en el pertinente registro (en nuestro caso en el “Registro de la Propiedad Inmueble”) de modo de dar noticia de su propietario o titular y del estado del inmueble (por ejemplo, si posee embargos u otras inhibiciones). En el supuesto del “derecho natural”, la cuestión no es tan simple por lo que requiere un análisis más detenido a fin de no escamotear la singular riqueza y, a la postre, trascendencia del tópico. Es lo que se realizará en los puntos siguientes. El tema de la no positivación del derecho natural. El distingo entre “validez” y “vigencia” En este apartado debe examinarse un asunto de singular relevancia: el hecho de que –y la historia da sobradas muestras de ello- el derecho “natural” (todo o parte de él) no resulte “positivado” (y mucho menos “formalizado”), es decir, no alcance “vigencia histórica” en un sistema y en un momento determinados. ¿Qué quiere decir eso? ¿Cabe colegir, ante situaciones como la recién descrita, que el derecho “natural” no existe sin más? Como parece obvio por todo cuanto aquí se ha dicho, la respuesta no puede ser sino negativa. Al respecto, a partir de una precisión insinuada por Legaz y Lacambra, Hervada distingue entre “validez” y “vigencia” de los derechos, la que resulta decisiva a fin de ilustrar este punto. Como escribe éste último, “en tanto que existe la persona humana, el derecho natural es un derecho válido, esto es, su contravención constituye de suyo una injusticia”. De ahí que, añade, “la positivación no da al derecho natural su índole jurídica”, toda vez que tal faceta la “tiene por sí mismo”, en tanto tratarse de un “título” que inhiere en toda persona en virtud de su dignidad o eminencia y, por tanto, tal juridicidad es filosófica, lógica y temporalmente anterior a su “positivación” o “vigencia histórica” en un sistema jurídico. Sobre tales bases, la no positivación del derecho natural, en rigor, no dice nada contra éste en la medida en que su juridicidad no se predica de su integración en un sistema jurídico (tal sería una postura positivista), sino de las exigencias objetivas que inhieren en la persona y en la relación de éstas con las cosas exteriores. El derecho “natural” seguirá, pues, siendo derecho más allá de que su desconocimiento (o, incluso, su prohibición) por parte de un sistema jurídico compromete, sin duda y muy seriamente, su consideración ético-jurídica (piénsese, por ejemplo, en un sistema jurídico que admita la esclavitud o que segregue a las personas por razón de su raza; sexo o religión, tal y como se ha visto y se ve a lo largo de la historia de la humanidad). De ahí que, en fin, un derecho “natural” podrá no estar “vigente” en un ordenamiento jurídico más ello no implica que no sea “válido” y que, por lo mismo, pueda tornarse “vigente” en cualquier momento a través, como se ha anticipado ya, de las fuentes del derecho de que aquél disponga. El tantas veces referido caso “Saguir Dib” ilustra con solvencia en el plano estrictamente práctico cuanto aquí se ha señalado desde una perspectiva teórica. Como se recordará, el Alto Tribunal considera a los derechos imbrincados en la causa (vida e integridad física) como «preexistentes» o «naturales» a la persona humana. Ahora bien: esta terminología -usual en el círculo de la teoría y de la legislación sobre los derechos humanos- no es inocente, toda vez que, a mi juicio, el Tribunal busca resaltar mediante ellas que los derechos fundamentales de las personas son «preexistentes» al ordenamiento jurídico porque, precisamente, son «naturales» a ellas. Dicho en otros términos: la preexistencia se funda en la inseparabilidad de los bienes más fundamentales del ser humano justamente porque en ello reside su dignidad. De ahí que, como se lee en la causa en cuestión, la legislación «obviamente» los reconocerá y garantizará, pero en ningún caso los otorgará o concederá ex-nihilo como consecuencia de un acto de liberalidad. A la luz de lo recién expuesto, fluye con facilidad que para la Corte la ausencia de un derecho cualesquiera de un ordenamiento jurídico —es decir, su no vigencia histórico-concreta— en modo alguno autoriza a concluir que tal derecho resulte inválido en el ámbito del sistema jurídico al que dicho ordenamiento pertenece. En efecto: si, por caso, el ordenamiento jurídico argentino no hubiera positivado el derecho a la vida (como lo ha hecho por medio de los arts. 33 y 75, inc. 22 de la Constitución Nacional y por diversas disposiciones de rango inferior), aquél no sería un derecho vigente —no poseería vigencia histórico-concreta—, pero, ciertamente, sería un derecho válido, por constituir uno de los bienes básicos o fundamentales de la persona y susceptible de positivación a través del conjunto de las fuentes del derecho de que dispone el ordenamiento jurídico de nuestro país. Y, a mayor abundamiento, parece claro que la «obviamente» permanente validez de los derechos «naturales» de las personas no sólo los tornan preexistentes a todo el ordenamiento jurídico, sino que, además, aquélla deja traslucir la especial ponderación que tales derechos merecen. Este aserto —particularmente significativo si se recuerdan las circunstancias fácticas que dan lugar al caso en cuestión- entraña, al menos, dos consecuencias. La primera, que las conductas que se observan en las causas citadas (temperamento extensible a cualquier controversia) no pueden infravalorar y, menos aún, lisa y llanamente ignorar, la índole —es decir, la peculiar importancia— de los derechos (humanos) en juego, pues es a la luz de tal trascendencia que dichas conductas serán finalmente juzgadas. La segunda, que esta permanente “validez” de los derechos importa afirmar que constituyen una garantía —jurídica y, en definitiva, moral— de que al no depender para su aplicación de la vigencia histórica, quedan a resguardo de un eventual desconocimiento o conculcación por parte del sistema jurídico de que se trate. d) Viscisitudes de la “positivación-formalización” del derecho “natural” Como es obvio, el tópico recién estudiado remite a la no positivación del derecho “natural” por razones históricas, es decir, por circunstancias de tiempo y de lugar. Por el contrario, en este punto, se estudia la “positivación-formalización” del derecho “natural” en el sistema jurídico y los diversos avatares que, de suyo, se siguen en todo proceso de institucionalización histórica como el que entraña aquel conocimiento. En mi opinión, este aspecto puede observarse desde una triple consideración: a) en primer término, y desde una perspectiva más “filosófica”, parecería claro que la dinámica de la vida humana constantemente devela y, por tanto, extiende o amplía el conocimiento del núcleo básico del dignidad humana, lo cual gravita de manera correspondiente sobre el sistema jurídico extendiéndolo o ampliándolo progresivamente. Dicho en otros términos: se trata de observar en cuánta medida la historia compromete el conocimiento de los elementos naturales del derecho; b) la segunda es una mirada “fenoménica”, toda vez que observa la manera como la dimensión “natural” del derecho intelectualmente “conocida” se integra en el sistema jurídico, es decir, adquiere “vigencia histórica”; c) por último, desde una perspectiva fáctica o, si cabe, “sociológica”, es posible examinar lo atinente al cumplimiento o incumplimiento de un derecho natural ya positivado, esto es, de un derecho con concreta “vigencia histórica”. Este aspecto se reflexiona a partir de la importante distinción entre la ya estudiada “validez” del derecho natural y su “eficacia” al interior de un sistema jurídico. Como parece claro, el examen de las notas recién expuestas ponen énfasis en el hecho de que las dimensiones “naturales” del derecho no pertenecen al “cielo de las ideas” o a oscuras o irreconocibles “propuestas metafísicas”, sino al mundo de lo tangible y cotidiano, allí donde la presencia misma de la historicidad, es decir, de la “positivación” y “formalización” institucional del derecho demuestra la necesidad de dar una respuesta en clave de justicia a las exigencias básicas y permanentes de los seres humanos. i) El “progresivo” conocimiento y “positivación” del derecho natural Unidad siete La justicia y el derecho 1- introducción: En cuanto concierne a este aspecto, es oportuno recordar la ya conocida distinción entre los derechos naturales “originarios” y los derechos naturales “subsiguientes”. Respecto de los primeros, “el conocimiento del derecho originario es en parte –y sólo en parte- progresivo” ya que “si bien hay un núcleo básico de derecho natural que es conocido por todos, no faltan sectores del derecho natural originario que se van desvelando progresivamente, a medida que la naturaleza del hombre y la dignidad humana son mejor conocidas”. Es el caso, por ejemplo, del derecho “a la vida” en función de los constantes progresos científicos, los que pueden iluminar tanto el status del “ovocito pronucleado” frente a las técnicas de fertilización asistida y, especialmente, los bancos de almacenamiento de embriones; cuanto la situación del nasciturus frente al supuesto del aborto. A su vez, en relación con el “derecho natural subsiguiente” afirma Hervada que “constituye el orden jurídico natural inherente a las nuevas situaciones históricas; por lo tanto, se va desvelando a medida que van surgiendo las nuevas formas de convivencia o que se van produciendo los hechos o situaciones históricas”. Al definir esta índole de derechos el autor lo había ejemplificado con el caso del derecho “a la vida” a través de la legítima defensa ante el injusto ataque de un tercero. Por mi parte, más arriba aludí al derecho humano “a un ambiente sano” ante el obrar humano irrespetuoso respecto de la naturaleza y que pone en riesgo los derechos a la salud y, de nuevo, la vida misma de las personas. De ahí que, concluye Hervada, “este desvelamiento del derecho natural y su consiguiente averiguación constituye el proceso de positivación del derecho natural y lo que produce su paso a la vigencia histórica”. Como es claro, en cualquiera de los supuestos aquí señalados, afirma Hervada“, se da una constante: un orden natural que debe ser completado por el derecho positivo”. Y ejemplifica: “existe el derecho natural al trabajo, pero este derecho no es ejercible dentro del sistema jurídico –acción ante los tribunales, recursos administrativos, etc,- si no es a través de su concreción en relaciones jurídicas individualizadas por medios del derecho positivo: contratos, convenios colectivos, legislación, etc.)”. Por ello, continúa el autor, en todos estos supuestos “la positivación es necesaria y autoritativa; pero es perfeccionadora (completa el orden) e integradora (las exigencias o principios naturales quedan integrados en la norma completa), de suerte que el núcleo del derecho natural que pueda existir, tiene la fuerza propia de este derecho”. ii) Integración explícita e implícita del derecho “natural” en el sistema jurídico En relación a este aspecto, considero que la forma o manera de positivar los elementos “naturales” del derecho puede ser explícita o implícita. -Sucederá lo primero si un ordenamiento jurídico expresamente reconoce que ciertos derechos son de origen “natural”, esto es, que hallan su fuente ya en la “naturaleza humana”; ya en la “naturaleza de las cosas”. Un típico ejemplo de esto lo constituye el art. 515 del Código Civil por el que se distinguen las obligaciones en “civiles” y en “meramente naturales”. En relación a éstas últimas –que es lo que aquí interesa- la norma dice que “fundadas sólo en el derecho natural y en la equidad, no confieren acción para exigir su cumplimiento, pero que cumplidas por el deudor, autorizan para retener lo que se ha dado por razón de ellas…” (énfasis añadido). La nota del codificador a este artículo profundiza la idea: “[h]ay obligación natural siempre que, según el ‘ius gentium’, existe un vínculo obligatorio entre dos personas. Este vínculo, a menos que la ley civil no lo repruebe expresamente, merece ser respetado; pero mientras no esté positivamente sancionado, no hay derecho para invocar la intervención de los tribunales, institución esencialmente civil…” (énfasis añadido). En efecto; el “derecho de gentes”, como fue reconocido por la doctrina desde antiguo, es “derecho natural o derivación del derecho natural”, de modo que, como explica Vélez, la relación de tal índole generada entre dos personas suscita un “vínculo obligatorio” que “merece ser respetado” a menos que la ley civil lo repruebe expresamente. Dicha posible reprobación puede deberse, como explica Zachariae y cita el codificador en la nota recién mencionada, “al disfavor inherente a su causa, como las deudas de juego”, mas la dudosa moralidad de éstas últimas no quita el dato objetivo de la relación habida y la deuda contraída entre los jugadores, de modo que, como añade el doctrinario citado por Vélez, si bien “esas obligaciones no dan ninguna acción” (para la ley civil), “lo que ha sido voluntariamente pagado no puede repetirse” (pues para la ley natural es justo que toda deuda sea honrada). -Ahora bien: un reconocimiento explícito como el recién visto es por demás infrecuente debido, fundamentalmente, a una cuestión de técnica legislativa. Repárese, como se ha anticipado ya, que tanto el legislador como los particulares otorgan “derechos positivos”, en tanto que, en sentido estricto, al no ser creadores de “derechos naturales” en el doble sentido ya expuesto, se limitan a reconocerlos. Sin embargo, como es obvio, lo recién dicho remite a una cuestión filosófico-jurídica que, en el contexto del proceso legislativo o en el de los acuerdos entre partes, rara vez salta a la luz, siendo lógico que así sea, puesto que la arena parlamentaria o el tráfico de la vida no tiene las características de la academia, en que tales distinciones son de rigor. De ahí que, si se observa el proceso legislativo (y a fortiori el de las transacciones entre particulares) se advierte con nitidez que las normas sobre la dimensión “natural” del derecho se positivan de una manera implícita, en tanto, por una parte y si cabe la expresión, se limitan a tomar nota de su existencia sin hacer consideraciones sobre su origen o naturaleza; o, por otra, efectúa remisiones a debates parlamentarios o a otras disposiciones en las que sí resulta palmaria la referencia al origen “natural” de tales disposiciones. Como ejemplo del primer sentido de esta dimensión implícita (el “tomar nota”) cabe mencionar, por ejemplo y entre otros, los artículos 14 o 16 de la Constitución Nacional. El primero expresa: “todos los habitantes de la Nación gozan de los siguientes derechos conforme a las leyes que reglamenten su ejercicio: de trabajar y ejercer toda industria lícita; de navegar y comerciar; de peticionar a las autoridades; de entrar, permanecer, transitar y salir del territorio argentino, etc.”. A su vez, el art. 16 dispone que “la Nación Argentina no admite prerrogativas de sangre, ni de nacimiento…”. En estos textos, en efecto, se legisla sobre “derechos naturales”, es decir, sobre derechos que el Estado no ha otorgado o, menos aún, creado, sino que, en verdad, se limita a reconocer como pertenecientes a las personas. Éstas son, por su propia condición de tal, iguales más allá de su sexo, religión, nacionalidad o cualquier otro factor de índole “accidental”, de modo que poseen, como un dato inherente a ellas la posibilidad de trabajar; comerciar o trasladarse de un sitio a otro con prescindencia de que el legislador lo diga, de modo que la hipotética omisión en el reconocimiento de los derechos naturales, como se verá más abajo, no es óbice para su existencia. A su vez, como ejemplos de lo segundo (el “remitir a debates parlamentarios u a otras disposiciones”), me permito citar a los ya mencionados arts. 33 de la Constitución Nacional y 16 del Código Civil. En cuanto al primero, la lectura de los trabajos preparatorios, como se señaló más arriba y en la Unidad de Aprendizaje V, es inequívoca en cuanto a que los “otros derechos y garantías no enumerados” a que hace referencia la norma no son sino los “derechos naturales de los hombres y de los pueblos” mencionados en aquéllos, por lo que las consideraciones ya vertidas son suficientes y me liberan de abundar al respecto. En lo concerniente al segundo texto, me interesa reflexionar aquí sobre su frase conclusiva, la cual, en orden a resolver las controversias, afirma que “si aún la cuestión fuere dudosa”, ésta “se resolverá por los principios generales del derecho, teniendo en consideración las circunstancias del caso” (énfasis añadido). En efecto; los principios, como se anticipó (y a fortiori los “principios generales del derecho”), han de ser discernidos de las circunstancias del caso; de entre las costumbres del foro; del ethos social de una comunidad; en una palabra: de las exigencias básicas de las personas discernidas en el contexto social en el que actúa. Un ejemplo aclara esta idea: el viejo artículo 1198 del Código Civil disponía que “los contratos obligan no solo a lo que esté formalmente expresado en ellos, sino a todas las consecuencias que puedan considerarse que hubiesen sido virtualmente comprendidas en ellos”. Como se advierte con facilidad, la norma trasunta una impronta decididamente legalista incompatible con una filosofía más orientada a la justicia de las relaciones concretas que a la primacía de las formas. Sobre tales bases, la reforma de la ley 17.711 reescribió la norma de manera diversa: “Los contratos deben celebrarse, interpretarse y ejecutarse de buena fe y de acuerdo con lo que verosímilmente las partes entendieron o pudieron entender, obrando con cuidado y previsión”. Es fácil observar, pues, la “victoria” de un esquema normativo “principialista”, en concreto, del principio de “buena fe” como “horizonte de sentido” que reemplaza a “lo que esté formalmente expresado en ellos”. De ahí que, en fin, se haya arribado, a través de una vía oblicua (la de los “principios” en un horizonte histórico-concreto) al derecho “natural” (en el ejemplo, bajo la forma de la “naturaleza de las cosas”), tal y como, además, he procurado explicitar con la ayuda de otros ejemplos en las anteriores unidades de aprendizaje. iii) “Eficacia” del derecho “natural” en el sistema jurídico Por último, como lo ha puesto de relieve Hervada, la “positivación” en modo alguno debe ser confundida con el “cumplimiento del derecho natural por parte de los ciudadanos”, ya que “ni el cumplimiento es la positivación, ni el rechazo la anula, pues una cosa es la validez y la vigencia del derecho y otra su cumplimiento o incumplimiento”. Es claro: mientras la nota de “validez” da al derecho natural su carácter universal y objetivo y la “vigencia” lo “positiviza” en un tiempo y lugar histórico-concreto, ambas características no significan ni, mucho menos, garantizan, su real acatamiento por parte de los ciudadanos. De ahí que como dice Hervada hay que distinguir entre “validez” y “eficacia” del derecho pues “una norma válida puede ser ineficaz”, esto es, “objeto de general incumplimiento”. Este aspecto concierne a lo que en la terminología hervadiana se conoce como las “garantías de efectividad del derecho” de que se encuentra munido todo sistema jurídico de una sociedad organizada. En efecto; tales garantías (expresadas, como ya se anticipó, a través de determinados procedimientos; del recurso a los tribunales y del acatamiento de las decisiones arribadas incluso a través del empleo de la fuerza pública), son “una consecuencia de la obligatoriedad del derecho, que está en el orden de la ayuda a su efectividad, pero que no pertenece a su esencia: la falta de aplicación de garantía no destruye el derecho aunque a veces pueda dejarlo inoperante”. Y explica: “la inoperancia del sistema de garantías de efectividad puede tornar ineficaz a la norma, más no la invalida; como puede dejar sin auxilio a quien ve atacado o inatendido su derecho, pero tal desistimiento no destruye la razón de injusticia. Es más, puede tornar injustos a quienes tienen a su cargo el sistema de garantías”. Como es obvio, el cumplimiento de las disposiciones del sistema jurídico por parte de los miembros de la sociedad, sea de manera espontánea; sea por medio de la coacción, entraña el cumplimiento del derecho en tanto que tal, es decir, de todo el único derecho que constituye aquel sistema y que -como se anticipó y nunca se insistirá lo suficiente-, se halla integrado por elementos que proceden ya de la “naturaleza humana” y de la “naturaleza de las cosas”; ya del “convenio” humano. Con todo, es importante remarcarlo respecto de la dimensión “natural” del derecho no sólo porque de común suele pasar desapercibida (quizá por la influencia del “Positivismo jurídico” que la niega o, tal vez, porque el derecho –como también reconocen los autores iusnaturalistas- es en último término “positivo” en tanto que institucional), sino por su genuina importancia. En efecto; como remarca Hervada –el autor que más y mejor ha percibido este punto crucial- “el derecho natural, pues es derecho, es tan coercible como el derecho positivo; es más, aquellos derechos que con mayor intensidad son coercibles, son precisamente derechos naturales o mixtos (derecho a la vida, derecho a la integridad física, derecho de propiedad) y lo mismo ocurre con las normas jurídicas”. De ahí que, añade, “la coacción es un factor de la sociedad humana al servicio de los hombres, de la justicia y el derecho, sea de origen natural, sea de origen positivo”. Por ello, concluye, “el sistema coactivo propio del derecho natural es el mismo que el del derecho positivo: el sistema social de coacción al servicio de la efectividad del derecho”. Ante ello, se pregunta el autor “¿qué ocurre si una norma o derecho naturales no son asumidos por el sistema de garantía de efectividad del derechos?, es decir, ¿qué sucede con un derecho “natural” positivado (esto es, con “vigencia histórica”), pero incumplido, como puede ser el caso, lamentablemente, del grueso de los derechos fundamentales en nuestro país? (piénsese, por caso y sin ninguna pretensión de exhaustividad, en el derecho a la vida; a la salud; a la integridad física o a una vivienda digna y compáreselos con lo que la realidad nos muestra a diario). La respuesta de Hervada es categórica: “Ocurre lo mismo que si se trata de una norma o derecho positivos: la norma sigue siendo válida y el derecho sigue siendo debido, pero fuera del cumplimiento por comportamiento justo, no encontrará apoyo; será ineficaz. Tendrá validez, pero no eficacia en caso de incumplimiento”. f) Derecho “natural” e historicidad: la cuestión del “ejercicio” de los derechos Resta, finalmente, examinar el tópico acaso más importante en cuanto concierne a la crucial relación entre “naturaleza e historia en la determinación de lo justo natural”. Repárese, por de pronto, que no se está ante un tema de “positivación-formalización” (necesariamente históricos), el cual aquí puede o no darse. De igual modo, tampoco se trata de una cuestión de conocimiento “progresivo” de los derechos naturales (también de clara raíz histórica) pues, como se verá, dicho conocimiento existe y sobre él no se discute. Por el contrario, este tópico concierne al “ejercicio” concreto de los derechos en un tiempo y espacio precisos y, desde alguna de las diversas variantes de que puede ser examinado, guarda cierto vínculo con la “eficacia” recién examinada. Este tema ha sido examinado con especial originalidad y extrema fineza por Hervada, por lo que se seguirá su exposición a la letra, procurando ilustrarla con algunos ejemplos jurisprudenciales que facilitarán, según espero, su mejor comprensión de este fecundo tema. Por de pronto, conviene precisar cuáles dimensiones de la naturaleza humana se hallan afectadas por la historicidad, esto es, por las circunstancias de tiempo y de lugar en que se desarrolla la vida humana. Al respecto, como parece obvio, la naturaleza o esencia humana, es decir, aquellas notas que tornan a la persona en lo que es y no en otra cosa, “no puede estar sujeta al cambio histórico por una evidente razón: si la esencia –la naturaleza- tuviese una dimensión histórica de cambio, cambiaría el hombre en cuanto hombre”, con lo cual “ya no estaríamos ante la historicidad del hombre, sino ante la evolución de las especies”. Como añade el autor, ésta última tesis supondría que “a lo largo de los tiempos, la especie humana habría dado lugar a otra especie y ésta a otra, y así sucesivamente, lo cual es contrario a la más elemental experiencia”. Por el contrario, lo que dicha experiencia enseña es que “la historia es la historia del hombre. El hombre como colectividad y el hombre como individuo es una combinación de naturaleza permanente y de cambio histórico”. En ese contexto, profundiza el autor, “la historicidad es mudanza permaneciendo un núcleo o sustrato inmutado. El hombre, por el simple fluir de la vida, va cambiando desde ser niño a ser un anciano; pero permanece su identidad. Cada uno de nosotros tiene la experiencia de su propio cambio histórico” más dicho cambio “se opera sobre un yo permanente”, de donde “no hay mudanza en otro ser, sino mudanza dentro del mismo ser”. Sobre tales bases, es preciso reparar en un dato decisivo: “el cambio histórico no afecta a la naturaleza, pero radica en la naturaleza, por que el tiempo es una dimensión natural: el tiempo existe en la naturaleza”. De ahí que “naturaleza e historia sean inescindibles” y que lo que desde la Unidad de Aprendizaje V se conocen como los elementos “naturales” del derecho, “no sólo no son ajenos a la historicidad, sino que ésta es una dimensión suya”, cuanto menos por un doble orden de razones: a) “por ser derechos realmente existentes, son derechos que se tienen en el tiempo, en la historia; no son derechos supratemporales o intemporales, sino temporales e históricos…”; b) en cuanto, al suponer un ajustamiento entre cosas o entre personas y cosas, el cambio les afecta, al cambiar personas y cosas”. Como parece claro de cuanto aquí se ha señalado, “la historia no afecta al fundamento del derecho”, ya que si éste es, como se había dicho, la condición de persona propia del hombre, “dicha condición es igual y la misma en cada hombre, sin estar afectada por la historicidad”. Hervada lo explica con autoridad: “No se es más persona en la edad adulta que en la niñez, ni fue menos persona el hombre que vivió en la Edad Media que el hombre contemporáneo”. La dignidad de la persona es, pues, la misma antes; ahora y mañana, de modo que “todo derecho existe en su fundamento de igual manera y con igual intensidad con independencia de la historia”. Y –lógica consecuencia de lo anterior-, la situación histórica tampoco afecta a la “titularidad” de los derechos naturales toda vez que el “título inhiere en la naturaleza humana”. Dicho de otro modo: toda vez que existe la naturaleza humana entendida de la manera que se la ha reconocido (“metafísica” y no “física”; finalista y no determinista), es claro que toda persona es acreedora (por eso es, justamente, un ser humano digno) de “bienes” o “títulos” propios o inherentes y que, por tanto, permanecen en ella por el solo hecho de ser tal. Sin embargo –y esto es lo decisivo-, la historicidad, sí que puede afectar, de un lado, la “modalidad” y la eficacia” de los derechos que dimanan de la condición de persona del hombre y, de otro, la ya examinada “medida” de los derechos naturales. Obsérvese con detenimiento este fenómeno que, en definitiva, gravita sobre el “ejercicio” de los derechos fundamentales de la persona. i) La condición histórica del ser humano afecta, en primer lugar, el “modo” o “modalidad” de ejercicio de los derechos. Esto sucede por influjo del factor “tiempo”, procedente, como se sabe, de la “naturaleza de las cosas”, por cuanto aquél “modaliza” la manera de ejercicio de todos y cada uno de los derechos. Aquí conviene insistir en que “la historicidad afecta sólo modalmente a la titularidad”, pues aquélla ni la quita ni la da a ésta última ya que, como recuerda Hervada, “la titularidad inhiere en la naturaleza” la que siempre permanece en tanto alude a la condición de persona propia de todo hombre. De ahí que la “modalización” tiene que ver con la manera temporal –y, por tanto, histórica- en que los derechos son (o no) ejercidos. Hervada ejemplifica este punto con los casos del derecho al matrimonio y al trabajo. En cuanto al primero dice que “tiene un modo de ser en la niñez y un modo distinto de manifestarse después de la pubertad. Para el niño, el derecho a casarse se vierte en ciertos aspectos del derecho a la integridad corporal, a la educación, etc., pero no en el derecho a contraer matrimonio”. Y a su turno, “llegada la edad núbil, el derecho a casarse comporta el derecho a elegir cónyuge, el derecho a contraer matrimonio y –una vez contraído éste- el conjunto de derechos que son inherentes a la formación de la familia”. A su vez, en relación al segundo, es claro que “en la primera edad es derecho al aprendizaje, después es derecho a un trabajo, en la vejez es derecho a la jubilación pagada”. Otro ejemplo es, a mi ver, el suministrado por el caso “Saguir Dib” cuando conciente la dación del riñón con sustento, entre otras razones, en que “la dadora podrá llevar una vida normal en su matrimonio y maternidad” (consid. 5º del voto de los jueces Gabrielli y Rossi), con lo que se está significando otras tantas maneras (no las únicas) en que se manifiesta (se “modaliza”) los derechos a la salud y a la integridad física en las distintas etapas de la vida de una mujer. ii) En segundo término, las circunstancias de tiempo y de lugar afectan la “eficacia” en el ejercicio de los derechos. Esto ocurre por influencia de alguno o varios de los factores procedentes de la naturaleza de las cosas ya estudiados (“tiempo”; “calidad”; “cantidad”; “relación” y “finalidad”) pero también, como se verá, como consecuencia del propio obrar humano. En efecto, como enseña Hervada, “la condición histórica puede anular o suspender la eficacia del título” pero no, como se sabe, “la titularidad misma”. Ello ocurre tanto por parte del propio “sujeto”, esto es, de la persona en tanto que tal; cuanto desde la perspectiva del “objeto”, esto es, en relación con los bienes exteriores que son necesarios para el cabal cumplimiento de la dignidad humana. En lo que sigue se explican estos supuestos: -por razón del “sujeto”, en dos situaciones. La primera acaece “cuando hay una incapacidad natural, v. gr., la enfermedad o disminución suficientemente grave por lo que atañe al trabajo”. Es claro: para el ejercicio de determinadas tareas (por ejemplo, ser piloto de avión) se requieren ciertas condiciones físicas que, de no poseerlas el sujeto, torna imposible (“anula”) el ejercicio del derecho a ese concreto trabajo más, como es obvio, permanece el título a ejercer cualquier otro o, incluso, el mismo de pilotear aeronaves, si las dificultades físicas que en un momento impidieron acceder a aquél (“suspensión”), posteriormente sanaran. De igual modo, la Corte Suprema ha señalado que una persona, miembro de la Policía Federal, que padece el virus de HIV no puede por ese solo hecho ser exonerado de la fuerza, ya que tal enfermedad no lo inhabilita para el ejercicio de toda tarea, sino de algunas. De ahí que la decisión administrativa debe revocarse pues “omitió valorar la incidencia real de la afectación en la aptitud laboral del agente y su posible asignación a un destino acorde a sus condiciones psicofísicas concretas”. A su vez, la segunda ocurre “cuando el sujeto se coloca en una situación que anula la deuda correspondiente a su derecho”. Como surge con nitidez, es este el supuesto en que la condición histórica afecta a la naturaleza en razón de un hecho voluntario humano. Los casos son muchos. Hervada menciona el ejemplo ya conocido de quien “comete agresión contra la vida ajena”, ante lo cual “el agredido no tiene –durante la agresión- el deber de respetar la vida del agresor (legítima defensa)”. Y aclara: “como sea que la condición histórica sólo anula o suspende la eficacia del título y no el título mismo” en tanto que, como se insistió más arriba, “allí donde está la naturaleza, está el título, una vez desaparecida la situación que la anula o suspende, la eficacia del título revive plenamente; y así, fuera de la situación misma de la agresión, el agresor injusto tiene derecho a la vida y no puede ser privado de ella”. Otro ejemplo es el de la persona que cometió un delito por el cual se la condena a prisión efectiva, lo que arroja como consecuencia la pérdida del ejercicio del derecho a la libre circulación el cual, sin embargo, se reaviva una vez recuperada la libertad mediante los diversos modos establecidos por los códigos penales. -por razón del “objeto”, dice Hervada “el título se torna ineficaz por ausencia de objeto, como ocurre con el derecho a los alimentos, en situaciones de grave escasez de éstos”. Otro tanto acaece con la prestación de salud como es fácilmente perceptible en los supuestos en que los servicios sanitarios no proveen determinadas prestaciones médicas. Al respecto, en un caso resuelto por los tribunales civiles de la Capital Federal se señaló lo siguiente: “…el contenido de la prestación de servicios médicos a la que se obligó la empresa prepaga contratada por la accionante (…), no puede incluir, a no ser que se contraríe la lógica, la efectivización de una práctica que no se realizaba en el país, o bien sólo se realizaba a nivel experimental”. En efecto; desde la consistencia interna del razonamiento del juez, mal puede la empresa suministrar lo que no existe, esto es, la falta de ciertas dimensiones orientadas a la prestación de un “objeto” que, en el caso, es el “bien” salud. iii) Por último, en cuanto concierne a las “medidas” de los derechos, parece obvia la influencia de las circunstancias de tiempo y lugar por cuanto se había predicado en la Unidad de Aprendizaje V. Al ser aquélla “el ajustamiento entre cosas o entre personas y cosas, la condición histórica puede suponer cambios en las relaciones entre las cosas o entre éstas y las personas”. Como profundiza el autor, “ni las cosas ni las personas existen en pura naturaleza, sino en condición histórica”, de modo que “la regla para no caer ni en irrealismo ni en historicismo –dos actitudes opuestas al derecho natural- es no perder de vista que lo histórico sólo afecta a aquellos aspectos sometidos a la dimensión tiempo (cantidad, cualidad y relación)”. De ahí que, concluye Hervada, “la condición histórica puede afectar a la medida de los derechos naturales respecto del entorno y respecto del estado de las personas”. -El “entorno” social influye sobre la “medida” del derecho en razón de que “los bienes que, en cada momento histórico determinado abarca un derecho natural (…) pueden ser mayores o menores en cantidad y calidad”. Hervada lo ejemplifica con los casos del derecho a la salud y a la alimentación. En cuanto al primero, escribe, “el progreso de la medicina amplía la medida (…) del derecho a la salud” pues es claro que hoy comprende bienes –medicinas y medios terapéuticos- impensables en siglos pasados”. A su vez, en relación con el segundo, señala que “comprende en épocas de progreso y desarrollo una calidad –y aún cantidad- de alimentos que resultan imposibles –por tanto no conforman un derecho real y concreto- en otras épocas o circunstancias”. En el ámbito legislativo –en especial de índole internacional- la importancia del “entorno” como criterio de determinación de las “medidas” del derecho es evidente. Así, entre otros, vale mencionar al art. 2, inc. 1º del “Pacto Internacional de Derechos Económicos, Sociales y Culturales” en tanto determina que “cada uno de los Estados Partes (…) se compromete a adoptar medidas (…) hasta el máximo de los recursos de que disponga, para lograr progresivamente, por todos los medios apropiados, (…) la plena efectividad de los derechos aquí reconocidos” (énfasis añadido). La aplicación jurisprudencial de esta idea es también perceptible. Así, en un caso relacionado con los haberes jubilatorios (“Busquets de Vítolo”), el Alto Tribunal hizo mérito, entre otros, del art. 22 de la “Declaración Universal de Derechos Humanos”, que reconoce que “toda persona, como miembro de la sociedad, tiene derecho a la seguridad social (…) habida cuenta de la organización y los recursos de cada Estado…” y del art. 26 de la Convención Americana sobre Derechos Humanos en tanto dispone que “los Estados Partes se comprometen a adoptar providencias (…) especialmente económica[s] y técnica[s], para lograr progresivamente la plena efectividad de los derechos que se derivan de las normas económicas, sociales y sobre educación…” (énfasis añadido). Teniendo en cuenta lo expuesto, consideró que “tales referencias, que vinculan los beneficios sociales a las concretas posibilidades de cada Estado, resultan idóneas para interpretar el alcance de la movilidad aludida en el art. 14 bis de la Constitución Nacional. Por ello, la atención a los recursos disponibles del sistema puede constituir una directriz adecuada a los fines de determinar el contenido económico de la movilidad jubilatoria en el momento de juzgar sobre el reajuste de las prestaciones o de su satisfacción”. De igual modo, es interesante mencionar el ya citado caso “Peña de Márquez Iraola”, el cual, a través del voto en disidencia, tiene otra lectura de la realidad de las cosas que otorga plena influencia e importancia al “entorno” histórico en el disfrute del derecho a la salud. Dice, en efecto, el juez Kiper que “fuera de que algunas pruebas obrantes en la causa demuestran que la referida práctica no era ignorada, entiendo que esta visión deforma el espíritu del contrato, cual es (…) cubrir el riesgo de enfermedades graves y de alto costo. Aceptado ello, es obvio que quien contrata –sobre todo ignorante de los avances científicos- espera ser asistido en un futuro con las mejores técnicas que existan en ese momento y no con las conocidas al tiempo de contratar. De no ser así, se llegaría a la absurda situación de que los afiliados más antiguos serían los peores posicionados, ya que sólo podrían tener derecho a que la prestataria les cubra el tratamiento, pero limitado a lo conocido en el momento de celebrarse el contrato. Por el contrario, los nuevos asociados tendrían derecho a exigir tratamientos más modernos, ignorados o en desarrollo al momento de que otros se incorporaron al sistema. No sólo me resisto a razonar de esta manera, sino que, contrariamente, debo entender que todo avance científico en la lucha contra las enfermedades debe ser, además de bienvenido, tácitamente incorporado a este tipo de convenios, aún cuando se los ignorase por completo a la época del acuerdo” (énfasis añadido). -Por su parte, el “estado” de la persona, esto es el “tipo humano resultante de la evolución histórica, mediante el proceso cultural y civilizador” también constituye un aspecto conformador de la “medida del justo”. Bajo esta idea el autor alude a que “la cultura y la civilización no dan por resultado sólo el aumento de saberes y de medios, sino también un aumento de elevación espiritual y moral, un perfeccionamiento de la sensibilidad, cambios de mentalidad e idiosincrasia, etc. Hay un cambio de tipo humano”. Pues bien: ello sentado, como se apresura a precisar el autor, “hay materias que indudablemente escapan a la influencia de este factor histórico: por ejemplo, todas aquellas en las que la medida es la naturaleza humana como tal”, toda vez que, como se ha dicho tantas veces, esta última, de suyo, no cambia: fue igual en la Antigüedad; en la Edad Media; es así hoy y lo será mañana a menos, claro está, que se admita la evolución de las especies en cuyo caso, como es claro, el hombre habría dejado de ser tal, para pasar a ser otra cosa. De ahí que, bajo en esta sección, se alude a otras materias en las que dicha influencia es patente, tal y como, ejemplifica Hervada, es el caso del derecho penal, ya que “penas que son justas y proporcionadas para delincuentes habituales, pueden resultar injustas y desproporcionadas para el delincuente ocasional; un sistema represivo en contextos sociales y épocas de alto índice de delincuencia puede ser injusto, por excesivo, en sociedades y épocas de baja criminalidad”. Otro ejemplo lo suministra, a mi juicio, el recién citado caso “Busquets de Vítolo” relativo al “derecho”, “título” o “bien” del haber jubilatorio. Al respecto, el voto mencionado señala: “…cabe destacar que la garantía consagrada en el art. 14 bis de la Carta Magna no especifica el procedimiento a seguir para el logro del objetivo propuesto en cuanto a la evolución del haber, dejando librado el punto al criterio legislativo. Y ello es así, toda vez que el contenido y alcance de esa garantía no son conceptos lineales y unívocos que dan lugar a una exégesis única, reglamentaria e inmodificable sino que, por el contrario, son susceptibles de ser moldeados y adaptados a la evolución que resulta de las concepciones jurídicas, sociales y económicas dominantes que imperan en la comunidad en un momento dado”. Como es obvio, tal “evolución” no entraña consagrar una dimensión por completo diversa del contenido de los derechos en juego (en el caso, el haber jubilatorio) ya que tal “bien” inhiere en la naturaleza humana, la cual es siempre la misma. Como insiste una vez más Hervada a fin de descartar una tesis escéptica o relativista, “la historicidad no se refiere a la naturaleza humana, considerada en sí misma y en los bienes que la constituyen, pues la naturaleza es aquel factor permanente en cuya virtud el hombre es hombre”. Por el contrario, “el cambio se da sólo en la cantidad, la cualidad y la relación; y se refiere al ajustamiento entre cosas o entre personas y cosas”, siempre que hayan mudado las circunstancias pues “a igual situación, igual derecho”. Por ello, en el caso no se discute acerca del hecho de que, al cabo de una vida laboral en la que se efectuaron aportes jubilatorios, los ciudadanos tienen derecho a un retiro o jubilación, sino, a la “medida” de dicho haber el que deberá, como mínimo, garantizar condiciones de vida dignas y, como máximo, el mayor disfrute espiritual posible. De ahí que, como sugestivamente plantea el autor, “la historicidad de los derechos naturales no puede estar afectada por la variación en la estimación social –valores- de los bienes que los constituyen” ya que “la estimación no influye en el derecho natural, sino, en todo caso, en su respeto por parte de los demás. Un menor respeto a un derecho natural, por ser menor la estimación social, no hace variar la razón de injusticia, sino que muestra simplemente un menor sentido de la justicia en la sociedad por lo que a ese derecho concreto se refiere”. Al respecto, y para no abandonar el último ejemplo, la menor o escasa consideración por parte de la sociedad en general y de los legisladores en particular respecto de los haberes jubilatorios –supuestas condiciones macroeconómicas que habilitarían su mejora- muestra una evidente ausencia de estima respecto de dicho derecho o bien, mas no anula la juridicidad natural de éste. Unidad de Aprendizaje VI La Interpretación Jurídica Introducción En este capítulo se examinará un tema clásico de la teoría general del derecho: el de la interpretación. Desde antiguo, teóricos y prácticos de lo jurídico se han fatigado en torno de este punto, sin duda crucial, en la medida en que se vincula con la genuina comprensión, es decir, con el sentido propio de la realidad jurídica. Como el lector puede anticipar en función de lo hasta aquí expuesto, en rededor de este punto también gravitan modos de aproximación y de entendimiento diversos, según se trate de las distintas maneras de concebir lo jurídico. Así, una concepción “unitaria” de las fuentes del derecho y “cerrada” del sistema jurídico aspira a suministrar una propuesta “sencilla” (o, si se permite la expresión, “automática”) de la interpretación en esta materia. Dicho de manera breve: si la realidad jurídica se compone exclusivamente de leyes o reglas y éstas son claras y se hallan sistematizadas en códigos, entonces, será posible, más que una interpretación, una directa aplicación de aquéllas disposiciones al supuesto de hecho. Como fue dicho por los juristas romanos del período post clásico, “in claris non fit interpretatio” (“si la norma es clara, no cabe interpretación”). Por el contrario, una concepción “plural” de las fuentes del derecho y “abierta” del sistema jurídico necesariamente advierte que la interpretación es un fenómeno complejo que exige una constante “ponderación” o “valoración”. Es que, como se ha visto ya, no siempre existen normas para todos los casos de la vida; no pocas veces aquéllas resultan claras; menos aún, los principios admiten una aplicación automática y, en fin, tampoco la realidad de la vida es a menudo sencilla de comprender, tal y como fue anticipado con fina exactitud por Aristóteles hace ya casi 2500 años. En este contexto, el afán de una mera aplicación parece un noble sueño que bien puede conducir a una pesadilla de incoherencias lógicas e injusticias materiales. De ahí que parece inevitable la interpretación, tanto de los textos normativos cuanto de los textos de la realidad de la vida, ya que, como ha sido puesto de relieve con particular agudeza por la “Hermenéutica Filosófica”, dicha realidad es también un “texto” y, en tanto que tal, susceptible de una lectura por parte del intérprete. Supuesta entonces la inevitabilidad de la interpretación, conviene precisar su alcance. Como explica Wroblewski, “una tendencia presenta la interpretación como el descubrimiento de significado inherente a la regla legal interpretada y considera la actividad interpretativa como la reconstrucción de este significado”. Esta tesis, a la que el autor más adelante denomina como “interpretación sensu stricto” es, como se verá más abajo, la defendida por Savigny y, como ya puede fácilmente ser intuido, corresponde al pensamiento “Positivista”. Por el contrario, el profesor polaco afirma que “la otra tendencia presenta la interpretación como la atribución de un significado (determinada por varios factores) a la regla legal, y considera la interpretación como una actividad creadora similar o análoga a la del legislador”. Sin que quepa concordar en un todo con la caracterización recién efectuada (en especial en cuanto atribuye al intérprete un rango creador “similar” al legislador por cuanto aquél no parte desde la nada, sino, precisamente, desde un texto), parece claro que esta tesis, como se estudiará más adelante, se corresponde mejor con el pensamiento iusnaturalista entendido en su faceta clásica “greco-romana” o, como también lo llamé, “prudencial-valorativa” y, sin duda, con la recién mencionada tradición de la “Hermenéutica Filosófica”, la que ha sabido acertadamente caracterizar el fenómeno interpretativo como un acto de “comprensión” que, en tanto que tal, engloba tanto la interpretación como la aplicación. Estas últimas corrientes, en efecto, no solamente asumen la insoslayabilidad de la interpretación, sino su indudable extensión puesto que, además de abarcar el obrar humano, se proyecta sobre la realidad exterior a aquél y que, como tal, incide sobre su propio proyecto vital. En este horizonte, la interpretación ha dejado de pertenecer, como en la antigua Roma (en la Roma, si cabe la expresión, “prejurídica”) al ámbito del “interpres”, esto es, del adivino que juzgaba de lo venidero por las entrañas de las víctima, sino que, en sentido amplio, concierne a la comprensión de un objeto cultural que, como es obvio, comprende a esa porción de lo cultural que representa el derecho. Éste, en tanto que producto histórico-institucional requiere ser racionalmente comprendido a fin de servir a su objetivo de favorecer la paz social y tal acto, no es ajeno a la idea de interpretar y de aplicar recién expuestas sino que, antes bien, la suponen. Como escribe Gadamer, “la interpretación no es un acto complementario y posterior al de la comprensión, sino que comprender es siempre interpretar, y en consecuencia la interpretación es la forma explícita de la comprensión”. Y, al mismo tiempo, añade el autor, “nuestras consideraciones nos fuerzan a admitir que en la comprensión siempre tiene lugar algo así como una aplicación del texto que se quiere comprender a la situación actual del intérprete” ya que, si bien se mira, “…para la hermenéutica jurídica (…) es constitutiva la tensión que existe entre el texto de la ley (…) por una parte y el sentido que alcanza su aplicación al momento concreto de la interpretación en el juicio (…) por la otra”, puesto que “una ley no pide ser entendida históricamente sino que la interpretación debe concretarla en su validez jurídica”. Esto quiere decir, completa el autor, que “si el texto (…) ha de ser entendido adecuadamente, esto es, de acuerdo con las pretensiones que él mismo mantiene, debe ser comprendido en cada momento y en cada situación concreta de una manera nueva y distinta. Comprender es siempre también aplicar”. Como resulta innecesario abundar, las dos grandes maneras de asumir el fenómeno interpretativo recién mencionadas no son nuevas, sino que se replican a lo largo de la historia, tal y como se procurará mostrar en los puntos siguientes desde una triple perspectiva: en primer término, una mirada histórica; de seguido, una consideración sistemática más detallada de las grandes maneras de asumir el fenómeno interpretativo y, por último, una comprobación de tales perspectivas a partir de una referencia a la práctica de la Corte Suprema de Justicia de la Nación. 2. Una breve ojeada histórica al tema de la interpretación: la tensión entre “cetética” (o “finalismo”) y “dogmática” (o “formalismo”) Siguiendo a Colinwood, para quien cada campo de conocimiento —cada ciencia— se estructura como un conjunto de preguntas y respuestas, Viehweg ha efectuado una didáctica caracterización del asunto a tratar en este apartado. A su juicio, “cuando el énfasis reside en las preguntas, hasta los puntos de vista rectores que son adoptados como respuestas son siempre cuestionados. Son sugerencias vulnerables, ya que sólo son intencionadas tentativamente. Permanecen siendo preliminares e inciertas. Su formulación tiene que facilitar la discusión, el desafío y hasta la refutación. No son pensadas como definitivas y su tarea real es caracterizar el horizonte de cuestiones en el campo elegido”. Por el contrario, “cuando el énfasis recae en las respuestas, algunos puntos de vista adoptados como respuestas quedan explícitamente excluidos de toda discusión. No son cuestionados. Son pensados como atemporales, como absolutos. Consecuentemente, ellos dominan todas las respuestas ulteriores. Estas últimas tienen que demostrar que, de alguna manera aceptable, son compatibles con las intangibles respuestas básicas”. Y concluye el autor: “el primer modelo es un asunto de investigación: se construye un campo de investigación en el que las opiniones (proposiciones) son puestas en duda y examinadas una y otra vez. Como la palabra griega para designar esto es zetein, este tipo de empresa intelectual puede ser llamada ‘cetética’. El segundo modelo es una cuestión de fijar ciertas opiniones: se construye un firme campo de opinión, cuya validez es intangible y con el cual se prueba la validez de nuevas opiniones. Como ‘formar una opinión’ se dice en griego dokein y ‘opinión’ es dogma, hablamos aquí de ‘dogmática’”. Como resulta claro, lo que aquí se llama “cetética” no es sino lo que Viehweg en otro tramo de su obra conoce como “pensamiento problemático”, en tanto que lo que en el lugar recién expuesto se ha identificado como “dogmática” alude a lo que el profesor alemán conoce como “pensamiento sistemático” y que, en la terminología de esta obra remite al sistema “cerrado” del “Positivismo jurídico”. Dicho en otros términos: un operador jurídico que parte del problema que le plantea una situación vital no necesariamente tiene un resultado asegurado, sino que éste debe discernirse al hilo de las notas que aquella presenta; por el contrario, si su mirada se posa en primer lugar en el sistema, éste ya le anticipa una determinada solución que, en principio, no cabe sino “aplicar” al problema bajo examen. Con otros términos, este tema ya había sido planteado por Hermann Kantarowicz en un artículo de 1914 que Radbruch, al insertarlo en su ya citada Introducción a la Filosofía del Derecho convirtió, para solaz de los juristas, en un clásico. En efecto; el par “cetética-dogmática” es visto por el fundador de la “Escuela del Derecho Libre” como la permanente contraposición entre “formalismo” y “finalismo”. Así, expresa, “la tendencia formalista, en la ciencia del Derecho, parte de una norma jurídica formulada, que es casi siempre un texto legislativo y se pregunta “¿cómo debo interpretar este texto, para ajustarme a la voluntad que en su día la formuló? Partiendo de esta voluntad, construye –por procedimientos al parecer lógicos- un sistema cerrado de conceptos y principios, de los que se desprende necesariamente la solución de todos y cada uno de los problemas jurídicos…”. Por el contrario, añade, “la tendencia finalista parte –sépalo o no- del ‘sentido’ y no del libro; parte de la realidad, de los fines y necesidades de la vida social, espiritual y moral, considerados como valiosos” y, bajo tales premisas, se pregunta “¿cómo debo manejar y modelar el Derecho para dar satisfacción a los fines de tu vida?”. Como es obvio, numerosas son las distinciones que cabe colegir de esta distinción capital. De manera sintética –puesto que se trata de tópicos del pensamiento y, por tanto, de “términos (…) cargados de asociaciones de ideas que inducen fácilmente a error, pero, a pesar de ello [son] los menos equívocos de todos”-, el autor citado expresa: “el carácter de la tendencia formalista es siempre más rango de ciencias”. De cualquier modo, como añade el Kantarowicz, cualquiera que sea el nombre que se les de”, una cosa parece clara: “es el juego cambiante de estas tendencias el que preside en general, desde hace casi mil años, la trayectoria de la ciencia jurídica”, de modo que “apareciendo representadas ambas tendencias en cada época, tan pronto predomina la una como la otra”. Es esto lo que se procurará, bien que de manera sintética, observar en lo que sigue siempre a partir de la mirada del autor al que se sigue en este tramo de la exposición. La compilación de Justiniano El estudio de Kantarowicz principia con lo que él denomina la “gran compilación de Justiniano” la cual proponíase poner “término para siempre al desarrollo de la ciencia jurídica”. Desde el punto de vista político, la consigna es categórica: “una concordia; una consequentia”. Para la materia interpretativa, la conclusión no es menos diáfana: “con aquél recelo con que el absolutismo de todas las épocas se enfrenta a la ciencia libre, se declara prohibida y castigada (…) toda elaboración de las fuentes que trascienda de la labor puramente mecánica”, en especial “en lo tocante a la parte fundamental de la compilación, o sea al Digesto”. De ahí que el apotegma que se impone es “legum interpretaciones, immo magis perversiones” (“la interpretación legal es siempre la mayor perversión”). Para Kantarowicz, “en este veto del absolutismo bizantino –y no, como tantas veces se afirma, en la fe de la Edad Media en la autoridad- hay que buscar la verdadera raíz histórica de la que brota, andando el tiempo, la concepción de la jurisprudencia como la ‘sierva del legislador’”. Con todo, en defensa de esta notable compilación cabe apuntar, por de pronto, que permitió un conocimiento que, de haber quedado disperso, quizá habría entrañado la pérdida irreparable de buena parte de la producción jurídica del genio romano. De ahí que, en definitiva, no puede perderse de vista que dicho anhelo compilatorio obedecía a que no se estaba conservando cualquier opinión, sino la del conjunto de autoridades nacida y desarrollada algunos siglos antes sobre la base de la flexibilidad que proporcionó un pensamiento orientado al “problema” y a la elucidación de “regulae” (o principios) que, justamente, constituyeron la estructura que Justiniano tan celosamente quiso preservar. Los “Glosadores” El segundo momento que el autor considera digno de mención ocurre durante los siglos XII y XIII y tiene a los denominados “Glosadores” como protagonistas. Como es sabido, hacia fines del siglo XI a raíz del incendio de la villa de Amalfi, tuvo lugar el fortuito encuentro del Digesto, el cual, dice Kantarowicz “no lo encontramos citada ni una sola ente los años 603 y 1076”. Y, como agrega el autor, “otro azar parejo quiso que una copia de este códice” fue a parar a manos del filólogo-jurista Irnerio quien cotejó el texto “con el de un extracto del Digesto procedente de, tal vez, de tiempos del propio Justiniano y estableció, a base de ambos, (…) un nuevo texto, la llamada ‘Vulgata’ del Digesto, que habría de mantenerse en vigor hasta el siglo XIX”. Como explica el autor, Irnerio y sus discípulos tienen “por punto de partida una obra formal, filológica: el descubrimiento de varios libros antiguos y la corrección de su texto a base de otros inauguran una ciencia que tiene por misión la ordenación de la vida presente”. La erudición de estos hombres se observa en las “innumerables glosas”, así como “en la muchedumbre de conjeturas, interpretaciones, distinciones e intentos de soluciones” hechas a los textos y en “su sentido sistemático” que “brilla en su afición a los cuadros sinópticos y a las clasificaciones”. Con todo, para el autor, el talón de Aquiles de los “Glosadores” estriba en su “espíritu eminentemente formalista: quien se ponía a escribir un libro, escribíalo, por regla general, no acerca de una serie de problemas jurídicos coherentes entre sí, sino agrupando con arreglo a puntos de vista externos las más diversas disquisiciones”. De ahí que esta glosa se limitó a “interpretar las palabras de Justiniano y de los juristas extractados por él” ignorando “en absoluto la vida propia de los nuevos tiempos: hacíase caso omiso de sus normas jurídicas, de sus necesidades, de sus instituciones. Tenemos ante nosotros (…) el prototipo acabado del historicismo (…) revelando con ello, congruentemente, una ausencia casi absoluta de sentido histórico”. Los “post-Glosadores” o “Comentadores” El tercer movimiento examinado por Kantarowicz acaece un siglo más tarde y se corresponde con la tendencia “finalista”. Pertenece a lo que tradicionalmente se conoce como “Postglosadores” pero que el autor prefiere denominar como “Consultores”, ya que “lo que ahora sirve de centro a la literatura jurídica y lo que constituye, al mismo tiempo, el punto brillante de ésta son, en efecto, las consultas, los dictámenes”. A su juicio, “esta actividad de dictaminadores obliga a los juristas a mantenerse continuamente en contacto (…) con las nuevas relaciones y necesidades y, sobre todo, a adaptar el Derecho romano, para poner a contribución su sabiduría a estas concepciones, relaciones y necesidades de los nuevos tiempos”. Para el autor, “el consultor más famoso de todos (…), es Bártolo da Sassoferrato, que vivió a mediados del siglo XIV y fue, sin ningún género de dudas, el jurista más influyente de todos los tiempos”, cuya obra acusa la influencia decisiva de “los juristas franceses, de los doctores ultramontani o moderni, como a la sazón se les llamaba” y entre los que destaca Jacques de Revigny considerado el introductor de la filosofía (o dialéctica, entonces sinónimas) en la jurisprudencia. A juicio de Kantarowicz, la importancia de la escuela de los “Consultores” se basa no solamente en haber sacado al derecho privado romano “de las aulas y los cuartos de estudio al aire libre de la vida (…) bajo la inspiración del pensamiento jurídico germánico, canónico y neolatino”, sino en que “adentrándose audazmente en este tesoro del pensamiento jurídico, reestructuraron o crearon casi ex novo ramas como las del Derecho internacional privado, la teoría de las corporaciones, los rasgos fundamentales de la teoría del Estado, las teorías generales del Derecho penal y del procedimiento criminal, infundiendo a sus creaciones un aliento tan poderoso que ha llegado hasta a nuestros propios días”. Con todo, en el debe de este movimiento, el autor computa “la ausencia total de claridad metodológica y el enclaustramiento medieval en el dogma de la autoridad”, de manera que “toda doctrina jurídica (…) tiene que emanar forzosamente del único texto revestido de autoridad, que es el Corpus iuris”, lo cual condujo a “toda una serie de forzados trastocamientos y descoyuntamientos del texto de la ley, que no retrocedían ni ante las más grotescas y risibles tergiversaciones”. El “Humanismo” El péndulo hacia el “formalismo” se observa, nuevamente, hacia fines del S. XV y durante el siguiente, con la escuela “Humanista”, la que florece tanto en Francia como en Alemania y que, como explica el autor, “desenterró o descubrió, editó y esclareció todo el tesoro del Derecho antejustinianeo…”, más allá de que permanecieron “fieles al mos italicus, es decir, al método de los consultores italianos”. En el primer país, la figura central y uno de los grandes juristas de la historia Occidental es Cuyas, “síntesis armónica del jurista, el filólogo y el historiador, como no volvería a presentase hasta Teodoro Mommsen”. En la segunda nación, afirma Kantarowicz que “la sumisión a los maestros italianos llegaba hasta el punto de que las pasajes no glosados de las fuentes no cobraban vigencia en Alemania”, de modo que “tomaron ese Derecho, sin duda alguna moderno, pero extraño, tal y como llegaba a sus manos, supeditando a los conceptos recibidos de fuera las relaciones de la propia realidad”, todo lo cual, en fin, generó desde entonces un pertinaz encono hacia el derecho romano. Sin embargo, como explica el autor, el claro “formalismo” de esta escuela se diferencia del ya estudiado con los “Glosadores” en un punto fundamental: mientras que éstos últimos (que Kantarowicz llama “formalismo escolástico a-histórico”) “apenas si se da[n] cuenta de lo que su tiempo tenía de antagónico” con el derecho romano estudiado y enseñado, en el “Humanismo” (al que el autor denomina “formalismo humanístico-histórico”), tal antagonismo es despreciado “para volver la vista, olímpicamente, ‘a las fuentes`”. La teoría del “Derecho natural” Los siglos XVII y XVIII son testigos, quizá como consecuencia de la consolidación definitiva de la ruptura religiosa, del advenimiento de una escuela que, como cuenta el autor, “en lugar de un libro”, esto es, de “la ratio scripta de ley romana”, pone en el centro de la escena, como fundamento último de lo jurídico, “la eterna legislación de la razón humana, o lo que se tiene por tal”. No comparto con Kantarowicz que el puntapié de esta corriente sea la famosa obra de Hugo Grocio De iure belli ac pacis de 1625 (tengo para mí que si, algún comienzo particularizado cabe mencionar, éste debe ser Francisco de Vitoria y su Relectio de Indiis de 1532), pero sí que la enorme influencia de esta corriente se advierte primero que nada en “aquella rama del Derecho en que menos abundaba la materia positiva, que era la del Derecho internacional o de gentes, rama que todavía hoy, sobre todo fuera de Alemania, aparece más estrechamente unida a la filosofía del Derecho que cualquier otra”. Como precisa el autor, se está ante un “finalismo racionalista” ya que “era precisamente su supuesta significación metafísica lo que infundía tanta fuerza de convicción y de empuje al contenido práctico y nacional de aquellos pensamientos”, de modo que “sin ese meollo racional”, el Derecho natural no habría capaz de legar tantos y tan “inmensos servicios” a la posteridad. Para Kantarowicz, su aporte es visible, entre otros aspectos, en “haber servido o de guía a legislaciones tan vitales o tan progresivas como la codificación del Derecho nacional prusiano, la francesa y, sobre todo, la austríaca”. De modo más particularizado, afirma, “en la época del Derecho natural se da al traste, por fin, con el dogma según el cual todo fallo judicial debe derivarse de la ley o del Derecho consuetudinario: aparece en la práctica, por vez primera, al lado de estas dos, una tercera fuente, y con ella el primer sistema de ideas jurídicas axiológicas”, de modo que “era esto (…) lo que permitía también (…) servir al juez de fuente en la aplicación e integración del derecho positivo”. De igual modo, añade, a su empuje se debe la elaboración durante el siglo XVIII de las “Partes generales” que han permanecido prácticamente inalteradas hasta hoy, de manera que “fue modernizado y adquirió, al mismo tiempo, rango científico el Derecho privado común o usus modernus pandectarum”. Más todavía: en cuanto “al contenido”, agrega el autor “combatió, en nombre del inalienable derecho humano de libertad, la servidumbre a la gleba y el vasallaje de los campesinos, la sumisión de la mujer casada (…), el cautiverio del hombre de la ciudad en la jaula de oro de los gremios; minó el absolutismo de los gobiernos (…); proclamó la idea del Estado de Derecho; corrigió fundamentalmente el Derecho penal, al combatir la justicia basada en la arbitrariedad y establecer determinados tipos de delito; eliminó, como incompatibles con la dignidad humana, las penas corporales de mutilación, acabó (…) con el tormento y persiguió a los perseguidores de brujas”. A esta teoría se le impugnó –incluso en su día y, más tarde, por Savigny e Ihering, entre otros- el desdén hacia la ley positiva. Sin embargo, para Kantarowicz, por el contrario, “no es cierto que el Derecho natural fuese enemigo de la ley; lejos de ello, como hijo que era del Estado absoluto, cifraba toda la salvación precisamente en la legislación, habiendo sido precisamente en este terreno donde alcanzó sus mayores triunfos”, tal y como fue bien visto por Hegel cuando escribió que la llegada de la Revolución Francesa mostró el momento en que “los filósofos se hicieron legisladores”. Lo que sucedió, como afirma Kantarowicz, fue que los iusnaturalistas apoyándose, “claro está, en razones de Derecho natural”, las que “constituían la lex legum, el principio inconmovible en medio del caos del Derecho común”, consideraron “como Derecho carente ya de vigencia las normas jurídicas de los viejos tiempos que contravenían a la cultura de los tiempos actuales, cuando el Estado no se decidía a proclamar su formal derogación”. Y si bien en ello, reconoce el autor, aplicaban un criterio harto vago, no se diferencia, sin embargo, gran cosa del que hoy seguimos, al profesar la tesis de que las leyes pierden su vigencia no sólo por obra de la ley, sino también por la acción del Derecho consuetudinario derogativo, por el desuso y por los cambios revolucionarios operados en el régimen de gobierno”. Con todo, reconoce el autor, ese afán por dotar al ordenamiento jurídico de una certeza y justicia inconmovible muchas veces “lejos de acabar con la inseguridad jurídica, contribuía a acentuarla”, tal y como se vio con el famoso “Terror” en la Revolución Francesa, la que “vino a demostrar a los pueblos y a sus dirigentes cómo los postulados de la razón podían conducir, a la postre, al desencadenamiento de las furias”. De ahí que, concluye, “las gentes empezaron a cansarse de sus afanes de mejorar el mundo, para esforzarse por encontrar la razón, no en el futuro, sino en el pasado”. Por ello, “la era filosófica del Derecho natural” cedió el paso “a un período histórico”. f) La escuela “Histórica” La primera mitad del siglo XIX se halla dominada por el pensamiento de Savigny y sus discípulos quienes dieron lugar a la “Escuela Histórica”, en la que gravita el espíritu de su época, esto es, el “romanticismo”, aunque reconoce antecedentes de importancia en la famosa obra de Monstesquieu de 1748 De l’ esprit des lois (Sobre el espíritu de la leyes). En ésta, en efecto, se postula que éstas “no debían ser consideradas como ordenaciones arbitrarias salidas de cabezas más o menos ingeniosas, sino (…) como las relaciones necesarias que se derivan de la naturaleza de las cosas” entendiéndose por tales “las condiciones físicas de toda vida, en el clima y en la calidad de la tierra (…), en el régimen económico, densidad de población (…) régimen de gobierno, organización militar, religión, costumbres y espíritu el pueblo”, sin que quepa, por cierto, desconocer “la repercusión del Derecho sobre todos estos factores”. Según Kantarowicz, Savigny “retiene de todos los factores señalados por Montesquieu solamente uno, que es, además, el único científicamente inservible, por ser inaprensible: el espíritu del pueblo. Según él, todo Derecho nace como emanación de este espíritu, a la manera del Derecho consuetudinario”. Para el autor, “esta actitud trajo consigo, necesariamente, la hostilidad contra toda consideración finalista y valorativa y, por tanto, la recaída en el formalismo”, más precisamente, en un “formalismo romántico” en el que se hizo patente “la ciega y obstinada repudiación del Derecho natural, con el que se rechazaba y desterraba (…) sin una sola palabra de justificación, la filosofía del Derecho en su conjunto”. Este formalismo dividió sus aguas según se trate de los “romanistas”, quienes concentraron sus investigaciones en el texto del Corpus Iuris Civilis; o de los “germanistas”, quienes se avocaron a la exégesis de las leges barbarorum y el derecho consuetudinario en la medida en que, éste último, “se hallaba ya formulado, siendo por tanto asequible al método filológico en vez de al método sociológico y pudiendo, así, ser tratado como leyes”. En ambos casos, una cosa es segura: los textos bajo estudio “eran vistas ahora menos con ojos de jurista que con ojos de historiador, lo que era también otro de los frutos del romanticismo, empeñado en concebir toda ciencia, cualquiera que ella fuese, como una ciencia histórica”. Pero la influencia de Montesquieu fue más penetrante todavía en otro aspecto, en el que, como se ha visto ya y volverá a insistirse en lo que sigue, tuvo una enorme fortuna posterior. Savigny tomo de aquél la teoría de la división de los poderes en el aspecto en que “el juez debía atenerse estrictamente a aplicar las normas jurídicas estatuidas…”, lo cual entrañó considerar a “la actividad jurídica como una actividad puramente cognoscitiva, de la que quedaba excluido todo lo que fuese valoración y voluntad”. Teniendo presente ese horizonte, Kantarowicz sintetiza: “tales son los dos puntos fundamentales del programa que tanta influencia habrían de cobrar…” y “que jamás habrían de ser renegados. En el campo de la dogmática, el formalismo histórico de los románticos condujo, de una parte, al purismo, es decir, al victorioso intento de restituir el Derecho romano, en la medida de lo posible, a su fase antigua, y el Derecho germánico a su fase medieval; y, de otra parte, a un tipo de interpretación aparentemente lógica, basada en ‘conceptos’ e indiferente a todas las necesidades de la vida presente, método interpretativo que habría de forzar todavía más uno de los discípulos de Savigny, Puchta”. Para el autor, en el “haber” de esta corriente no deben silenciarse ni “la rigurosa crítica de las fuentes” ni, tampoco, la “fina y sutil formación de los conceptos”. Sin embargo, en el “debe” corresponde computar el “completo divorcio entre teoría y práctica” ya que “este método puramente formalista, que venía a romper toda cohesión entre el Derecho y la cultura y que, al mismo tiempo, llevado de su tendencia arcaizante, se detenía ante todas las innovaciones del desarrollo posterior”, habría de contradecir, incluso, “la enseñanza fundamental de la teoría romántica, o sea la del espíritu del pueblo”. Con todo, Kantarowicz piensa que para bien de la ciencia jurídica alemana, su porvenir no estuvo atado a los aclamados desarrollos de la ciencia “Histórica•. Por caso, los trabajos habidos en el derecho comparado; en el derecho comercial o los planteamientos en torno de una nueva legislación debidos a Thibeaut y Goenner, o, en fin, los estudios de Feuerbach en derecho penal, “en uno u otro sentido (…) representan una escondida corriente finalista en plena marea alta del punto vista histórico”. La “nueva” escuela histórica: Ihering En efecto, los desarrollos de esta nueva corriente se hayan íntimamente vinculados, tanto en su defensa como, incluso, en su crítica, a la obra de este insigne jurista, en un primer momento discípulo de Savigny. Puede decirse que la “nueva” escuela echa a andar a partir del célebre ensayo de Ihering de 1856-7 “Nuestra misión” por la que pretende ser una mezcla de “elementos formalistas y finalistas”, en tanto “ha tomado de los adversarios de los primeros historicistas la concepción de la ciencia del Derecho como una disciplina ‘creadora’ y práctica pero, coincidiendo con aquéllos, busca el medio para alcanzar este fin única y exclusivamente en la construcción de conceptos”. Con todo, en el período conclusivo de su vida, el propio Ihering, en su no menos celebrada obra “En serio y en broma”, dejó caer sus dardos apasionados en contra de su propia creación sentando las bases de un planteamiento “finalista”, si cabe la expresión, ya maduro. Así, “en esta obra separa sus elementos históricos y jurídico-conceptuales de sus elementos realistas y finalistas, elevando sobre el pavés el factor ‘interés’ en el derecho subjetivo y el factor ‘fin’ en el Derecho objetivo”. Con lo expuesto, piensa Kantarowicz, fundador y propulsor de la escuela del “Derecho libre” se arriba a “la forma metodológica del finalismo” y, de este modo, se está en condiciones de preservarlo de la suerte que corrieron sus predecesores escolásticos y racionalistas “porque le permite darse cuenta de los límites y los peligros del finalismo mientras conserva como una conquista definitiva su fecunda sustancia”. La teoría de la interpretación en el “Positivismo jurídico” a) Introducción A continuación del sugestivo derrotero histórico trazado por Kantarowicz, la obra de Radbruch se prolonga –ya mediante su propia pluma- con el estudio del “Positivismo jurídico” y el de la ya citada escuela del “Derecho libre”. Es lo lógico atento la fecha en que aquella fue editada por vez primera (1948) pero, como no puede sorprender, un tal planteamiento histórico-sistemático quedaría huérfano si no se incluyera (algo que el propio Radbruch naturalmente no podía entonces prever) los desarrollos metodológicos más vigorosos e influyentes que, justamente, tienen lugar a partir del fin de la Segunda Guerra Mundial bajo el empuje de la teoría del “Derecho natural” de cuño “clásico” (no “racionalista”) y que antes también denominé pensamiento de la “razón práctica” o “práctico-valorativo”. Al examen de lo expuesto se destinan, entonces, las páginas siguientes. En primer término corresponde, pues, referirse al “Positivismo jurídico”, corriente que, más allá de su larga tradición en la filosofía jurídica Occidental, ocupa un lugar central y claramente dominante al interior de la teoría y de la práctica jurídicas de Europa (la situación no fue semejante, por caso, en los Estados Unidos y en nuestro país como se verá a continuación) no solo durante todo el siglo XIX, sino también hasta la mitad del pasado, y ello a pesar de los distintos desarrollos de escuelas y tendencias contrarias. En su oportunidad, se definieron las notas más relevantes del “Positivismo jurídico” y entre ellas distinguí algunas que conciernen propiamente a la interpretación, tales como la prohibición que pesa sobre el juez de “crear derecho” y de “negarse a fallar”, tesis ambas que, como bien plantea Radbruch, “sólo pueden conciliarse entre sí” en la medida en que supongan una tercera, a saber, que “la ley carece de lagunas, no encierra contradicciones, es (…) clara”, de suerte que, en última instancia, “el orden jurídico forma una unidad cerrada y completa”. Según lo ha explicado Vigo, la lógica fundamental sobre la que reposa el “Positivismo jurídico” entraña “admitir una razón o capacidad todopoderosa y omnicomprensiva del legislador o creador del derecho, dispuesta a prever anticipadamente la totalidad de los casos que podrían llevarse ante los tribunales”, de donde “bastaba que el juez supiera armar un silogismo deductivo para que el conflicto obtuviera mecánicamente la resolución establecida en la norma jurídica legal”. Bajo este esquema, vista la cuestión en los términos más arriba estudiados, es claro que se trata de una teoría orientada al “sistema” (y no al “problema”) y, por tanto, básicamente “formalista” (y no “finalista”). Ahora bien: el impacto de estas ideas sobre la teoría de la interpretación no fue menor. De ahí que, como completa Vigo, el paradigma bajo estudio “pretende y confía que el juez opere sometido a las exigencias propias” de una razón concebida de manera “teórica o científica exacta”, de modo que “con sencillez y certeza absoluta deduzca acríticamente desde la ley la solución al caso, tal cual la quiso el legislador”. Dicho en otros términos, el juez nada tiene que interpretar sino, muy por el contrario, debe ceñirse a aplicar sin más los claros términos de la ley al caso concreto. b) Configuración histórica Esta nota fue inequívocamente puesta de relieve por las dos grandes manifestaciones teóricas del paradigma “Postitivista” (o “Dogmático”) del siglo XIX, a saber, las ya mencionadas, de un lado, en Alemania, “Escuela Histórica”, con Savigny a la cabeza, artífice, además, de la famosa corriente denominada “Jurisprudencia de Conceptos” que lleva a su máxima plenitud el ideario “Positivista” en ese país, y, de otro, en Francia, “Escuela de la Exégesis”, surgida justamente como glosa de los códigos aprobados en dicho país a partir de 1804, fecha en que se sanciona el famoso Código Napoleón. Así, en relación con este tópico, Savigny escribió, sin el menor pudor, que la interpretación no es sino “reconstrucción del pensamiento contenido en la ley”, para agregar –con lo que queda patentemente puesto de relieve la íntima ligación entre su escuela y, en el fondo, el pensamiento que hunde sus raíces en la codificación justineanea y se prolonga en la tradición “formalista” antes vista- que “la interpretación de la ley en nada difiere de la interpretación de cualquier otro pensamiento expresado por el lenguaje, como, por ejemplo, de la que se ocupa la filología”. A su vez, en cuanto concierne al pensamiento exegético francés, es claro que éste trabajó sobre el campo ya abierto por Montesquieu, para quien “el juez no es sino la boca a través de la cual se manifiestan las palabras de la ley”. Como es obvio, a partir de estas palabras la Dogmática configuró uno de sus postulados más caros: la tesis de que existe un órgano productor de las normas (el Poder Legislativo) y otro meramente reproductor de ellas (la Administración de Justicia). Bajo este horizonte, cuando el pensamiento “legalista” –que aquí antes he denominado como “formalista” y “sistemático”- se corona en el ya examinado proceso codificador, adquieren pleno significado expresiones como las de Laurent, para quien “los códigos no dejan nada al arbitrio del intérprete” pues “éste no tiene ya por misión hacer el derecho: el derecho está hecho. No existe incertidumbre, pues el derecho está escrito en textos auténticos”. Y a partir de lo expuesto, resulta asimismo altamente comprensible la pretensión del también citado art. 4º del Code Napoleón que Vélez Sársfield reprodujo, a la letra, en nuestro art. 15 del Código Civil. c) La interpretación como “aplicación” Como es sabido -por lo que no se abundará aquí a este respecto-, la razón fundamental que avaló la pretensión iuspositivista fue la creencia indiscutida (y de ahí la palabra “Dogmática”) en la “ultraracionalidad” del legislador, es decir, la asunción de que “la imprevisión”; el “olvido” o la “inconsecuencia” del legislador no se presumen. Se trata, sin duda, de un momento histórico de euforia racional, en el que, como pedía y quería Kant, era menester “sapere audere” (“atrévete a pensar”) justamente porque las fuerzas de la Razón (con mayúsculas, esto es, ya maduras), permitían llevar adelante dicha empresa. De ahí que, admitidos tales postulados, las conclusiones –también ya conocidas- se imponen de manera inevitable: las normas dictadas por tal legislador “ultraracional” son claras; precisas; coherentes; económicas o no redundantes y el sistema jurídico estructurado en torno de aquellas es necesariamente “completo”. Sobre tales bases, la “interpretación” no solo no es necesaria sino, como lo ha señalado D’ Agostino, una labor “peligrosa” y, más, francamente “ilícita” a la que, por tanto, se debe combatir. Con lo dicho, no se ha innovado nada respecto de la tradición “formalista” inaugurada con el Corpus Iuris Civilis. Si entonces se acuñó el brocardo “in claris non fit interpretatio” (“si la ley es clara, no corresponde interpretar”), la Dogmática hizo de la directriz “gramatical” su lugar metódico por excelencia. Que esta proposición no es cosa del pasado sino que goza, todavía, de hondo seguimiento lo prueba su extendido empleo por parte de la jurisprudencia de la Corte Suprema. Ésta, en efecto, ha dicho extendidamente que “la primera fuente de interpretación de la ley es su letra, sin que sea admisible una interpretación que equivalga a prescindir del texto legal”. De ahí que haya considerado que “la exégesis de las normas legales debe practicarse sin violencia de su letra y de su espíritu, con el propósito de efectuar una interpretación que no resulte ajena a lo que la ley establece, desde que la primera fuente de hermenéutica de la ley es su letra”. Por ello, en fin, “no cabe a la Corte apartarse del principio primario de sujeción de los jueces a la ley ni atribuirse el rol de legislador para crear excepciones no admitidas por éste, pues de hacerlo así olvidaría que la primera fuente de exégesis de la ley es su letra y cuando ésta no exige esfuerzo de interpretación debe ser aplicada directamente, con prescindencia de consideraciones que excedan las circunstancias del caso expresamente contempladas por la norma. De otro modo, podría arribarse a una interpretación que, sin declarar la inconstitucionalidad de la disposición legal, equivaliese a prescindir de su texto”. d) La interpretación “admitida” por el ”Positivismo jurídico” Sin embargo, es también sabido que la realidad de la vida no acompañó tales deseos, de modo que al mismo tiempo que se hizo perceptible la vaguedad; ambigüedad; contradictoriedad y redundancia de las proposiciones normativas, así como la existencia de lagunas al interior del sistema jurídico, pronto se advirtió la inevitabilidad de la interpretación. Con todo, tal concesión de una de las banderas fundamentales del “Positivismo” no fue irrestricta, sino que se ciñó, como expresa D´Agostino, a las siguientes características: -el intérprete (fundamentalmente, el juez) sólo interpreta en los casos (excepcionales y despreciables) de silencio normativo u oscuridad o insuficiencia de la ley, y -la interpretación así admitida únicamente es gnoseológica, esto es, no política, toda vez que sólo está llamada a conocer la interpretación auténtica del texto, es decir, el espíritu del legislador. El intérprete, en efecto, apenas está autorizado a desentrañar el sentido denominado “auténtico” de la norma, por lo que su exégesis se produce “al interior” de la norma misma. Por el contrario, una interpretación “exterior” a aquélla, por ejemplo, que tenga en cuenta las “consecuencias” de la aplicación legal a una situación determinada, sería, en la terminología –acaso un tanto ambigua de D´Agostino- una interpretación “política”. A este respecto, es interesante apuntar que el reconocimiento de tal necesidad no fue ajena a los propios autores positivistas, tanto los de viejo cuño, como los más recientes. Ejemplo de éstos últimos es el antiguo catedrático de Oxford, Herbert L. A. Hart para quien el lenguaje legal contiene términos deliberadamente generales o vagos con el fin de abarcar un número más amplio de casos particulares. Se trata, según su conocida formulación, de la “textura abierta” (open texture) de las normas. De igual modo, y aún cuando se trate de un autor que ha tomado ciertas distancias del estricto “Positivismo”, tal y como fue mencionado en la Unidad de Aprendizaje IV, Jerzy Wróblewski afirma que el lenguaje legal no puede evitar la vaguedad o la contextualidad en razón de pertenecer al género del lenguaje natural. Pero las cosas no fueron muy distintas en el siglo XIX, es decir, incluso en la época de definitiva consolidación del ideario positivista. Y para muestra, baste el ejemplo paradigmático del fundador de la escuela “Histórica” a quien se debe nada menos que el origen de una dogmática interpretativa según la cual, por intermedio de ciertos cánones exegéticos se puede, por una parte, alcanzar ese ya mencionado sentido auténtico del texto normativo y, por otra, facilitar la tarea tanto del juez como de la doctrina y, en última instancia, también del propio legislador. Pues bien: ¿cuáles fueron esos cánones exegéticos? A este respecto, es conocida la clasificación savignyana en torno de cuatro géneros de interpretación: i) interpretación gramatical (que atiende a las palabras de la ley); ii) interpretación lógica (que procura desentrañar la intención tenida en cuenta por el legislador al dictar la norma); iii) interpretación histórica (por la que se busca discernir cómo se configuró el instituto o la norma objeto de análisis) y iv) interpretación sistemática (que tiene en cuenta la totalidad del orden normativo, el cual, obviamente, es concebido de manera racional y completo). La influencia histórica de esta clasificación es conocida, toda vez que a partir de ella los dogmáticos desarrollaron un importante elenco de cánones (también conocidos como “directrices”; “argumentos” o “criterios” de interpretación) que todavía hoy conservan una notable vigencia y que, en rigor, no parece que pueda (o que incluso deba) declinar nunca. De ahí que convenga señalar que la impugnación efectuada al pensamiento “Positivista” en los capítulos precedentes no se dirige a las pautas interpretativas creadas por éste sino, por el contrario, a los presupuestos filosófico-jurídicos que pretendieron evitarlas y que, en lo sustancial, resultan desmentidos o, si se prefiere, sumamente relativizados por el advenimiento de tales argumentos. Como es obvio, la repercusión práctica de estos cánones ha sido inmensa. En cuanto concierne a la pauta identificada bajo la letra “i”, más arriba se suministraron algunos ejemplos generados por el Alto Tribunal de nuestro país. En lo que sigue, y a guisa de conclusión de este acápite, se mencionarán otros ejemplos de la Corte Suprema de las restantes directrices. e) Empleo de los cánones interpretativos positivistas por parte de la jurisprudencia de la Corte Suprema La interpretación “lógica” o de la “voluntad del legislador” Mediante la primera de las pautas de interpretación (cánon “lógico”, también denominado directriz de la “voluntad del legislador”) se procura desentrañar la intención tenida en mira por aquél al redactar las normas, la cual suele precisarse a través de los “trabajos preparatorios”; los debates parlamentarios o las exposiciones de motivo que preceden a su sanción. Al respecto, una constante jurisprudencia tiene dicho que “la primera regla de interpretación de las leyes es dar pleno efecto a la intención del legislador”, ya que, “en definitiva, la misión de los jueces es dar pleno efecto a las normas vigentes sin sustituir al legislador ni juzgar sobre el mero acierto o conveniencia de disposiciones adoptadas por aquél en el ejercicio de sus propias facultades”. Sobre tales bases, se ha profundizado que “no pueden descartarse los antecedentes parlamentarios, que resultan útiles para conocer su sentido y alcance [de la ley]”. ii) La interpretación “histórica” A su vez, en cuanto concierne a la “interpretación histórica”, según se ha anticipado, ésta procura atribuirse a una norma el sentido que “históricamente” le ha deferido la doctrina o el legislador, por manera que mediante la apelación a la historia de la norma, esto es, a sus orígenes mismos, sea posible obtener su significación auténtica. Como es obvio, esta pauta argumentativa parte del supuesto de que no debería modificarse el tratamiento “históricamente” otorgado a una determinada disposición, motivo por el cual algún sector de la doctrina la ha calificado como una directriz de tinte “conservadora”, opuesta a la denominada interpretación “dinámica” o “evolutiva” propia de las tradiciones de la Razón Práctica y de la Hermenéutica Filosófica. La Corte Suprema tiene páginas singularmente ricas sobre este cánon. Así, a propósito del sistema federal de gobierno, ha dicho que “si bien es muy cierto (...) que todo lo que encierra el riesgo de cercenar las autonomías provinciales debe manejarse con suma cautela a fin de no evadirse del contexto de los arts. 104 a 107 de la Constitución, que trasuntan el sentido histórico de nuestra organización política, no es menos cierto, ni mucho menos delicado, cuidar de evitar que pueda quedar cercenado el libre ejercicio de la autoridad nacional, pues ello también contradirá dicho sentido histórico”. En términos semejantes, ha expresado que “la función más importante de esta Corte consiste en interpretar la Constitución de modo que el ejercicio de la autoridad nacional y provincial se desenvuelva armoniosamente, evitando interferencias o roces susceptibles de acrecentar los poderes del gobierno central en detrimento de las facultades provinciales y viceversa. Del logro de ese equilibrio debe resultar la amalgama perfecta entre las tendencias unitaria y federal, que Alberdi propiciara mediante la coexistencia de dos ordenes de gobierno cuyos órganos actuaran en órbitas distintas, debiendo encontrarse sólo para ayudarse pero nunca para destruirse”. Llevados estos principios al examen de la legalidad de las aduanas interiores y a propósito de lo dispuesto por el art. 10 de la Constitución Nacional, se ha señalado que “el sistema adoptado por la Ley Fundamental en materia de circulación territorial y de comercio interprovincial y exterior, consiste en hacer un solo territorio para un solo pueblo. Lo que la Constitución Nacional suprimió por su art. 10, no fue sólo la Aduana provincial, sino también la Aduana interior, cualquiera fuera el carácter nacional o provincial que tuviera, prohibiendo que en la circulación de mercaderías la autoridad nacional pudiera restablecer las aduanas interiores que formaban parte de las antiguas instituciones argentinas”. iii) La interpretación “sistemática” Por último, la “interpretación sistemática” puede ser examinada desde una doble perspectiva. Por una parte, desde el plano “formal”, bajo el que, como se ha estudiado en la anterior Unidad de Aprendizaje, se pretende que el sistema jurídico carece de contradicciones o de inconsistencias, de modo que es “coherente”, cualidad ésta que algunos autores positivistas contemporáneos como el citado Neil Mac Cormick denominan “consistencia”. Y, por otra, desde el plano “material”, bajo el que se procura atribuir el significado más “coherente” a una norma en su relación con las demás, de modo de mostrar que entre todas existe una armonía o, mejor aún, una “unidad de sentido”. Dicho en otros términos: se atribuye el significado de un texto en función de su contexto “sistemático”, esto es, a la luz del sentido inherente a las restantes disposiciones que integran el sistema jurídico, noción ésta a la que el autor recién citado denomina “coherencia” y que ostenta una cualidad ciertamente más estricta que la “consistencia”. Como explica Manacero, mientras esta última “exige que la premisa normativa no se encuentre en contradicción con el resto de las reglas válidas del sistema”, la “coherencia (…) implica que la premisa pueda representar un caso de un principio general que abarca a un conjunto de normas, principio que responda a una concepción de vida ‘satisfactoria”. En ambas dimensiones, como es obvio, la tesis que late detrás de este argumento es la de la racionalidad del legislador. De ahí que si se advirtiera alguna “incoherencia” normativa (ya sea de tipo “formal” o “material”), ésta puede ser suplida mediante el sólo recurso al sistema, esto es, a su lógica interna, ya que su intrínseca racionalidad le permitiría superar los escollos que, de tal modo, nunca fueron reales, esto es, sólo revistieron el carácter de meramente “aparentes”. Sin embargo, mientras la primera faceta ostenta una virtualidad, si se quiere, “negativa” o auxiliar, la segunda posee una significación “positiva”. Así, la primera consiste en salvar la “aparente” contradicción mediante el recurso a ciertos tópicos previstos expresamente por el sistema. Entre ellos, se destacan los ya mencionados de “ley posterior, deroga ley anterior”; “ley superior, deroga ley inferior” y “ley especial, deroga ley general”. Por su parte, la segunda obliga a concebir la totalidad del ordenamiento como una unidad conceptual carente de fisuras, aún al precio de tener que silenciar oscuridades o defectos técnicos en la redacción de las normas. La Dogmática tradicional ha caracterizado a esta pauta desde una triple perspectiva, a saber: -directriz “topográfica”, también conocida como argumento de la sede materiae, según la cual el alcance de una norma puede obtenerse a partir de la identificación del lugar en el que ésta se halla ubicada; -directriz de la “constancia terminológica”, por el que se postula que el intérprete debe atribuir a un término el significado que éste ha recibido tradicionalmente por parte del legislador y de la doctrina, y -directriz “sistemática en sentido estricto”, de acuerdo con el cual el ordenamiento jurídico debe ser interpretado como un todo armónico, en razón de hallarse integrado por un conjunto de elementos que componen una unidad de significado. La jurisprudencia también ha sido pródiga en cuanto al empleo de estas diversas pautas interpretativas. En lo que hace a la Corte Suprema, como ejemplo de la aplicación del cánon “topográfico” puede mencionarse la causa “Arcana Orazio”, en la que desestimó el agravio de un particular originado a raíz de que la tasa de interés correspondiente a la devolución de lo pagado de más por parte de los contribuyentes no es la misma que la que puede percibir el Estado de sus deudores morosos. Entre los argumentos brindados por el Tribunal para resolver se señaló que “desde el punto de vista formal, el art. 42 integra el título I, capítulo VII, de la ley 11.683 (t.o. 1978); referente a ‘intereses, ilícitos y sanciones’, de manera que legisla las consecuencias del incumplimiento de las obligaciones del contribuyente hacia el fisco; mientras que el art. 161 se halla en el título II, cap. II, denominado ‘De las acciones y recursos’, que, por tanto, alude a las acciones del primero contra el segundo. Es decir, que las normas están situadas en capítulos referentes a temas muy distintos”. Por su parte, el argumento de la “constancia terminológica” se advierte en una amplia familia de fallos, como por ejemplo cuando se expresa que “las leyes deben interpretarse conforme al sentido propio de las palabras que emplean sin molestar su significado específico, máxime cuando aquél concuerda con la acepción corriente en el entendimiento común y la técnica legal empleada en el ordenamiento jurídico vigente”. En sentido análogo, se ha escrito que “las palabras deben emplearse en su verdadero sentido, en el que tienen en la vida diaria”, y de modo más completo, pues se apela, además, al significado técnico ordinario de las normas, en otro pronunciamiento se ha dicho que la interpretación de la ley “debe hacerse de acuerdo al sentido propio de las palabras empleadas sin violentar su significado específico, máxime cuando aquel concuerda con la acepción corriente en el entendimiento común y la técnica legal empleada en el ordenamiento jurídico vigente”. Finalmente, el argumento “sistemático en sentido estricto” asume manifestaciones diversas. Así, y a propósito de las leyes o reglas infraconstitucionales, se ha dicho que “en la tarea de investigar las leyes debe evitarse darles un sentido que ponga en pugna sus disposiciones destruyendo las unas por las otras y adoptando como verdadero el que las concilie y deja a todas con valor y efecto...”. A su vez, en relación con el par leyes infraconstitucionales-normas constitucionales, la Corte ha dicho que “las leyes deben interpretarse de manera que se compadezcan con los derechos, principios y garantías de la Constitución Nacional, en tanto tal exégesis pueda practicarse sin violencia de su letra o de su espíritu”. Por su parte, en relación con las normas de la Ley Suprema, luego de puntualizar que ésta es un conjunto armónico, ha afirmado reiteradamente que “los derechos fundados en cualquiera de sus cláusulas tienen igual jerarquía, y que la interpretación debe armonizarlas, ya se trate de derechos individuales o de atribuciones estatales”. De ahí que, a juicio del Alto Tribunal, ha de “rechazarse toda interpretación de la que resulte que un derecho de base constitucional –para tener vigencia- requiere, inevitablemente, la sustancial aniquilación de otro”. El Movimiento del Derecho Libre La apertura de la doctrina “Postivista” a los cánones argumentativos recién estudiados no fue sin consecuencias para la “pureza” de su concepción. Por de pronto, como observa Radbruch, “entre estos métodos de interpretación, es el juez el llamado a elegir” con lo cual, se quiera o no, aquél acaba por situarse en el centro de la escena, consecuencia que, según se ha puesto de relieve, es exactamente lo que el Positivismo pretendía evitar. Y el tema se dificulta todavía más para esta postura si se pondera, como añade agudamente el autor citado, que “no debe negarse que el jurista puede, a veces, sacar de la ley más de lo que sus autores pusieron conscientemente en ella”, lo que ha llevado a decir que “la ley es más inteligente que el legislador”. Según se infiere fácilmente de lo dicho, y para seguir el razonamiento del autor citado, parece claro que el juez tiende a abandonar el método de la “ratio legis”, es decir, de la “construcción” jurídica para pasar al de la “ratio iuris”, esto es, a discernir el sentido de las leyes a partir “a base del sistema”, con lo cual, añade, “desde el momento en que ningún orden jurídico se crea atendiendo a un solo fin unitario, es evidente que la aplicación de la ratio iuris deja ya un margen a las valoraciones del juez”, con lo cual, concluye el autor, “la teoria interpretativa del positivismo señala ya el camino para salirse de ella e ir más allá”. Es eso, pues, lo que se verá a continuación a partir del examen de dos escuelas cuyos postulados ya han sido anticipados más arriba: la de la denominada escuela del “Derecho Libre” y la de las tesis “iusnaturalistas”, también conocidas como pensamiento de la “Razón Práctica”. En cuanto concierne a la primera, refiere Radbruch que “el movimiento del Derecho libre empezó a demostrar, con ayuda de medios lógicos y psicológicos, que” la pretendida “unidad cerrada” del ordenamiento jurídico “era simplemente un postulado o, por mejor decir, una ficción”. En efecto; “es cierto que la interpretación puede llegar a entender la ley mejor que su mismo autor, pero no cabe duda de que entramos en el terreno de lo ficticio cuando consideramos a la ley, no ya más inteligente que a quien la redactó, sino mucho más que eso, como omnisciente, es decir como capaz de resolver todos y cada uno de los problemas jurídicos que puedan plantearse”. Por de pronto, el movimiento del “Derecho libre” llamó la atención acerca de que tal acerción ni siquiera fue postulada, en puridad, por el propio “Positivismo”, ya que “el mismo legislador se cuida de autorizar al juez, dentro de ciertos límites, para que, en caso necesario, descubra creadoramente el Derecho que ha de ser aplicado, por medio del empleo de cláusulas generales incorporadas a la ley, tales como las de la ‘equidad’, la ‘buena fe’, las ‘buenas costumbres’ y otras por el estilo”. Pero hay más: el dato de las lagunas de la ley –evidente a cualquier observador, incluso desatento- debía ser suplido de alguna manera y al respecto es prudente observar que el movimiento bajo examen, contrariamente a lo que “constantemente les echan en cara” sus adversarios, “no afirman la facultad del juez para sobreponerse a la ley”, sino que “postula más bien la conciabilidad del fallo judicial con la ley y niega tan sólo que el primero sea siempre derivable de la segunda”. De ahí que, completa Radbruch, “el movimiento del Derecho libre no se propone, pues, conferirle al juez nuevas atribuciones, sino simplemente llevar a su consciencia lo que, sin confesárselo y tal vez sin darse siquiera cuenta de ello, ha siempre, que es venir en ayuda de la ley, complementando sus normas por medio de la propia iniciativa”. Precisado lo anterior, parecería que la escuela bajo examen no es sino la culminación de un conjunto de propuestas que nunca abandonaron el horizonte de la reflexión jurídica y, menos, su práctica y que han buscado abrirse paso frente a la concepción “formalista”; “sistemática” y “lógico deductiva” bajo la cual se ha tradicionalmente estructurado el “Positivismo Jurídico”. En ese contexto, Radbruch menciona –en el ámbito de la teoría- al ya citado Jhering y su objetivo de discernir el “fin en el derecho”; a la “Jurisprudencia de intereses” que tuvo a aquél y a Heck entre sus principales valedores; a la propuesta de un “método sociológico” para la ciencia jurídica, tal la defendida por Fuchs o Sinzheimer; la fórmula de un “derecho vivo” acuñada por Ehrlich; al giro hacia la “formación teleológica o finalista de conceptos” del mencionado Kantarowicz o, “ultimamente, con la terminología más o menos equivalente de un pensamiento ordenador concreto, vuelve a insistirse, sólo que con otras palabras, en la necesidad de crear el Derecho inspirándose en la naturaleza de las cosas”. Y, en el ámbito de la práctica, el autor concluye con el ejemplo, ya conocido, del Código Civil Suizo, al que considera la “profesión de fe de todos los partidarios del Derecho libre” y cuyo art. 1° precisa que “la ley es aplicable a todos los casos jurídicos previstos en su texto o que puedan resolverse mediante su interpretación. Cuando no pueda deducirse de la ley precepto alguno para resolver el caso, el juez deberá ajustarse al derecho consuetudinario y, a falta de éste, fallarlo con arreglo a la doctrina acreditada y a la tradición”. El texto es claro en cuanto a que postula, de entrada, la mera “aplicación” de la ley y, en defecto de ello, su “interpretación” de conformidad, claro está, con los cánones dogmáticos ya conocidos. Sin embargo, el artículo prevé el supuesto de “laguna” ante lo cual el horizonte jurídico debe abrirse al “derecho consuetudinario”. Con todo, si éste resultara ausente –algo ciertamente difícil ¡y no ya solo en Suiza!-, se abre curso al juez quien –quasi aristotélicamente, según se ha visto en el capítulo relativo a la “justicia”- debe “crear” la norma del caso de conformidad con lo que presumiblemente hubiera dispuesto el legislador en función –y aquí la influencia de Geny es obvia- de lo pensado por los autoridades y por la tradición histórica. El ejemplo de Radbruch guarda curiosa semejanza con el de nuestra Corte Suprema de Justicia que ya se vio al examinar el capítulo sobre la “Justicia” y que se volverá a mencionar más abajo. A su juicio, “ejemplos importantes de administración creadora de justicia por parte del Tribunal Supremo del Reich son la concepción del estado de necesidad supralegal y la aplicación de la cláusula rebus sic stantibus en la época de la inflación”. Como es obvio, el recurso al juez, bien que matizado por la “contención” que le proporcionan la “doctrina acreditada” y la “tradición”, es el verdadero punto de inflexión entre el “Positivismo” y la escuela del “Derecho libre” y es ahí donde se halla buena parte del núcleo de la discusión entre ambos planteamientos. La cuestión, bien vista por Radbruch ya en 1947, no parece haberse alterado sustancialmente ni, creo, que vaya a modificarse en lo sucesivo en tanto toca a uno de los puntos neurálgicos del alcance que quepa otorgar a la ciencia jurídica. Por eso, sigue siendo vigente su afirmación con las que cierro estas líneas: “La concesión al juez de un margen de apreciación personal dentro del marco de fórmulas valorativas para ser llenadas por él ha encontrado una acogida tan grande en las leyes, que se ha hecho necesario, en interés de la seguridad jurídica, lanzar un grito de advertencia contra esta ‘huida a las cláusulas generales”. 5. La perspectiva “Iusnaturalista clásica” (o “práctico-prudencial” o de la “razón práctica”) de la interpretación Introducción En el ámbito del denominado “Derecho continental europeo” y su zona de influencia (la cual comprende, como es obvio, a nuestro país) los recién expuestos plurales esfuerzos nucleados en torno del movimiento del “Derecho libre” no tuvieron una acogida relevante en la legislación comparada y, menos, en la práctica judicial hasta, genéricamente hablando, el fin de la Segunda Guerra Mundial. En efecto, el impacto que suscitó en las mentes jurídicas las consecuencias del régimen nacional-socialista y, algo más tarde, del stanilista gravitaron en el replanteamiento, a fondo, tanto del sentido último del derecho cuanto de la manera de discernirlo. Si la primera es una cuestión eminentemente filosófica que, en parte, ha sido examinada en las Unidades de Aprendizaje IV y V, la segunda remite a un aspecto fundamentalmente metodológico que gravita sobre el alcance de la tarea interpretativa a cargo de los operadores del derecho. Y tal es, pues, la cuestión que ocupará mi atención en lo que sigue. Así, como lo ha puesto de relieve Arthur Kaufmann respecto de Alemania (aunque su observación, ciertamente, traspasa la perspectiva de un país y puede alcanzar ribetes universales), el clásico tópico del derecho “injusto” resultaba “hacia fines del siglo XIX y principios del siglo XX sólo un caso concebido teóricamente, un caso de laboratorio, nunca antes había existido realmente. La lex corrupta devino real en las dictaduras de nuestro siglo, ante todo en la dictadura del nacionalsocialismo, en la cual tácticamente se dictaron leyes corruptas, delictivas, infames, inmorales y se exigió la observancia de las mismas”. Como parece claro, la mera promulgación de las leyes a través del procedimiento formal establecido por un sistema en un país determinado se tornó claramente estrecho a fin de dotar de reconocimiento jurídico y, en última instancia, moral, a tales normas. El supuesto de la “injusticia extrema”, para seguir las palabras de Radbruch que conducen a negar rango jurídico a un sistema legal “donde ni siquiera se pretende la justicia, donde la igualdad, que constituye el núcleo de la justicia, es negada conscientemente” a que condujeron o pueden conducir ciertos regímenes de gobierno no sólo obligó a replantear la clásica tesis positivista de la “separación entre derecho y moral”, dando paso a su opuesto y, como inevitable consecuencia, abriendo (o reabriendo) el inveterado debate en torno de la “objetividad” o no de la moral, ya sugerido en la UDA IV, sino que derivó en el abandono de la tesis reductiva de las fuentes del derecho (sólo es “derecho”, la “ley”) y, por tanto, en la asociación de aquél a éste. Y, como es obvio, estas variaciones gravitaron grandemente sobre el papel de los operadores del derecho (en especial del juez) sobre la determinación del derecho y, en consecuencia, sobre el tópico de la interpretación. En tren de sintetizar, este “giro” teórico-metodológico palpable a partir de 1945 se estructura a partir de diversos planteamientos que, en lo esencial, coinciden en retomar buena parte de las respuestas acuñadas por la tradición greco-romana (en especial, los trabajos procedentes de la filosofía práctica de Aristóteles y de los jurisconsultos romanos, más tarde notablemente sintetizados y “aggiornados” a su horizonte intelectual por Tomás de Aquino y sus sucesores de la llamada “Escuela española del derecho natural” que, en el ámbito de la práctica jurídica, está en la base del “derecho común” continental europeo), adaptándolas al nuevo contexto social y matizándolas con los desarrollos habidos hasta la fecha. Tales planteamientos, entre los que destaca la llamada a la “puesta en correspondencia” entre norma y caso por parte de Arthur Kaufmann; la necesidad de desentrañar el derecho en el marco de un procedimiento “dialógico” o “dialéctico” puesta de relieve por Michel Villey, dentro del cual juegan un papel determinante tanto la “argumentación retórica” subrayada por Chaim Perelman, como el pensamiento “tópico” (o por principios) llevado a cabo por Theodor Viehweg, se caracterizan por las siguientes notas: a) atención a la realidad de la vida o, mejor, a las concretas circunstancias que configuran los casos; b) ampliación del sistema jurídico el que se concibe como integrado tanto por leyes (o reglas) cuanto por principios (o valores) y c) consideración del relevante papel que ocupa el decisor (árbitro, amigable componedor o juez) en el discernimiento del derecho de cada uno en la situación llamada a resolver, lo que exige la conjunta valoración tanto del horizonte normativo como de las circunstancias del problema, de suerte que la decisión judicial huye de un esquema “subjetivista-voluntarista” (more kelseniano) y se encolumna en otro “objetivista-prudencialista” (more aristotélico-romano), en el que se confía en una “razón práctica” que es capaz de determinar modelos de virtud (por oposición a otros menos logrados) y, en definitiva, respuestas jurídicas justas (para distinguirlas de otras inicuas). Como parece previsible, los esfuerzos por parte de la doctrina en orden a desarrollar las aristas recién expuestas no siempre han coincidido en la totalidad de su desarrollo, todo lo cual ha motivado sugerentes contrapuntos que, en definitiva, no han contribuido sino a mostrar la vitalidad y actualidad de un cuerpo cuya gravitación, por lo demás, sobre la teoría de la interpretación ha sido inmensa, tal y como se observará en lo que sigue. Notas características de la teoría “práctico-prudencial” de la interpretación i) La valoración de la realidad de las cosas El primer aspecto que interesa resaltar por parte de esta teoría es la atención a la realidad de las cosas viene dada por su propio peso. En verdad, resulta difícil prescindir de ella, tal y como ha insistido sin fatiga Michel Villey a partir del célebre paso romano atribuido a Paulo, según el cual “regula est quae rem queae este breviter enarrat. Non ex regula jus sumatur, sed ex jure quod est regula fiat”. Pero, como fácilmente se comprende, la enseñanza romana no es cosa antigua, sino que traspone las épocas y las fronteras, básicamente por revelar una verdad incontrastable. Un voto del antiguo juez de la Corte Suprema Luis M. Boffi Boggero ilustra adecuadamente esta idea: “…la revisión por los jueces no puede (…) quedar reducida, tal como lo dispone el art. 14 de la ley 14.236, al aspecto que se vincula con la correcta aplicación de las normas jurídicas por el organismo administrativo, sino que, teniendo en cuenta que los procesos judiciales se integran, al menos en una instancia, con la faz ‘de hecho’ y con la ‘de derecho’, esa revisión ha de penetrar el examen de los hechos, aspecto esencial que no puede ventilarse solamente en la órbita administrativa…”. Lo contrario, añade, implicaría que “todo agravio legítimo al respecto [de la valoración de los hechos] quedaría fuera del examen judicial (…). Y es fácil concluir que una indebida fijación de los hechos no puede ser subsanada con una acertada selección de las normas jurídicas porque sería equivocado el presupuesto de que entonces se habría partido en el acto de juzgar”. Como surge de lo expuesto, no se trata, meramente, de considerar los “hechos” puesto que tal procedimiento también viene dispuesto por el “Positivismo jurídico”, movimiento que, como se anticipó, procura “aplicar”, de manera necesariamente lógico-deductiva, la norma dada y, por tanto, ya concluida, al “supuesto de hecho” para el que había sido prevista. Por el contrario, lo que tanto el standard romano cuanto el dictum del juez Boffi Boggero expresan es que los hechos dicen algo, esto es, que contienen un sentido que cabe extraer y a cuya luz las normas pueden (o no) resignificarse. No se trata, entonces, de considerar los “hechos” como meros datos brutos, desprovistos de todo valor, esto es, de todo contenido. Si se observa con cuidado, el paso romano es sumamente explícito en cuanto a que la norma jurídica (regula) se extrae del derecho (ius) y no al revés, es decir, existe una realidad previa que me indica algo a partir de lo cual puedo ir configurando el ius de cada quien. Es lo lógico: ni siquiera el golpe con sus zapatos en el pupitre de la O.N.U. por parte del antiguo premier de la ex Unión Soviética, Nikita Krutschev es un simple “hecho físico”, ya que, como es obvio, se halla provisto de una inequívoca significación política de la que cabe extraer un sinfín de connotaciones. Ciertamente, la realidad no es todo ni, menos, lo único con lo que se cuenta en ese proceso, por cuanto el ser humano ha ido, por generaciones y en el contexto de la cultura en la que se encuentra, dotándose de un sistema que facilita dicha búsqueda. Pero, de momento, lo que el texto romano y el dictum del juez Boffi Boggero buscan llamar la atención, es que no es posible prescindir de esa realidad. Y si a lo dicho se añade la inmensa variabilidad y creciente complejidad de los hechos, es claro en cuanta medida se ha perdido ya el ideal de una mera “aplicación” de corte lógico deductivo de las normas al caso de especie. ii) De la “aporía” de la aplicación a la interpretación como “puesta en correspondencia” de norma y caso El segundo aspecto que resulta central en la teoría “iusnaturalista” de índole “prudencial-valorativa” es la recién referida imposibilidad del esquema lógico-deductivo, fenómeno ha sido bien descrito por Wieland bajo el nombre de la “aporía de la aplicación”. A su juicio, en efecto, existe entre la realidad de las normas y la realidad de la situación vital una heterogeneidad categorial que es problemática ya que “en tanto lo universal puede ser descrito por un número finito de notas características, lo particular se resiste a dicho tratamiento, tal como ocurre en el Derecho: si bien las normas jurídicas intentan captar y regular, bajo determinadas notas, el complejo ámbito de las acciones humanas en sociedad, dicho ámbito se muestra remiso a semejante categorización”. De ahí que exista, pues, un “hiato”; una brecha entre la norma jurídica (general y abstracta), y el caso (particular y concreto) al que aquélla debe aplicarse, por lo que, desde esta perspectiva, resulta fácticamente inviable la referida ambición aplicativa de la norma al caso vital. En efecto; para la concepción positivista, el criterio general se funda en la mera aplicación en tanto que la interpretación se reduce a casos “excepcionales” y, en definitiva, “despreciables”. Sin embargo, en el horizonte recién descrito el presupuesto se ha invertido por completo: se está ante la paradoja de observar que la aplicación (obviamente lógico-deductiva de la norma al caso por el que éste resultaba subsumido en aquélla) queda reservado (si tales supuestos por lo demás existen), a los casos “residuales” y “despreciables” en los que, por su simplicidad, dicho proceso subsuntivo puede efectivamente suceder. Por el contrario, en todos los demás (que constituirían la práctica totalidad del universo de posibilidades que ofrece la realidad), lo que se advierte es una verdadera y necesaria “determinación” o, mejor, “concretización” de la norma en el caso, de forma que, por una parte, aquélla se “recrea” en éste y, por otra, el caso es “comprendido” por la norma a la manera cómo un artesano prepara, por ejemplo, un “traje a medida”. La norma, en efecto, es perfilada (recortada o extendida, según corresponda) en función del caso, esto es, a la luz de sus datos propios y más característicos, en un camino “de ida y vuelta”, como expresa Karl Engisch, en el que el resultado jamás puede ser una aplicación mecánica, lógica o formal de la norma a la situación examinada, sino un ajustamiento recíproco entre ambos elementos como consecuencia de la prudente valoración o ponderación de ellos por parte del intérprete. El autor que quizá mejor ha descrito esta cuestión fue el antiguo catedrático emérito de la Universidad de Munich, Arthur Kaufmann. A su juicio, el derecho emerge como una correspondencia entre el "deber ser" de las normas y el "ser" de la situación vital, de modo que "sólo donde la norma y la situación concreta de la vida, "deber ser" y "ser", uno y otro sean puestos en correspondencia, se origina el derecho real (...). El derecho es una correspondencia; así la totalidad del derecho no es un complejo de artículos, ni una unidad de normas, sino una unidad relacional. Unidad relacional, correspondencia, significan, sin embargo, analogía”. En efecto: a su juicio, la aludida diferencia categorial entre norma y caso puede superarse a través del recurso a la analogía, ya que si de lo que se trata es de “poner en correspondencia” realidades diversas, parece claro que dicha relación no puede producirse por intermedio de un procedimiento silogístico o lógico-deductivo, precisamente por que dicho procedimiento supone la presencia de realidades semejantes que aquí no se encuentran. El procedimiento de “poner en correspondencia” (de “igualar” entidades diversas), opera, entonces, por conducto de la analogía. Por ello, a juicio de este autor, cada “subsunción” entre norma y caso (en rigor, cada “correspondencia”; cada “valoración”) presenta la estructura de una analogía, es decir, de una igualdad de proporciones o de relaciones. Ahora bien: ¿cómo se produce dicha igualación de naturaleza analógica? A juicio de Kaufmann, por medio de la interpretación, ya que ésta, con cita de Engisch, “proporciona no sólo el material, sino también los puntos de relación de la comparación”. Este esquema comparativo viene dado porque “la indagación del sentido jurídico de la norma no radica, como cree la teoría del método tradicional, sólo en la ley, en los conceptos legales abstractos y, por ello, vaciados de sentido (...) El sentido de la ley nunca se deja descubrir sin el sentido, sin la naturaleza de la situación vital que se juzga. De ahí que el sentido de la ley no sea nada firme, que cambie -a pesar de que el tenor literal permanezca igual– con las situaciones vitales”. Más aún: el proceso aquí descrito no se reserva únicamente, como se repite en la actualidad siguiendo a Dworkin, para los “casos difíciles” (y, a fortiori, como expresa Atienza, para los “casos trágicos”), sino también, para los “casos simples”, o, mejor, para todo caso, sin más. Para Kaufmann, en efecto, la determinación de la correspondencia norma-caso, constituye siempre una decisión teleológica, en un concreto contexto de sentido, de modo que, como explica muy sugestivamente, “cuando se designa como ‘arma’ en el sentido del artículo 223 del Cód. Penal alemán [lesiones corporales peligrosas], a un nuevo producto químico corrosivo, ello no se concluye a partir de un concepto abstractamente definido, sino muchísimo más a partir del sentido, a partir de la ‘naturaleza’ de la situación vital que regula la ley”. La correspondencia, pues, asumiría la forma de una analogía, esto es, de una igualdad de relación y, por tanto, siempre relativa al caso. El derecho no puede, pues, reducirse a la norma, pero tampoco puede prescindir de ella. Es un tertium diverso para, de esta manera, dar más plenamente cuenta de la realidad de la vida. iii) La “apertura” del sistema jurídico y el ingreso de los principios Ahora bien: la referida “aporía de la aplicación” resulta todavía más palpable si, como se ha anticipado, el sistema jurídico se transforma en “abierto” y, de consuno con ello, acepta principios o valores en razón de que éstos exigen la elaboración de criterios muy diversos a los empleados por el “Positivismo jurídico” respecto de las leyes o reglas jurídicas. En efecto; en relación a este asunto debe recordarse que el modelo basado en la sola existencia de reglas jurídicas simplifica notablemente la resolución de las cuestiones en tanto éstas, como expresa Zagrebeslski, “pueden ser observadas y aplicadas mecánica y pasivamente”, toda vez que, para seguir con ejemplos ya citados, si la ley autoriza la dación de órganos únicamente a las personas mayores de 18 años, es claro que aquellas que no tengan aún dicha edad escapan al marco de posibilidades previsto por la norma, por lo que tal supuesto de hecho no resulta aplicable a la norma en cuestión. Como expresa el autor recién citado, “si el derecho sólo estuviese compuesto de reglas no sería insensato pensar en la ‘maquinización’ de su aplicación por medio de autómatas pensantes, a los que se le proporcionaría el hecho y nos darían la respuesta”. Por el contrario, en relación con los “principios” (piénsese, por ejemplo, en “nadie puede alegar su propia torpeza”; “nadie puede contradecir sus propios actos”; “no se admite el enriquecimiento ilícito”; “nadie puede estar obligado a cumplir lo imposible”; “los contratos deben cumplirse de buena fe”), éstos –que aparecen tanto en las circunstancias de la vida como en los textos positivos (constitucionales o infraconstitucionales)- asumen la modalidad de “razones para el obrar” por parte de la sociedad, de donde, como explica Zagrebelski, “no puede existir una ciencia sobre su articulación, sino una prudencia en su ponderación”. En razón de lo dicho, ¿cómo cabe resolver un supuesto de “conflicto” entre, por ejemplo, la libertad de prensa y el derecho al honor; el derecho de propiedad y el interés general de la comunidad en una situación de emergencia; la libertad religiosa y el principio de autonomía personal?. Como parece claro (y ello es avalado por el examen de la jurisprudencia de los tribunales, en especial, de los tribunales constitucionales), la dilucidación de la precedencia de un principio sobre otro en un caso determinado no puede llevarse a cabo según los cánones de una interpretación lógico-deductiva, sino a través de una ponderación de los principios en juego en las peculiares circunstancias en las que éstos se dan cita. En efecto, “solo a las reglas se les aplican los variados y virtuosistas métodos de la interpretación jurídica que tiene por objeto el lenguaje del legislador. En las formulaciones de principios hay poco que interpretar de este modo. Por lo general, su significado lingüístico es autoevidente y no hay nada que deba ser sacado de a la luz razonando sobre las palabras”. De ahí que, como añade el profesor de Turin, a los principios “se presta adhesión”, por lo que es relevante comprender “el mundo de valores, las grandes opciones de cultura jurídica de las que forma parte y a las que las palabras no hacen sino una simple alusión”. Éstos, en efecto, y aquí está lo decisivo, carecen de un supuesto de hecho, es decir, no imponen una acción, como en las reglas, conforme con el supuesto normativo, por lo que su significado no puede determinarse en abstracto, “sino sólo en los casos concretos...”. De ahí que “la aplicación de los principios es completamente distinta y requiere que, cuando la realidad exija de nosotros una ‘reacción’, se tome posición ante ésta de conformidad con ellos”. Por su parte, la postura de Alexy es muy parecida a la del profesor italiano. Así, a propósito de un caso resuelto por el Tribunal Constitucional Federal alemán (en el que se discutía la realización o no de una audiencia oral en contra de un acusado, debido a la tensión que tales actos le producían a éste al punto que corría el riesgo de sufrir un infarto), advierte la existencia de una “relación de tensión” en tanto existe, por una parte, “la obligación de mantener el mayor grado posible de aplicación del derecho penal” y, por otra, “la obligación de afectar lo menos posible la vida y la integridad física del acusado”. En tales condiciones, añade, la solución del conflicto no se obtiene “declarando que uno de ambos principios no es válido y eliminándolo del sistema jurídico. Tampoco se soluciona introduciendo una excepción en uno de los principios de forma tal que en todos los casos futuros este principio tenga que ser considerado como una regla satisfecha o no. La solución de la colisión consiste más bien en que, teniendo en cuenta las circunstancias del caso, se establece entre los principios una relación de precedencia condicionada. La determinación de la relación de precedencia condicionada consiste en que, tomando en cuenta el caso, se indican las condiciones bajo las cuales un principio precede al otro. Bajo otras condiciones, la cuestión de la precedencia puede ser solucionada inversamente”. De tal suerte, como ha expresado el tribunal, la aplicación de un principio y no de otro no es debida a un desplazamiento en términos generales de uno respecto de otro, sino, por el contrario, a un “problema de desplazamiento del derecho fundamental en cuestiones singulares”. Como surge de lo hasta aquí expuesto, lo determinante no es (como sucedía con las reglas) la validez o invalidez del principio, sino, como expresa Dworkin, la “dimensión de peso” de éste el cual, bajo ciertas condiciones, prevalecerá sobre otro y viceversa. De ahí que, como reflexiona Zagrebelski, se advierte entonces cómo el leit motiv de una interpretación “por principios” se enparenta con la tradición de la “Razón Práctica”, pues también aquí se apela, a fin de resolver la aplicación de un principio o la precedencia entre éstos, a la teleología de aquellos; a su razonabilidad o proporcionalidad. Como puntualiza paradigmáticamente el autor, “desde el punto de vista de un sistema jurídico, cuando en él rijan principios la situación es completamente análoga a la del derecho natural (...) Por eso, puede decirse con fundamento que la ciencia del derecho positivo en un ordenamiento jurídico por principios debe considerarse una ciencia práctica, porque del ser –iluminado por los principios- nace el deber ser. Sobre esto -las connotaciones objetivas de valor provenientes de una realidad de hecho, una vez puesta en contacto con principios- puede trabajar la razón; sobre esto puede haber un enfrentamiento mediante argumentos que no sean meros disfraces de la voluntad, sino auténticos llamamientos a una comunidad de razón”. De lo dicho se advierte la singular consecuencia a que arriba el pensamiento iusnaturalista de cuño clásico: situar al intérprete (llámese éste juez; amigable componedor u operador del derecho, sin más) en el centro de la escena. No es, pues, un mero “aplicador” de la ley y, menos aún, su mera “boca”; es, por el contrario, el intermediario entre ella y la concreta realidad de las cosas, las que no siempre (o mejor, casi nunca) son como abstractamente fueron pensadas por el legislador. Y esa intermediación exige “dar razones” acerca del genuino sentido de la norma en la peculiaridad del problema, es decir, reclama argumentos en pro o en contra de una determinada significación de los hechos-normas: no vale cualquier respuesta y, más todavía, no toda solución “da igual”, sino que las hay mejores y peores y ello no es indiferente a quien debe asumirlas. Lo expuesto, en fin, abrió paso un plural recurso a cánones interpretativos que tanto tuvieron en cuenta el sentido último de la norma (en relación con el caso), cuanto de la realidad (en contacto con el sistema). A esas directrices, a partir de su empleo por parte de la jurisprudencia de la Corte Suprema se hará referencia en lo que sigue. c) Empleo de los cánones interpretativos “iusnaturalistas” por parte de la jurisprudencia de la Corte Suprema i) Introducción Como acaba de anticiparse, en la configuración de estas directrices el acento es siempre compartido: no se ubica exclusivamente ni del lado de la norma (es decir, desde la perspectiva del “sistema”) ni, tampoco, del de las circunstancias fácticas comprometidas (esto es, desde el ámbito del “problema”), sino que supone ambas consideraciones a fin de dar mejor cuenta de la cuestión sometida al intérprete. Sin embargo, los énfasis de determinadas directrices respecto de otras suscitan distinciones inevitables, motivo por el cual algunas han sido caracterizadas como “extranormativas” (en la medida en que abrevan su contenido de aspectos extraños o ajenos al ámbito de la ley) y otras como “intranormativas” (en tanto suponen un examen que tiene preponderante, pero no exclusivamente en cuenta, a las normas). Por último, algunos cánones parecen reunir ambas caracterizaciones cuanto menos por un doble orden de razones: por una parte, porque si bien tienen su origen en una dimensión extraña al sistema, finalmente éste concluye receptándolo (es el caso de las directrices aquí denominadas del “derecho natural” y de los “principios”) y, por otra, porque sus elementos reciben inspiración tanto en la realidad de la vida como en la del sistema jurídico de que se trate (es el caso de la directriz llamada de la “totalidad”). ii) Pautas de interpretación “intranormativas” -Directriz de la epikeia griega La gran síntesis de esta directriz se debe a Aristóteles para quien "la ley es siempre un enunciado general", por lo que "sólo toma en consideración los casos que suceden con más frecuencia, sin ignorar, empero, los posibles errores que ello pueda entrañar". Ahora bien: para el Estagirita estos errores son debidos a la "la naturaleza de las cosas, ya que, por su misma esencia, la materia de las cosas de orden práctico reviste un carácter de irregularidad". En este contexto, concluye el autor, si se planteara un caso que no alcanza a ser captado por la generalidad de la norma, "se está legitimado para corregir dicha omisión a través de la interpretación de aquello que el legislador mismo hubiera dicho de haber estado presente en este momento, y de lo que hubiera puesto en la ley de haber conocido el caso en cuestión". Y es precisamente esta función la que, en el planteamiento del Estagirita, autoriza a calificarla como una justicia "superior", ya que por su orientación a dirimir dichas situaciones “irregulares” (genéricamente hablando: los "casos difíciles"), la epikeia traspasa la ley y se transforma en aún "más justa" que ésta, pues la completa en aquellas situaciones excepcionales en que el "caracter absoluto de la norma" es incapaz de contemplar. El recurso a la epikeia es constante tanto en los tribunales inferiores como en la Corte Suprema. En lo que concierne a ésta última, el mencionado caso “Vera Barros” ofrece una interesante síntesis del funcionamiento de esta directriz. Así, la ley 19.101 relativa al régimen de jubilaciones y pensiones del personal de la Fuerzas Armadas había sido reformada en razón de que la inserción de la mujer en el mercado laboral tornaba innecesaria una protección normativa como la prevista con anterioridad. Exigió, a fin de conceder el acceso a la jubilación dos recaudos: convivencia con el causante durante los últimos diez años y al menos 50 años de edad. A este respecto, y dado que el acierto de la voluntas legislatoris no fue puesto en duda por las partes, la "justicia" de la ley parece a salvo de cualquier reparo. Como dice Aristóteles y se ha visto ya en el capitulo II, se está en presencia de un típico supuesto de justicia legal. Ahora bien: ¿puede la ley contemplar todas las particularidades de la vida? Para el Tribunal, "concurre en el caso una circunstancia especial, no contemplada específicamente por la ley pero que no escapa al sentido último que anima a ésta: la actora no sólo se limitó a convivir con el causante por un período superior al mínimo exigido por la ley, sino que, desde 1970, cuidó a éste de la enfermedad que padecía (arterioesclorosis cerebral), a la cual debe sumarse la pérdida progresiva de la visión (...). Dicha conducta, a la que debe agregarse (...) que, con anterioridad, y a raíz del fallecimiento de su madre, la peticionante debió abocarse al cuidado de sus hermanos menores, imposibilitó a ésta el desarrollo de actividades laborales ajenas a las específicas del hogar, lo que, a la postre, derivó en la imposibilidad de contrar con una preparación adecuada para acceder al mercado de trabajo y en la dependencia económica respecto de su padre y hermanos" (consid. 8º). Sobre tales bases, si bien la actora no cumple uno de los requisitos exigidos por la ley (tiene casi 49 años), dicho incumplimieno "acontece por un margen mínimo que no puede, en el caso, y en virtud de las razones anteriormente expuestas, ser valorado restrictivamente (Fallos: 302:1284). Por ello, parece plausible realizar al sub lite una aplicación equitativa de ese aspecto del precepto, en aplicación del criterio de esta Corte según el cual no es siempre método recomendable el atenerse estrictamente a las palabras de la ley, ya que el espíritu que las nutre es lo que debe rastrearse en procura de una aplicación racional, que avente el riesgo de un formalismo paralizante..." (consid. 11. Énfasis añadido). -Directriz del control de constitucionalidad de las leyes La función mediante la que se declara la inconstitucionalidad de las leyes constituye uno de los aspectos más relevantes –si no el de mayor trascendencia- del Poder Judicial. Al contrario de lo que sucede con la epikeia, en la que, como se dijo, se “corrige” el tenor literal de la ley para que abarque a ciertos hechos no contemplados por ésta, en este caso se la declara inviable para resolver el supuesto bajo estudio, aunque mediante la remisión a otra ley, de rango superior, que, obviamente, comprende a aquél. A este respecto, si bien se advierte una “inaplicación” del texto examinado, ésta no se realiza en virtud de una valoración de factores “extranormativos”, sino a partir de una “puesta en correspondencia” entre aquella norma y un texto constitucional, naturalmente, siempre en conexión con las circunstancias de la causa. De ahí que en ésta y en la anterior tradición se está en un horizonte netamente “intranormativo”, lo que no sucederá con las restantes tradiciones de la equidad, más arriba mencionadas. Entiendo que esta idea puede ilustrarse en cualquier caso en el que se acuda a la tradicional declaración de inconstitucionalidad de un texto. Como es obvio, su número podría considerarse infininto. En lo que sigue, me valdré de un precedente muy conocido del Alto Tribunal: la causa «Iachemet». En este caso, la ley impugnada es la 23.982, de conformidad con la cual se consolidan las obligaciones del Estado Nacional vencidas o de causa o título anterior al 1º de abril de 1991 que consistan en el pago de sumas de dinero cuando —en lo que al caso interesa— el crédito haya sido reconocido por un pronunciamiento judicial (art. 10). Al respecto, la ley prevé dos posibilidades de pago de dichos créditos: la primera, consiste en que los acreedores suscriban, por el importe total o parcial de sus créditos, Bonos de Consolidación en moneda nacional o en dólares, los que se emitirán a 16 años de plazo (conf. arts. 10 y 11); la segunda, que cobren en efectivo por el "equivalente a un año de haberes mínimos, por persona y por única vez". De esta forma, y siempre en lo que al caso interesa, se observa que la actora, que posee un crédito $ 35.195,20, o bien podría cobrar en efectivo en un plazo inferior a 16 años, una suma máxima de $ 1.560 (que es el equivalente a un año de sus haberes), o, de lo contrario, debería aguardar hasta esa fecha para hacerse del total, a menos que opte por venderlos anticipadamente, decisión que, al momento de la discusión de los hechos, resultaba notoriamente perjudicial, pues el valor de venta de los Bonos en el mercado era muy inferior al nominal. Al respecto, el razonamiento del Alto Tribunal distingue dos etapas: en primer lugar, indaga si la ley en cuestión prevé excepciones en favor de las personas que se hallan en la situación de la señora Iachemet; en segundo término, y ante la ausencia de ellas, se pregunta si dicha norma resiste o no el test de constitucionalidad, frente a —reparése una vez más— no cualquier problema de la vida, sino uno de "especialícima" naturaleza, y respecto del cual es probable (mido mis palabras), que el legislador no lo hubiera podido prever. La respuesta es negativa pues, tras ubicar a la norma en el círculo de las disposiciones dictadas como consecuencia de una situación de emergencia económica (consid. 11, 2º párr), recuerda su doctrina sobre esta materia, según la cual si bien ante tales circunstancias el goce y ejercicio de los derechos constitucionales puede ser válidamente restringido, dicha restricción sólo se reputa constitucional si es "temporal", de forma de no cercernar la "sustancia" de aquellos derechos (conf. consid. 10). Sentado lo anterior, el Tribunal afirma que la norma impugnada no respeta la suspensión "temporal" de los derechos, ya que "resulta virtualmente imposible que la señora Iachemet, conforme el desenvolvimiento natural de los hechos, llegue a percibir la totalidad del crédito reconocido..." (consid. 11, 4º párr.). En tales condiciones, concluye que "la aplicación al caso de autos de la ley 23.982 llevaría, no a una modificación del modo de cumplimiento de la sentencia pasada en autoridad de cosa juzgada, sino al desconocimiento sustancial de ésta. En consecuencia al no ser posible —sin forzar la letra ni el espíritu de la ley citada— efectuar una interpretación de ella que la haga compatible en el sub lite con la garantía del art. 17 de la Constitución, corresponde resolver que resulta acertado el pronunciamiento de cámara en cuanto declara su inconstitucionalidad" (consid. 11, 6º párr.) (el énfasis me corresponde). -Directriz teleológica Mediante esta directriz se procura desentrañar el “fin” de la norma, esto es, su sentido; “ratio” o los intereses que busca lograr, de donde la doctrina también la ha denominado directriz “teleológica-objetiva”. Al respecto, cabe ponderar que si bien los fines de la ley “vienen dados” por el legislador histórico, no resulta menos contrastable que las normas ostentan su propia racionalidad y que ésta, con el transcurso del tiempo y la inevitable mudanza del contexto que la vio nacer, adquiere una inevitable identidad propia de modo que no debe sorprender, como expresaba Sebastián Soler, que aquéllas ”cobran vida propia y autónoma” y, de tal modo, devienen, según palabras de Radbruch, “más inteligente que el legislador”. En definitiva, como ya fue puesto de resalto por el Chief Justice de la Suprema Corte de Justicia de los Estados Unidos Marshall a propósito de la Carta Magna de ese país, “no debemos olvidar jamás que es una Constitución la que estamos interpretando; una Constitución destinada a resistir épocas futuras y consiguientemente a ser adaptable a las variadas crisis de los asuntos humanos”, por lo que, en contacto con realidades disímiles (y de ahí la presencia de esta directriz en el horizonte del iusnaturalismo de cuño “práctico-prudencial), el texto puede tener una virtualidad diversa de la querida por el legislador histórico. El contenido de la “finalidad” de la norma varia, según se tenga presente, cuanto menos, un cuádruple orden de consideraciones en los que la relación norma-caso es crecientemente presente: a) el fin concreto del precepto; b) el fin general de la materia o institución regulada; c) el fin genérico del derecho y d) el fin de la sociedad en que el precepto se aplica. Como es obvio, el empleo de este canon por parte de la Corte Suprema es fecundo. Teniendo en cuenta la clasificación doctrinaria recién expuesta, he agrupado la jurisprudencia del Alto Tribunal como sigue: a) En relación con la estricta finalidad del precepto, el Tribunal ha señalado –en un dictum que, además, emplea otras pautas interpretativas anticipando lo que más tarde se verá bajo el título de “interpretación totalizante”- que “es principio de hermenéutica jurídica que, en los casos expresamente contemplados, debe preferirse la interpretación que favorece y no la que dificulta los fines perseguidos por la norma, evitando darles aquel sentido que ponga en pugna sus disposiciones, destruyendo las unas por las otras y adoptando, como verdadero, el que las concilie y deje a todas con valor y efecto”. b) En relación con la finalidad de materia en la que el texto se halla, a propósito de la recta inteligencia del art. 3, incs. “a” y “b” de la ley de Marcas 22.362 y del debido resguardo del principio de “especialidad” que gobierna en esta materia, el Tribunal ha dicho que “…dentro de ese espíritu, parece razonable la conclusión del a quo de estimar que cuando la ley expresa ‘los mismos productos’ se refiere a productos notoriamente vinculados entre sí por su función, aplicación o destino conforme a lo que se desprende de las notas explicativas (…) del decreto 558/81 (…) pues tal interpretación (…) tiende a alcanzar una aplicación racional del precepto adecuada a su ratio legis”. c) Bajo la idea ciertamente más genérica que procura indagar acerca de la “finalidad del derecho”, es bien perceptible en los fallos de la Corte la nota, a contrario, de “razonabilidad”. Así constantemente se ha escrito que “las leyes son susceptibles de cuestionamiento constitucional cuando resultan irrazonables, o sea, cuando los medios que arbitran no se adecuan a los fines cuya realización procuran o cuando consagran una manifiesta iniquidad”. d) Por último, la todavía más amplia finalidad –que es la tenida in mente por Marshall en el célebre dictum ante citado- que anima la vida social es un referente ineludible para el adecuado desentrañamiento de la finalidad de la norma. A mi juicio, esta idea puede encontrarse adecuadamente reflejada en uno de los más emblemáticos precedentes de la Corte (la causa “Kot”), cuando el Tribunal señala, desde luego a propósito del texto constitucional, que su interpretación debe realizarse de manera que “mejor asegure los grandes objetivos para los que fue dictada”. Pautas de interpretación “extranormativas” -Directriz de “Autoridad” El recurso a las autoridades es un canon de larga data: ensalzado en la Antigüedad y, en lo sustancial, en el Medioevo, y despreciado por la Modernidad, ha vuelto (sin duda como consecuencia de los planteos de la “Hermenéutica Filosófica”), a ocupar un lugar de relevancia dentro del elenco de argumentos que emplea el intérprete a fin de ilustrar tanto el sentido de una norma como la respuesta a un entuerto. Mediante esta directriz se procura mantener el significado de un texto o de una determinada relación jurídica de conformidad con lo que fuera fijado en un anterior precedente (interpretación judicial), o por parte de la doctrina (interpretación doctrinaria), Este argumento constituye un recurso que remite a una tradición de ideas que se reputan verdaderas o, cuanto menos, persuasivas. Como señala Viehweg a propósito de su aplicación en la Antigüedad y durante el Medioevo, “con la cita de un hombre se hace referencia a un complejo de experiencias y de conocimientos humanos reconocidos, que no contiene sólo una vaga creencia, sino que garantiza un saber en el sentido más exigente”. De ahí que “la referencia al saber de los mejores y más famosos se encuentra también llena de sentido”. Nuestra Corte Suprema lo ha empleado de dos maneras principales: mediante el recurso a ciertos autores y a través de la cita de algunos tribunales. En ambos casos no se trata de una relación extensa, sino más bien a la inversa, en especial durante los primeros cien años de vida del tribunal. La razón es obvia: la Corte desde antiguo ha sido muy consciente de su importancia dentro de la estructura del poder del Estado y, por ende, ha procurado con extremo celo cuidar su prestigio. De ahí que no haya abusado de las citas y, menos aún, de “cualquier cita” en la inteligencia, para decirlo con Viehweg, de que éstas sólo deben garantizar “un saber en el sentido más exigente”. Así, en lo que concierne a los autores, los nombres han sido, en líneas generales, de notables constitucionalistas argentinos o del derecho comparado, en especial, norteamericanos. Entre ellos, el más citado ha sido –y aun lo es- Joaquín V. González y su célebre Manual de la Constitución Argentina, aunque también son frecuentes las remisiones a José M. De Estrada y, más recientemente, Juan A. González Calderón, en tanto que, entre los doctrinarios del derecho comparado, se destacan Marshall, Story, Cooley, Madison, Willoughby y, más recientemente, Tribe. Por su parte, en lo relativo a los tribunales, el cuerpo por antonomasia al que la Corte ha acudido fue la Suprema Corte de Justicia de los Estados Unidos, toda vez que ésta “basada en el derecho federal Americano, que es nuestro propio derecho constitucional, tiene importancia decisiva entre nosotros”. Sin embargo, desde la incorporación del denominado “Pacto de San José de Costa Rica” a nuestro ordenamiento, la Corte ha dicho que la interpretación de aquél convenio debe guiarse por la jurisprudencia de la Corte Interamericana de Derechos Humanos, pues uno de los objetivos de ésta última es, justamente, la interpretación de dicha pacto. De igual modo, algunos jueces han señalado a propósito de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos -órgano de existencia anterior al citado Pacto pero que ha sido ratificado por éste como instancia inicial y obligatoria de todo reclamo que se origine como consecuencia de aquél- que “más allá de que los jueces de un Estado parte no están obligados a ceñir sus decisiones a lo establecido en los informes emitidos por la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, existe el deber de tomar en consideración su contenido”. -Directriz de la aequitas romana En Roma, la equidad (aequitas), es sinónimo de derecho (ius). Como expresa De los Mozos con cita de Max Kaser, "iustum, aequum y legitimun son simples matices del concepto unitario de lo que es conforme a derecho" y que, como enseña Alvaro D´Ors, es formulado “por los que saben de lo justo: por los iuris prudentes". De lo hasta aquí expuesto, es patente la diferencia conceptual que existe entre esta tradición y la de la epikeia ya que mientras la aequitas romana es equivalente al derecho inteligido en el caso concreto por parte de la jurisprudencia, la epikeia griega constituye un criterio jurisprudencial corrector de la leyes en orden a discernir el derecho: en el primer caso se está frente al derecho mismo, el que brota de las circunstancias de la causa a partir de una “puesta en correspondencia” con los principios (regulae) creados por los jurisperitos; en el otro se está frente a un standard metodológico merced al cual se obtiene el derecho. De ahí que, mientras este último responde a una matriz “intranormativa”; el segundo remite a una “extranormativa”. El empleo de la noción de equidad definida en clave romana es por demás vasto en la jurisprudencia de la Corte Suprema de Justicia de la Nación. Al estudiar la justicia conmutativa, hice referencia al caso “Melgarejo, Roberto René c/Chacar, Alberto César y otro”, el que ilustra adecuadamente este canon. Como se recordará, en esa ocasión se puso en tela de juicio las pautas con las que se actualizó el saldo de precio que debían abonar los demandados por la adquisición a plazo de un inmueble en la Provincia de Buenos Aires. Según surge de los hechos de la causa, la operación debía cumplirse mediante el pago de un cierto número de cuotas que se actualizarían conforme el incremento del salario básico del peón industrial. La operación se cumplió con normalidad hasta que el aumento de dicho salario en un 100% por medio del decreto nº 439/82, “vino a causar el desequilibrio de las prestaciones y dio lugar a sucesivas e infructuosas tratativas” a fin de llevar a buen término el acuerdo previamente concluido. En cuanto aquí interesa, el Alto Tribunal recuerda, con apoyo en otros pronunciamientos anteriores, que “los índices oficiales sólo constituyen un arbitrio tendiente a obtener un resultado que pondere objetivamente, en la mejor medida posible, una realidad económica. Empero, cuando el resultado al que se llega se vuelve objetivamente injusto, aquellos índices deben dejarse de lado en tanto dicha realidad debe prevalecer sobre abstractas fórmulas matemáticas...” (consid. 5º, énfasis anadido). En el caso, y como se había anticipado, la “injusticia” de la solución se funda en que “el contenido sustancial de la condena eleva el saldo adeudado a valores tales que (...) resultan absurdos con relación al precio actual del inmueble en cuestión...” (consid. 8º. El subrayado es mío. Cfr también consid.: 6º, principio). Sobre tales bases, la Corte concluye que “... el superior tribunal de la causa dio una solución que se desentiende de las consecuencias inequitativas que ocasiona, a la par que transforma el saldo adeudado en una fuente injustificada de lucro” (consid. 6º, in fine y su cita. El subrayado me corresponde). Como es obvio, la equidad es equivalente a lo “justo”, de donde, en el caso, la pretensión actualizatoria -con sustento en la “realidad” (y de ahí lo “extranormativo”)-, resulta contrario a lo “justo” y, por tanto, como dice el Tribunal, “inequitativo”. -Directriz de la aequitas judeo-cristiana Con el advenimiento en Roma de la tradición judeo-cristiana, se advierte una progresiva pérdida de autonomía de la jurisprudencia, como consecuencia, entre otras razones, de la creciente moralización del ius o aequitas debida, de forma no exclusiva aunque sí preponderante, a la influencia de la tradición judeo-cristiana. Este fenómeno se aprecia a través de diversos factores. Por de pronto, y en lo que concierne a la vida social de la época, se asiste a una exaltación de la humanitas, de la pietas o de la benignitas, virtudes éstas que no tardarán en interferir en la depurada conceptualización del derecho elaborado por la jurisprudencia romana. En este contexto, la equidad muta de contenido, pues emerge como la corrección, ya no de la ley –según se vio que ocurría en Grecia—, sino del ius. Ahora bien: dicha corrección (que es, en definitiva, una verdadera sustitución) se realiza en función de ciertas reglas provenientes de la moral judeo-cristiana, las que no sólo justifican el abandono de las formalidades propias del ius clásico, sino que, con el paso del tiempo, concluyen por impregnar la concepción del ius o aequitas de la época. En cuanto concierne a la idea de equidad judeo-cristiana, es probablemente Javier Hervada quien con mayor pulcritud ha sistematizado el alcance de este concepto. A su juicio, la equidad radica en “una relación de justicia cuyo deber atempera y cuyo derecho acomoda, en consideración a lo postulado por las circunstancias del caso, a causa del bien común o de las leyes generales que regulan las relaciones humanas”. En esta perspectiva, expresa que “la atemperación de lo debido puede tener diversas causas. Unas veces procede de la benignidad o de la misericordia, como ocurre cuando las penas que en justicia son debidas se alivian o se perdonan (v. gr. indulto); otras veces su causa es la solidaridad humana (moratoria en los pagos, por ejemplo); otras procede de la moderación necesaria para que el rigor de la justicia no dañe otros valores no menos importantes (v. gr., inembargabilidad del patrimonio familiar), etc.”. Por su parte, añade el autor que existen otros casos en los que, “no siendo posible satisfacer el derecho, la equidad lo acomoda a las circunstancias particulares, dándose una cierta satisfacción, que cancela la deuda correctiva. Aquí la deuda no es atemperada, porque la deuda de estricta justicia queda de suyo en suspenso por la imposibilidad de satisfacer el derecho (nadie está obligado a hacer lo imposible). Lo que ocurre es que siendo insatisfecho el derecho en sí, se le da una satisfacción equitativa, de modo que deja viva la deuda, de suyo suspendida por la imposibilidad de satisfacción”. El Alto Tribunal de nuestro país registra un no menor empleo de la tercera acepción de la voz “equidad”. De esta familia de precedentes, mencionaré la causa “Scilingo” en la que la Cámara Nacional en lo Criminal y Correccional condenó tanto al actor, cuanto al Sr. Julio César San Martín Aguiar, a la pena de un año de prisión de ejecución en suspenso como coautores del delito de estafa, sentencia de la que fueron notificados en la defensoría oficial, en la que ambos habían constituido domicilio. En su recurso extraordinario deducido in forma pauperis, el Sr. Scilingo relata la existencia de un conjunto de irregularidades cometidas durante la tramitación de la causa y que explican la extemporaneidad de la apelación ante la Corte. Ante ello, la mayoría acoge el planteo del reclamante y añade que “sin embargo, por un elemental principio de equidad corresponde extender los efectos de este pronunciamiento al co-condenado Julio César San Martín Aguiar, que también fue notificado en el domicilio constituido en la misma defensoría, sin que exista constancia alguna de su suerte pues, de no seguirse este criterio, se llegaría a la consecuencia inadmisible de que pese a existir respecto de ambos condenados idéntica afectación de la defensa en juicio, sólo fuese reparado el vicio respecto de uno de ellos (conf. doctrina de Fallos: 308:733; 311:2502)” (consid. 13, consid. 2º) (el énfasis es mío). Como surge del párrafo recién transcripto, el co-condenado San Martín Aguiar no intervino en la litis por lo que, en puridad, ningún pronunciamiento cabría a su respecto. Sin embargo, frente a una subsunción lógico-deductiva que conduciría a ceñir la resolución del caso sólo respecto de quien ha instado el proceso, el Tribunal apela a un método interpretativo que otorga atención preferente a las singulares circunstancias del caso y a sus consecuencias, de donde procura que los efectos favorables de la resolución se extiendan también a quien, encontrándose en idéntica situación, por razones que el Tribunal desconoce, no pudo o no supo ejercer las garantías a su disposición. Al discurrir de esta manera, el Tribunal alude a la “equidad” en el sentido de ese haz de virtudes de impronta cristiana (acaso a la benignidad y a la solidaridad) a fin de corregir el derecho, es decir, la solución del caso prevista por el ordenamiento jurídico. iii) Pautas de interpretación “extra” e “intra” normativas -Directriz del “derecho natural” Como se ha visto ya extensamente, bajo esta directriz se suele apelar a “ciertos criterios de objetividad que es posible discernir en el contexto de las concretas relaciones de índole jurídica en las que se hallan inmersas las personas en la vida social” y que, como razonan Ballesteros y Cotta, procuran discernir esos “datos permanentes y constantes del fenómeno jurídico” que hacen a las “condiciones más básicas del vivir humano”. La búsqueda, pues, de la solución justa del caso concreto hace de este canon un típico ejemplo de los argumentos -para seguir con el feliz clasificación de Tarello-, de “producción” normativa, esto es, se trata de una directriz por cuyo conducto se “crea” una solución ad casum ante la inconveniencia o injusticia de la existente. Sin embargo, como sucede asimismo con el argumento o directriz por los “principios”, según se verá a continuación, es por demás frecuente que la gran mayoría de tales soluciones resulten finalmente incorporadas al ordenamiento jurídico, en cuyo caso estos argumentos, se transforman en un canon de naturaleza “interpretativa”, ya que la “positivación” del criterio previamente discernido por la doctrina o, en la gran mayoría de los casos, por la jurisprudencia, deviene el punto de partida desde el cual el exegeta debe interpretar. Según se anticipó, el argumento por el “derecho natural” puede ser examinado desde una doble perspectiva: a partir de la “naturaleza de las cosas” y desde la mirada de la “naturaleza humana”. La primera apunta a discernir la dimensión de “objetividad” que anida en cada relación jurídica a partir del examen de las cosas o “bienes” que tienen por objeto a aquellas. A su vez, la segunda procura desentrañar esa dimensión de “objetividad” a partir de las exigencias básicas o fundamentales de la persona. En lo concerniente al primer aspecto –“naturaleza de las cosas”-, los ejemplos jurisprudenciales son numerosos y han sido examinados con algún detalle en el capítulo V, a dónde se remite a fin de evitar innecesarias repeticiones. Sin perjuicio de ello, en los recién citados casos “Iachemet” o “Melgarejo” es claramente perceptible la influencia, respectivamente, de los factores “tiempo” y “cantidad” en la determinación de lo justo, de modo que las relaciones jurídicas allí imbrincadas quedan ajustadas por remisión a elementos extranormativos que se originan en la “naturaleza de las cosas”. Según se ha señalado, si una solución de este tipo se incorpora al sistema, el argumento en cuestión pasa de ser “productivo” a “interpretativo”, tal lo acontecido, por ejemplo, con el stándard del “equilibrio en las prestaciones”, el que, de claro cuño en la “naturaleza de las cosas”, en tanto se basa en el sentido objetivo de que una relación jurídica no puede fundarse sobre la manifiesta desigualdad de sus términos, pasó en un momento preciso (a raíz de la sanción de la ley 17.711) a integrar nuestro ordenamiento jurídico a través de los artículos 954, 1071 o 1198, entre otros. A su vez, otro tanto cabe decir en lo relativo al segundo aspecto –“naturaleza humana”-. Aquí también, en efecto, los ejemplos son numerosos, tal y como se examinó en el citado capítulo V y el argumento observó una consideración tanto “productiva” como “interpretativa”. Lo primero, porque en su oportunidad la jurisprudencia discirnió ciertos bienes o derechos como naturales a las personas (tal el caso, entre otros, del derecho humano al “ambiente”). Y, lo segundo, porque tales derechos naturales fueron incorporados al sistema jurídico, v. gr., tal y como se ha profundizado en el capítulo V, a través de los derechos “no enumerados” o “implícitos” (art. 33, texto de la Constitución Nacional según la reforma de 1860), o por conducto de los derechos “humanos” o “fundamentales” incorporados mediante los tratados internacionales de protección de los derechos humanos (art. 75, inc. 22, texto según la reforma constitucional de 1994). -Directriz de los principios Según se anticipó, la presencia de “principios” en el ordenamiento jurídico genera una interpretación que se estructura, precisamente, “a partir de ellos” y que, como también se puso de relieve, asume un doble carácter: “productivo” e “interpretativo”. En el primer supuesto –el carácter “productivo”- los principios actúan bajo una doble perspectiva: a) ante una “laguna” normativa, en cuyo caso un determinado principio concurre a suplirla, supuesto en el cual claramente esta directriz “amplía la capacidad de respuesta” de un ordenamiento jurídico al crear una solución de especie o “ad hoc” y b) a fin de no aplicar determinadas reglas que resultan contrarias a una solución de justicia, es decir, opuestas, tal y como se señaló en la UDA VII, a una práctica social; a una costumbre del foro o ciertos criterios objetivos que, ciertamente, emparentan esta directriz con la del “derecho natural” recién examinada. El primer caso es, quizá, menos frecuente pero su relevancia no es menor. Un famoso asunto fallado por la Cámara Civil de la Capital Federal da cuenta, según creo, de esta idea cuando, frente a la ausencia legislativa respecto del status de los ovocitos pronucleados –que se hallan en un estadio anterior al de los embriones-, el Tribunal les otorgó la condición de persona por remisión al principio “pro hominis”, es decir, “a favor del hombre” ante la duda científica y la omisión jurídica de esclarecer tal hecho. El segundo caso es muy empleado por la jurisprudencia. Así, el advenimiento jurisprudencial de la ya mencionada “teoría de la imprevisión”, como se ilustró más arriba, supuso que los jueces se apartaran de una regla expresa (el principio nominalista contemplado por Vélez Sársfield en el art. 619 del Código Civil), a fin de que la equivalencia en las prestaciones no resultara alterada. Por su parte, la también referida configuración del principio de “no actualización de las deudas” entrañó que los jueces se alejaran de las leyes indexatorias con el objeto, una vez más, de no desequilibrar la necesaria igualdad que debe caracterizar a las relaciones intersubjetivas. Finalmente, resulta de interés examinar otra faceta de la interpretación “por principios”: se trata de los supuestos, cada vez más frecuentes, en que los principios “se enfrentan” a otros o, acaso con mayor precisión, cuando las partes de un conflicto invocan ante un juez principios contradictorios en defensa de sus respectivas posturas. Como se anticipó, la ponderación intrínseca a toda argumentación “por principios” excluye, de suyo, la tesis de la jerarquía de éstos e invita a examinar la virtualidad de cada uno de ellos en todo caso a partir, siguiendo la expresión de Alexy ya estudiada, de “las condiciones de precedencia”. Ahora bien: aún cuando esta metodología permite desentrañar, con bastante rigor, el principio del caso (excluyendo otro u otros invocados sin razón), no se trata de una tarea sencilla y, por tanto, su éxito no siempre se encuentra garantizada. En efecto; existen casos en que ambas partes invocan “principios” que, al cabo del examen de las circunstancias de las causa, deben ser atendidos por igual. El tantas veces mencionado precedente “Saguir Dibb” ilustra este supuesto si se recuerda que concurrían dos principios a debate: de un lado, el derecho a la vida y, de otro, el derecho a la integridad física. Como es obvio, ambos principios deben ser considerados, para seguir la terminología de Alexy, “en la máxima medida posible” y tal es el procedimiento que lleva a cabo la Corte. Así, en un caso ciertamente “difícil” como el mencionado, la sentencia cree haber protegido exitosamente tanto a uno como a otro derecho. Sin embargo, existen casos en que si bien ambas partes invocan “principios”, a la postre de un análisis de los presupuestos de hecho que los originan se advierte que alguno de los principios en cuestión no podrá ser resguardado. Tal es el supuesto, según creo, de los denominados “casos trágicos”, como, por ejemplo, el del aborto terapéutico: aquí se halla en juego el derecho a la vida del nasciturus y el derecho a la vida de la madre de modo que la defensa de un principio entraña, de suyo, la cancelación del otro y viceversa. Como es sabido, el Código Penal argentino optó, en supuestos como el indicado, por sentar una “regla de excepción” al principio del derecho a la vida del nasciturus, favoreciendo en el de la madre, con lo cual el objetivo de salvaguardar ambos derechos en juego en el caso concreto no resulta posible. -Directriz de la “totalidad” Los ejemplos que han ilustrado las pautas de interpretación referidas precedentemente muestran que, en una cantidad nada despreciable, tales directrices no se presentan de modo aislado, sino que actúan en forma conjunta. Cabría hablar, entonces, de un modo de argumentar que tiene en cuenta varias maneras o vías a fin de resolver un problema. Se trata, pues, de una interpretación “totalizante” en la medida en que emplea un número plural de las pautas precedentemente estudiadas. Ahora bien: a mi juicio, y este es, acaso, el aspecto que más interesa resaltar aquí es el fenómeno recién descrito supone, al mismo tiempo, tanto pautas de origen “Positivista”, cuanto de la raíz iusnaturalista de cuño “práctico-prudencial”. De ahí que se ubica bajo esta última matriz porque, si bien se mira, dicha directriz no se opone a la primera sino que la supone y, de tal modo, a mi juicio, la supera. No procura, en efecto, únicamente dar cuenta del sentido de la norma y con ello agotar su misión sino que, teniendo presente sus posibles alcances, busca abrirse a la realidad del problema a fin de obtener la decisión justa del caso. Su empleo por parte de la Corte Suprema es profuso y ello se manifiesta a través de remisiones implícitas o explícitas. Ejemplo de lo primero es cuando el Alto Tribunal si bien reconoce la primacía del recurso a la letra de la ley, admite que éste no es exclusivo. Así, ha señalado que “la primera fuente de interpretación de un texto legal es la de asignar pleno efecto a la voluntad del legislador, cuya fuente inicial es la letra de la ley”. Con dicha afirmación, como es claro, abre el camino para que, a la letra de la ley, se le añadan otros criterios a fin de determinar su sentido. De igual modo, como ejemplo de lo segundo, tiene dicho el Tribunal en constante jurisprudencia que “la primera fuente de interpretación de la ley es su letra, pero además la misión judicial no se agota en ello, ya que los jueces, en cuanto servidores del derecho para la realización de la justicia, no pueden prescindir de la intención del legislador y del espíritu de la norma; todo esto, a su vez, de manera que las conclusiones armonicen con el ordenamiento jurídico restante y con los principios y garantías de la Constitución Nacional”. De la cita recién transcripta se advierte una variada (tanto en lo cuantitativo cuanto en las matrices teóricas) concurrencia de pautas interpretativas. Así, como ejemplo de la filiación “Dogmática”, cabe mencionar: a) directriz gramatical; b) directriz psicológica o de la voluntad de la ley y c) directriz sistemática. A su vez, como manifestación del pensamiento “Iusnaturalista práctico prudencial”: d) el recurso al “espíritu de la norma” que, a su vez, se vincula con la directriz o el argumento “equitativo” y e) el argumento relativo a que el juez es servidor del “derecho” (y no solo de la ley, a la que indudablemente, conoce o debe conocer), con el objeto de alcanzar la “justicia” de la situación bajo examen.


 

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