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 Sociedad y Estado  | 
Resumen para el Segundo Parcial | 
 Cat: Mesyngier  | 
Prof: Darío Sztajnszrajber | Sede: Drago | 2º Cuat. de 2013 | 
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Por Darío Sztajnszrajber
Modernidad
I.
Pensar la modernidad es pensar el tiempo. Es pensar el hoy, el instante, y tal 
vez, es pensar el mañana. Pero un mañana no demasiado lejano. Un futuro próximo, 
un casi después del hoy. La palabra "moderno" parece provenir de una mezcla 
entre "hoy" y "modo" (hodiernus y modus); esto es, la manera en que se 
manifiesta el presente, pero más precisamente, la conciencia de estar viviendo 
el hoy en oposición al ayer. Ser moderno es estar siempre desligándose de algo, 
pero ese carácter de desaprensión lleva consigo también lo desligado. Ser 
moderno es autoafirmarse como desatado de lo establecido, de lo tradicional, de 
lo pasado. Esta conciencia de estar viviendo el "modo del hoy", por su propia 
formulación, ya está recortándose del "modo del ayer". Lo moderno supone lo 
no-moderno, aquello que se deja de lado, aquello que otros quieren conservar, 
que otros cuidan no perder. Por eso lo moderno es revolucionario, porque crea a 
partir de una destrucción, porque avanza sobre la necesidad de "arruinar", de 
"hacer ruina" con lo que hay. Por eso lo moderno es proyección hacia el futuro, 
es mejora, porque transforma decididamente en pasado aquello que se da en el 
presente. O mejor dicho, la verdadera pelea de lo moderno no es contra el 
pasado, sino contra el presente. 
El problema de la modernidad tiene que ver con su esencial carácter cambiante e 
innovador. Su presencia en lo no-presente, o más bien, su establecimiento en el 
futuro inmediato -más allá de las discusiones acerca de su utopismo- la colocan 
en la posición de "siempre cambiando", de "siempre yéndose" o de "nunca 
anclándose". Aquello que consideramos establecido en tanto ordenamiento del 
presente (presente en sus dos sentidos: temporal y espacial, el presente como 
hoy, y el presente como "lo que está a mis ojos"), nunca puede resultar 
satisfactorio en virtud de la prioridad y ansiedad de novedad. Si ser moderno es 
ser novedoso, entonces sólo se realiza descartando el presente; y sin embargo, 
este mismo gesto, desvirtúa toda propuesta posible porque "ya" es vieja, porque 
“ya” está pasada de moda (misma raíz que moderno). Es decir que lo moderno, en 
principio, nunca puede establecerse ni institucionalizarse, porque en ese caso, 
dejaría de serlo (moderno).
Si llamamos a lo establecido con el concepto de “tradición”, dando pie a su 
origen etimológico como "lo transmitido" (traditere); lo moderno, en principio, 
se vuelve antitradicionalista y promueve el ejercicio permanente de la búsqueda 
de ruptura con lo que hay. Pero este carácter de rebeldía se va a encontrar con 
el problema que surge al comprobar que en la historia europea que nos 
constituye, la gran rebeldía moderna contra la tradición comenzó a estructurarse 
a partir del siglo XV, como lucha contra el pensamiento religioso medieval. La 
cada vez más fuerte oposición al Medioevo, fue desarrollándose como una apuesta 
decidida por la racionalización del mundo. Pero esta “batalla” entre la razón y 
la religión, alcanza en la época del Iluminismo su resolución, con el 
advenimiento de una sociedad secularizada que termina estableciéndose como nueva 
tradición, termina institucionalizándose. La razón, que había surgido en 
oposición a la fe religiosa medieval, es ahora “antropocentrismo”, esto es, 
fundamento último de la realidad, y por ello, nuevo poder público. 
¿En qué se convierte ahora lo moderno? ¿En la construcción de las nuevas normas 
de un mundo secularizado, o en el espíritu de ruptura de toda norma? Si tomamos 
la segunda opción, entonces lo moderno debería continuar cuestionando ahora, a 
la nueva tradición instalada: la sociedad laica, científica y democrática. Se 
hace patente de este modo, un conflicto entre los dos modos de entender lo 
moderno: como rebeldía y novedad, por un lado, y como racionalidad por el otro; 
y ambos sentidos entran en disputa, ya que si lo moderno es ruptura, la 
racionalidad institucionalizada se ha convertido ahora en el nuevo objetivo a 
dejar atrás. La Modernidad se vuelve contra si misma . 
Llamamos Modernidad al período histórico que se va constituyendo a partir de una 
serie de acontecimientos (económicos, tecnológicos, sociales, culturales, 
políticos, legales, artísticos, filosóficos y científicos), que parecerían 
reflejar una transformación radical en el modo en que se hallaba estructurada la 
realidad del Occidente europeo. Hay un cambio, es evidente. La cuestión es 
analizar la profundidad del mismo. A veces los cambios que ostentan grandes 
rupturas no son más que modalidades ocultas de lo mismo. Durante varios siglos y 
la periodización es un problema, se va constituyendo el proyecto moderno. Surge 
y se va estableciendo el capitalismo, se produce la revolución copernicana, se 
inventa y socializa la imprenta, los grandes descubrimientos geográficos, el 
Renacimiento, la filosofía racionalista, eventos que en diferentes siglos van 
produciendo aceptación y rechazo. Pero hay como una unidad subyacente, la 
posibilidad de capturar una nueva imagen de la realidad que aparece distinta a 
la hasta entonces vigente. O, al decir de Heidegger, la época en la cual por 
primera vez el hombre como sujeto constituye una “imagen” del mundo. La 
Modernidad es, en este sentido, secularización. Secularización y 
desencantamiento. 
Pensemos la palabra "moderno" en esta primera acepción como sinónimo de 
racional, de terrenal, de mundano, de entendible y transformable por los 
hombres. Modernidad nace como sinónimo de racionalidad; de hecho, el mundo 
moderno se va a entender como el mundo laico, aquel en el cual la ley no depende 
de lo revelado, aquel en el cual la ciencia es portadora del conocimiento. Esta 
Modernidad racional y secular se ve a si misma como “proyecto”, como triunfo 
frente a los prejuicios, impotencias y actitudes retrógradas del mundo medieval 
anterior. Es la Modernidad que denomina -con Petrarca- a los años cristianos 
como Edad Media y Edad Oscura, y es aquella que en un primer momento se pretende 
como una versión mejorada de la Antigüedad. Es que, para los primeros modernos, 
los antiguos habían descubierto la razón y con ella muchas de las grandes 
verdades, pero el cristianismo las opacó, las desterró. Por ello, estos primeros 
modernos renacentistas y hasta el neoclasicismo francés en el siglo XVII, tienen 
aun una conciencia de modernidad todavía ligada hacia el pasado. Ser moderno es 
ofrecer una versión mejorada de lo antiguo. La famosa metáfora de Bernardo de 
Chartres del enano a espaldas del gigante es ilustrativa: el gigante es la 
tradición y el enano la novedad; el gigante es más grande, pero el enano ve más 
lejos. 
Sin embargo, hay un redireccionamiento de la mirada que se va a manifestar más 
adelante, en especial, después del Iluminismo y en profundidad con los primeros 
modernismos y vanguardias. Va a surgir otra mirada de lo moderno que va a poner 
el acento en el futuro y en la destrucción de lo pasado. Es la modernidad 
futurista que propone la construcción de un mundo y de un hombre nuevo. 
Asistimos de este modo a una lectura de lo antiguo y de lo medieval como 
igualmente ingenuo y oscuro. Es más, el presente se vuelve tradición, y el ser 
moderno habita la realidad del futuro por venir. El presente siempre es 
obstáculo y la tarea humana por excelencia consiste en la innovación permanente; 
en todos los planos: el empresarial, el artístico, el político. El hombre 
moderno es visto ahora como un animal de progreso ilimitado, y todo progreso 
implica una idea de novedad y por ello de ruptura. Si hay innovación, hay 
ruptura. La misma idea de lo antiguo se modifica: el presente inmediato ya 
constituye algo a superar. La segunda modernidad nace como búsqueda y 
resistencia. Es oposición y transgresión, es transformación de lo establecido. 
Las dos modernidades entran en escena: la primera racional, secular y 
antimedieval; la segunda, amante de lo nuevo, del progreso y de la transgresión. 
Las dos modernidades entran en conflicto: una va a hablar el lenguaje de la 
ciencia, y la otra el lenguaje del arte.
Excurso sobre el sujeto moderno
Uno de los términos con los que abordamos la comprensión de la Modernidad es la 
noción de sujeto. La homonimia entre sujeto e individuo, o entre sujeto y yo, o 
sujeto y persona, supone un giro filosófico importante, que es aquel que se va 
produciendo en el pensamiento moderno. Es que “sujeto” etimológicamente remite a 
“sub iectum”, aquello que está por debajo de lo eyecto, fundamentando lo que 
aparece a la vista. De nuevo, la idea de un fundamento de lo real oculto que da 
sentido a lo ilusorio que nos rodea. El “sujeto” así entendido, para el 
cristianismo medieval era Dios, y para la Antigüedad griega, todo aquel 
fundamento que desde lo metafísico, se ofreciera como principio de todas las 
cosas. Así se entiende la idea de cosmocentrismo, en tanto el sentido último 
para los antiguos estaba dado por la existencia de un Orden (cosmos) exterior al 
hombre que legislaba el universo. Si en Platón, el sujeto consistía en el Mundo 
de las Ideas, en Aristóteles lo conformaba la noción de sustancia (sub stare, 
por debajo de lo que está).
¿Pero qué es lo que sucede para que el sujeto se vuelva el yo? O dicho de otro 
modo, ¿qué es lo que sucede para que el individuo sea el hombre? “Individuo” es 
otro término latino que significa lo que no está dividido; en griego: a-tomo. Es 
decir; la idea misma de individuo remite también a la realidad misma con total 
independencia del hombre. De hecho, los átomos son “sujeto” de la materia.
Queda claro que está operando un proceso de transformación en la explicación de 
las cosas. Cuando identificamos “sujeto” con “yo”, ya estamos en al final del 
proceso, en pleno pensamiento moderno. ¿De qué se trata este pasaje?
Si pensamos que la esencia de la rosa está en la rosa, suponemos que la rosa 
misma, con independencia de rol del hombre, posee algo que la hace ser rosa y no 
otra cosa. Aunque no hubieran hombres en el mundo, la rosa seguirá siendo lo que 
es, ya que su esencia es autónoma, rige por si misma, independientemente de la 
percepción humana y hasta de las modificaciones que sufra en lo empírico: la 
esencia es justamente lo que permanece más allá de los cambios. Pero, si 
pensamos que las esencias no existen, sino que son “construcciones” de sentido 
hechas por el hombre; esto es; si pensamos que el sentido de las cosas no está 
“en” las cosas, sino en los modos en que el hombre va constituyendo los 
significados de lo real, entonces, nos encontramos ya en la Modernidad, desde 
Descartes, pasando por Kant y hacia adelante. Las esencias no son más que formas 
de entender el mundo “puestas” por el hombre. De este modo, lo que entendamos 
por rosa, estará en línea con las maneras en que el hombre fue constituyendo el 
sentido de “rosa” a lo largo de la historia. El sujeto, ahora, es el hombre.
En realidad, podemos hablar de dos momentos en la consolidación de esta 
filosofía antiesencialista. Por un lado, en especial en Kant, la construcción 
del objeto “rosa”, es un acto de conocimiento resultante de un hombre que cuando 
conoce ejerce un papel activo, esto es, moldea la realidad desde las categorías 
de su entendimiento. Así visto, toda objetividad se vuelve intersubjetividad, 
pero esta última supone una estructura racional común en todos los hombres que 
no es histórica. Es como si dijéramos que todos los hombres a “eso” que está 
allí afuera, lo constituyen como rosas. Si alguien no lo viera así, el causal 
del error perceptivo debería ser analizado y “sanado”. Kant hasta entiende que 
el tiempo y el espacio son construcciones “subjetivas” de nuestra sensibilidad, 
y llama a esta esfera con el nombre de estética trascendental.
Pero por otro lado, después de Kant va a consolidarse una tradición más 
historicista, que va a poner el acento en el carácter “político” del sujeto. La 
realidad se convierte entonces en un campo de batalla en el cual los 
contendientes intentan imponer su subjetividad como objetividad, buscan hacer 
pasar su mirada situada e interesada como si no fuese una “mirada”, sino como si 
fuese la Verdad. Los contendientes pueden ser una clase social, una cultura o 
hasta un género, pero siempre va a permanecer la modalidad de convertir una 
apariencia (en el sentido de una mirada situada de las cosas) en una realidad 
verdadera. Es más, la historia antigua se relee, entonces, desde este paradigma, 
y todas las filosofías de la época son vistas como intentos de fijación de 
verdades. El giro moderno develó una situación inconciente y formalizó la 
equivalencia entre el sujeto y el yo, así como en una segunda instancia, develó 
que este “yo” también es un constructo. La idea de un “sujeto sujetado” al decir 
de Foucault, pone en evidencia que la dimensión estética del saber, en tanto que 
apariencia, no puede ser escindida de la cuestión del poder. “Persona” es un 
nombre que surge en el ámbito jurídico y que remite a la noción de máscara 
teatral. Ser persona es ocupar un rol en la estructura jurídico institucional; 
rol que no equivale a lo que supuestamente uno es. Rousseau nos habla 
directamente de alienación, en cuanto en la sociedad surgida del pacto, los 
hombres siempre están ocupando roles y por ello pierden autenticidad: la 
sociedad nos corrompe porque nos arroja a la máscara, esto es, a ser persona, 
esto es, a parecer, a la apariencia. La alienación alcanza en el pensamiento 
marxista su radicalidad: el yo no es más que el sujeto burgués y la libertad 
individual una función de los aparatos de dominación. En nombre de la 
autenticidad descubrimos que el “yo” como sujeto, está sujeto al poder. Pero la 
estetización, que es al mismo tiempo una politización de nuestra condición, ¿nos 
permite vislumbrar esa zona auténtica desde alguna perspectiva posible? 
II.
La primera modernidad con el correr de los años se va institucionalizando, se va 
convirtiendo en poder público, en "verdad". La racionalidad se torna fundamento 
último de la realidad, reemplaza a Dios, ocupa el lugar de la religión. La ley 
se va manifestando racional; la educación, la salud, la economía, se vuelven 
asuntos científicos. La primera modernidad se establece, se vuelve "sistema", se 
implementa como nueva tradición. Lo que nace contra la tradición se transforma 
en tradición. Desplaza a la religión para ocupar su trono. Destierra el dominio 
de la fe y lo reemplaza con argumentación, destrona al teocentrismo y erige el 
antropocentrismo. El hombre toma las riendas del saber y de la acción. Gana en 
confianza, cree en si mismo. Se emancipa de la religión para volverse autónomo y 
darse la tarea de construir un mundo mejor.
Sin embargo, la segunda modernidad no se quedó dormida. Se refugió en el arte. 
Se inmunizó de todo vestigio tecnocientífico, que rápidamente pasó a conformar 
parte del sistema imperante. Si la ciencia y la ley racional se 
institucionalizaron, lo irracional se tornó delito. La tradición moderna 
racional creó su propia diferencia y con ello, sus propios excluidos: el 
primitivo, el incivilizado, el pasional, el impulsivo, el ámbito de lo corpóreo, 
lo no expresable y por lo tanto no operable por la razón. Con el destierro de lo 
religioso y su confinamiento al mundo privado, el arte toma su lugar, y en el 
romanticismo del siglo XIX se presenta a dar batalla. "Dios no es un 
matemático", dice Hamman, "es un poeta". La poesía retoma el tema religioso por 
excelencia: hay algo más allá de lo pensable y solo el arte puede acceder a esa 
instancia. Pero para el universo de las instituciones, esta reacción estética no 
era más que un retorno encubierto de la religión. Para el hombre del Iluminismo 
triunfante, todo el espectro de lo irracional se halla cortado por la misma 
tijera: no es más que un acto reaccionario.
Con las paradojas mismas del romanticismo y con el desarrollo del siglo XIX va 
naciendo el modernismo, la segunda modernidad, la modernidad estética. Un 
modernismo que rescata el espíritu transgresor de lo moderno y lo enfoca ahora 
contra la nueva tradición, contra la Modernidad misma. Ser modernista es 
entender a lo moderno como un estado de rebeldía y transgresión incesante. Ser 
modernista es también confinar el progreso material y económico a la esfera de 
la modernización del sistema. Vamos a tomar el término modernismo en su sentido 
más amplio como segunda modernidad, como actitud de "ser moderno", como el 
espíritu de lo moderno en tanto espíritu de transgresión, como cuando Baudelaire 
insistía en el carácter normativo del término, y Rimbaud exigía moralmente al 
artista a serlo (“Il faut etre absolument moderne”). La actitud moderna es una 
decisión y elección de vida.
El proyecto de esta segunda modernidad, que Habermas llama “modernidad 
estética”, es de arremetida contra un mundo europeo decimonónico que creyó haber 
podido reemplazar a Dios como principio ordenador de todas las cosas. Reemplazar 
a Dios significó el desplazamiento del poder de la religión y la consolidación 
de una sociedad basada en los pilares de la primera modernidad: racional, laica, 
científica, argumentativa, planificadora, instrumental, productiva. La sucesión 
de estos adjetivos, sin embargo, deja a las claras un proceso en el cual las 
utopías ilustradas de una razón que se hacía cargo de un mundo sin Dios, fueron 
virando hacia un uso de la misma en sus aspectos instrumental y eficientista. La 
flamante Modernidad recubrió lo caótico de una realidad desbordante, con 
variables cartesianas y papel cuadriculado. Esto es; reemplazó el relato 
religioso funcional al poder de algunos, por un relato científico funcional al 
poder de muchos: en el capitalismo moderno nace el sujeto individual. De este 
modo se va produciendo un proceso de desencantamiento, en el pasaje de lo 
misterioso a lo explicable, de lo milagroso a lo natural, y de lo emocional a lo 
científico. La Modernidad como desencantamiento significa el emanciparse de lo 
ilusorio, pero también implica la pérdida de sentido último. El precio que paga 
el hombre por hacerse cargo del mundo es el desgarramiento de lo absoluto. La 
muerte de Dios es el endiosamiento del hombre, pero con el costo que supone 
ahora haber renunciado al absoluto. En otras palabras: cuando el hombre 
reemplaza a Dios, al mismo tiempo acepta que no todo cierra. Esta resignación 
existencial puede ser vista desde la emancipación, o bien desde la angustia.
¿Pero, quién se hace cargo de esta angustia? ¿Quién canaliza y contiene a un 
hombre desarraigado, desgarrado (separado del absoluto), en desasosiego 
existencial? La razón proyecta su lógica para comprender solo el mundo que 
decide comprender, pero, ¿y lo que desborda? ¿Cómo resolvemos la llamada de “lo 
otro”, de aquello que asoma en los confines y nos habla con el lenguaje de lo 
que no tiene palabras? Cuando la razón, por si sola, admite sus propias 
limitaciones y fija los términos de sus posibilidades, ¿cómo resolvemos la 
presencia inefable de lo que está más allá? Es como si comparásemos nuestra 
capacidad racional con el alcance de nuestra mirada. Se abrirían cuatro 
respuestas posibles: a) solo existe aquello hasta donde mi mirada alcanza, b) 
más allá de donde mi mirada alcanza hay algo, pero renuncio a querer conocerlo, 
dada la imposibilidad, c) habilito otra forma de conocimiento que me permita 
pensar ese más allá, d) vivo y expreso este dilema como la razón de ser de mi 
humanidad en conflicto. Está claro que las posturas c) y d) son aquellas que 
aparecen como alternativa a la b): o la religión, o el arte. Y entre ellas, la 
novedad específicamente moderna, es la apuesta por el arte.
El arte va a tomar la posta de una religión que o bien se encierra en el mundo 
privado, o bien no se aparta de su camino fundamentalista. Muchos modernos, 
descreídos del papel de la ciencia, encuentran en el arte una manera de poder 
expresar, en lo individual y en lo político, su estupor frente a la 
modernización avasallante. No solo la renuncia a un saber absoluto, sino la 
constatación de la presencia de una sociedad cada vez más regida por los 
criterios propios de la tecnoeconomía, es lo que genera la búsqueda de un 
refugio en el arte frente a la impotencia de la religión. El modernismo se 
presenta en sociedad a través de este grito, de este clamor frente a ese mundo 
del que Marx decía que “todo lo sagrado se profana”, pero sobre todo que “todo 
lo sólido se desvanece” producto de las transformaciones tecnológicas. 
Surge así esta segunda modernidad, o modernidad estética, o modernismo, primero 
en un movimiento como el Romanticismo, y luego, a lo largo del siglo XIX, en una 
serie de corrientes y movimientos artísticos (simbolismo, impresionismo, 
decadentismo, etc) que asumen la proclama de ser modernos contra la 
institucionalización de lo moderno. Y, de algún modo, de heredar la inercia de 
una relación con el mundo que la religión ya no puede abastecer: una relación 
estética.
El espacio de la cultura se va a ir constituyendo en un espacio de 
enfrentamiento contra la modernización. Hay una primera estetización moderna de 
lo real que entiende lo estético como resistencia contra el sistema. Esta 
dimensión política de lo estético (que es exactamente el anverso de la 
posmoderna estetización de lo político) va a ir conformando el lugar social del 
artista en los finales del siglo XIX y principios del XX. La gran afrenta de la 
modernización será el contraste con este modernismo emergente: ¿peleará con él o 
lo asimilará a sus categorías? ¿Continuará siendo el arte un lugar “contra” o se 
convertirá en un nicho más del mercado de consumo? 
Posmodernidad
I.
Las dos modernidades van a confrontar a lo largo de fines del siglo XIX y gran 
parte del XX. El desarrollo de ambas va constituyendo, por un lado los procesos 
de modernización típicos de la sociedad capitalista, y por el otro la emergencia 
de una cultura (o contracultura) de transgresión. Hay un esquema que une a las 
dos en su propio debate: el progreso. Pero si por un lado, progresar es 
desarrollar una tecnología más eficiente al servicio de la acumulación de 
mercado, por el otro, progresar es encontrar espacios de transgresión más 
revolucionarios. El conflicto entre la modernización y el modernismo supone la 
posibilidad de un mundo mejor y más verdadero, y aunque la cuestión pasa por 
definir la naturaleza de la mejora, en ambos casos se parte de un compromiso 
epistemológico y ontológico con la verdad y por ello, con lo real. O bien de 
aproximación paulatina, o bien de desenmascaramiento radical. Con la 
modernización se apuesta a la construcción de sociedades tecnológicamente 
dedicadas al bienestar general que progresivamente acercarían al hombre a los 
niveles más próximos a su naturaleza ideal. Con el modernismo se lucha por 
nuestra realidad oculta y enmascarada por un proceso de alienación que invade 
las zonas más emblemáticas de la cultura humana. En sus diversas versiones y 
salvando ciertos casos, lo moderno no se desembaraza todavía de la idea de 
verdad. No tiene por qué hacerlo tampoco.
Es la verdad, la noción que con su crisis marcará el agotamiento de las dos 
modernidades. Es la secularización (hipersecularización) de la verdad la que 
deja a ambas sin contenidos. La modernización se convierte en un dispositivo 
para la destrucción material y espiritual del hombre, y el modernismo culmina su 
empresa de ruptura convirtiéndose en un espectáculo tele-circense en el gran 
mercado global. El capitalismo hiperconsumista no se ofrece como democracia 
social, mientras que todos los espacios de la contracultura son fagocitados por 
el nuevo mercado de consumo cultural creciente. Las grandes utopías modernas van 
perdiendo su energía a la par de sus distintas frustraciones. El sistema tampoco 
funciona mejor. El escepticismo parece reinar nuevamente, pero esta vez más que 
nunca acompañado por un hedonismo en alianza con el consumo y la ironía. Es como 
si las dos modernidades finalmente implotaran, y para ello mucho tuvo que ver la 
crisis de la idea de verdad, quitándole al hombre de la Modernidad su fundamento 
último. Sin la verdad, ni hay progreso ni hay revolución. Es el agotamiento de 
la verdad lo que da inicio a la posmodernidad.
Daniel Bell en Las contradicciones culturales del capitalismo lo plantea de otro 
modo: el desarrollo de la modernización estuvo históricamente contenido por la 
ética protestante. El progreso tecnoeconómico estaba regido por un ideal 
ascético que entendía la acumulación de una manera limitada y pensaba al 
capitalismo como un sistema que se desenvolvía en un marco comunitario. Existía 
una “moral” capitalista, donde el progreso individual jamás podría haberse 
entendido escindido de la comunidad. Hay dos elementos que van a ir minando esta 
contención axiológica del desarrollo desmedido de la ambición y del lucro: por 
un lado, el sistema de crédito, que rompe la ecuación esfuerzo / consumo y 
permite una vivencia más hedonista del consumo de productos en una sociedad cada 
vez más orientada al consumismo. Pero fundamentalmente, y a partir de la 
sinonimia que postula Bell entre vanguardia y modernismo, la irrupción del 
esteticismo modernista con su proclama de ruptura radical de todas las 
instituciones burguesas, incluyendo primordialmente a la ruptura con las 
costumbres. El modernismo estético “infectó” al capitalismo y lo liberó de su 
moral. Bell culpa a la vanguardia de haberse constituido como opción estética en 
la “dinamita” de un sistema económico que funcionaba correctamente. En última 
instancia, la ambición desmedida de la burguesía, así como su preocupación 
hedonista, son producto del trasvasamiento de la lógica estética al dominio de 
lo social. Nietzsche, para Bell, es la expresión de esta responsabilidad: si la 
estética suplanta a la ética, todo vale, y por ello el nihilismo aniquila el 
orden social. 
II
Hay un punto en el que Daniel Bell integra modernismo y posmodernismo como un 
todo, puntualizando el nexo de continuidad que existe entre dos concepciones 
que, en definitiva, se erigen desde la confrontación contra los valores del 
sistema vigente. De alguna manera, el posmodernismo estaría visto como la 
desembocadura natural de un proceso de atenuación de las normas que alcanza su 
extremo en el “todo vale” posmoderno. El neoconservadurismo de un Bell que 
apuesta a la reestructuración de una sociedad basada en lazos fuerte y 
parámetros rígidos, necesita recuperar la esfera axiológica, que constituye uno 
de los focos más vulnerados tanto por el modernismo como por el posmodernismo. 
Las identidades estéticas que se van gestando en la Modernidad, en cualquiera de 
sus formulaciones, se hallan o bien descaragadas de valores o bien regidas por 
el deseo de un trasvaloración de los mismos.
De hecho, muchos ven en algunas vanguardias el origen del posmodernismo . 
También es cierto que el término viene siendo usado por cierto espacio literario 
de la época vanguardista, especialmente latinoamericana, y también fue 
importante el uso que le ha dado Arnold Toynbee con un tono más bien 
apocalíptico en la década del 50´; pero ya en los años 60´, comienza a explotar 
como concepto proveniente del mundo de las artes (arquitectura especialmente), y 
más preocupado alrededor de la idea del “post” en lo estético y en lo político.
La explosión del “post” se produce en los años 70´ y fundamentalmente en los 
debates filosóficos de los años 80´. Hay nuevas condiciones materiales y 
transformaciones culturales que impactan en la conformación de una nueva 
sensibilidad. Es cierto que el posmodernismo nace en el arte; pero es cierto 
también que uno de los pilares posmodernos –la estetización de la existencia- 
supone un desbordamiento de lo estético a todas las dimensiones de lo social. 
Gilles Lipovetsky entiende el surgimiento del posmodernismo más cerca del Mayo 
Francés, ya que en aquella gesta, hubo un giro en hacia cierto neoindividualismo 
creativo , ponderando de este modo el aspecto estético de la revuelta, a partir 
de los graffitis, por ejemplo. Pero de lo que hablamos es de otro tipo de giro: 
la estetización de la existencia supone el traspaso de las categorías del arte a 
la realidad toda, y especialmente a las nuevas condiciones de producción 
tardocapitalistas. Un nuevo capitalismo global, avanzado e hiperconsumista se 
presenta como productor de un nuevo tipo de mercancías: la imagen . Una nueva 
realidad vacía al arte de su potencial utópico y se va pergeñando como una 
realidad estetizada y desprovista de alternativa. 
Fredric Jameson postula la tesis del posmodernismo como lógica cultural del 
capitalismo tardío . El posmodernismo no es una mera reacción propia del mundo 
del arte. No puede ser analizada solo como una polémica entre artistas, sino que 
lo que se plantea es una modificación sustancial en nuestra dimensión estética, 
que no es lo mismo. El espacio y el tiempo posmodernos suponen una ruptura 
fundamental con el modo en que los percibíamos en la Modernidad. La época de la 
informática, la ontología de la imagen y el auge del hiperconsumismo, subvierten 
nuestra percepción elemental de la realidad. La estetización general de la 
existencia tiene más que ver con los procesos de consolidación de un mundo de 
trabajo intangible, donde las empresas reemplazan a las fábricas y la producción 
de marcas a la producción de bienes . La nueva mercancía volátil -la imagen- se 
entronca con el surgimiento de un pensamiento débil, volátil y etéreo. La 
celebración de lo estético que se opera en lo posmoderno se condice con una 
nueva realidad donde desaparece la opción por fuera del sistema de consumo. Las 
identidades posmodernas, fragmentadas y tribales , son creadas por el 
hiperconsumo. Como las góndolas de los supermercados, todo lo consumible se nos 
aparece con sus mejores artilugios de seducción. También las ideologías, también 
las identidades, también la ciudadanía. De eso se trata la estetización 
posmoderna: de mostrarse del modo más seductor para que la pose venda.
¿Pero entonces qué es la posmodernidad? ¿Una época? ¿Una nueva sensibilidad? 
¿Una nueva querelle? ¿Es un acto de ruptura para con la Modernidad o es el fin 
de lo moderno? ¿Y si fuera un acto de ruptura, no estaría aprisionada en una 
Modernidad que nunca puede completarse? ¿Tiene razón Jameson en pensar lo 
posmoderno en conexión con el capitalismo avanzado, o la posmodernidad es el 
evento, al estilo heideggeriano, del fin de toda la metafísica occidental?
Jean Francois Lyotard habla de la condición posmoderna a partir de la 
incredulidad con los grandes relatos o metarrelatos. Como si el hombre hubiese 
perdido ya toda utopía de un cambio radical; o bien por considerarla 
impracticable, o bien por entender a toda utopía como dogma. En el primer caso, 
hablamos de un posmodernismo de la resignación, pero en el segundo caso de un 
posmodernismo de resistencia. La imagen del posmoderno como un “yuppie” de los 
ochenta, egoísta, materialista y consumista, es una simplificación de la 
temática que reduce un cambio de clima en la sensibilidad colectiva, a una de 
sus caricaturas. Si se pudiera resumir en un concepto la idea de posmodernidad, 
diríamos que, es la época en la cual, el fin de los absolutos despeja el camino 
para la irrupción de una diversidad radical. La muerte de la Verdad permite el 
surgimiento de lo diverso, decretando el carácter dogmático de todo discurso que 
se pretende único. Pero, este extremismo de lo diferente, pone en jaque la 
posibilidad de un compromiso con la construcción de utopías, ya que, ante la 
conciencia de un mundo donde lo real se vuelve aparente, lo estético desplaza a 
lo ético. Salvo que, visto desde el anverso, se considere que la exaltación de 
lo estético implique la revuelta final contra la apariencia de la Verdad con la 
cual los grandes discursos occidentales intentaron fundamentar la realidad. En 
este último sentido, el esteticismo es la única ética posible, y la 
fragmentación se convierte en una resistencia frente a los dogmas. 
El libro de Lyotard La condición posmoderna, de 1979, marca un inicio de una 
problemática que se puede rastrear bien hacia atrás, pero que sin embargo se 
oficializa en los finales de los setenta. La conferencia que Habermas pronuncia 
en 1980 y que luego se edita con el título "La modernidad, un proyecto 
incompleto", desde la crítica a lo posmoderno, lo coloca en el frente de 
batalla. De 1982 es El pensamiento débil de Vattimo y Rovatti y también de 1979 
es La filosofía y el espejo de la naturaleza de Richard Rorty. 
Es cierto también que la escuela postestructuralista en las ideas sobre todo de 
Jacques Derridá y de Gilles Deleuze, viene trabajando desde los años 60´. Muchos 
quieren ubicar el final de Las palabras y las cosas de Michel Foucault, un libro 
que data del año 1966, con su declamación sobre la muerte del hombre (“podría 
apostarse a que el hombre se borraría, como en los límites del mar un rostro de 
arena”) como la aparición conceptual fuerte de lo posmoderno. El pensamiento 
posmoderno se va consolidando con el correr de las décadas. Siempre será un 
pensar desconstructivo, siempre buscará el desmarque, la crítica institucional 
al estilo nietzscheano, la desdogmatización, la apelación a la diferencia. 
Reconocer en Foucault a un precursor es más que lícito. Su trabajo genealógico, 
su mirada "desviada", son fuentes del abordaje posmoderno. Es cierto que es 
posible encontrar manifestaciones posmodernas de derecha. El lazo entre 
posmodernismo y conservadorismo o reaccionarismo es fácilmente encontrable en 
mucho de la producción neotomista y en algunos idearios hipernacionalistas que 
ven a la modernidad ilustrada como socialdemocracia europea, pero el tema es más 
arduo: una cosa es antimodernidad y otra posmodernidad. Una cosa es un retorno a 
la Edad Media y otra cosa es un retorno al pasado desde el ludismo propio de la 
distancia irónica y el pastiche. 
Excurso sobre un corpus posmoderno
1. Crisis del progreso, fin de las utopías, ausencia de fundamento último, 
muerte del sujeto.
Estas son, tal vez, muchas de las ideas más remanidas sobre lo posmoderno, que 
parten de la incredulidad hacia los metarrelatos, y que por ello mismo suponen 
una fuerte concentración en el presente, desarticulándolo de todo proyecto hacia 
el futuro. La ausencia de un panorama futuro optimista, en tanto realización de 
un sujeto moderno transformando la realidad, no significa que el futuro sea 
peor, sino incierto. La falta de fundamento le quita previsibilidad a lo que 
viene, o en todo caso, desalienta la confianza en grandes gestas colectivas 
basadas en categorías ontológicas fuertes. Nada prueba que haya una lógica 
verdadera ordenatoria de lo real, y por ello el hombre vira hacia un sentido más 
pragmático y en algún punto individualista o tribalista de las cosas. Pero al 
mismo tiempo, vira hacia el pasado: sin un futuro previsible, el pasado retorna 
descargado de verdad, y se permite, de ese modo, una distancia irónica y hasta 
lúdica con las cosas. Si no hay progreso, sino relecturas, entonces el futuro no 
es más que el pasado releído. La única novedad que resta es la novedad de la 
deconstrucción, esto es, de la desarticulación de lo verdadero a través de sus 
móviles escondidos. El pasado vuelve para mostrarse con sus otras máscaras. Toda 
construcción de conocimiento es una resignificación: lo nuevo es pensar lo viejo 
de otro modo. Sin un fundamento último y con una realidad descentrada, tampoco 
permanece en pie el sujeto moderno fuerte. En todo caso, el modernismo fue 
mostrando que este sujeto es un constructo y que como tal, también terminó. Al 
mundo lo seguimos padeciendo los hombres, pero ya no lo controlamos; o para 
peor, ya no nos seguimos creyendo la ilusión de que lo hacíamos. Ese sujeto no 
era sino el sujeto racional que excluyó de si mismo todo aquello que no fuera 
racional, y por ello europeo (occidental). La irrupción del otro hace trizas a 
este sujeto. Lo muestra en su proyecto sometedor. Lo denuncia como 
avasallamiento de o Mismo sobre lo Otro. Los textos de Levinas, Derridá y 
Blanchot son elocuentes al respecto. Se puede ver a esta serie de 
características como el fin de un paradigma hegemónico que intentó imponer su 
modelo desde la violencia de la lógica, desde la sumisión del otro.
2. Exaltación de la diversidad y de la diferencia: deconstrucción y 
desnaturalización de los dogmas
Ese otro imposible, excluido o aniquilado, es el faro de la búsqueda posmoderna. 
Su presencia implica la ruptura con las formas tradicionales (modernas) del 
saber, y la erupción de los discursos minoritarios o subdiscursos (dialectos) 
que en la diversidad, se muestran lo otro de lo propio. Occidente (lo propio) se 
apropia de lo otro en el proyecto de la metafísica. ¿Cómo reivindicar lo 
“desapropiado”? La lucha contra lo unilateral de un pensamiento cosificador 
comienza con la aceptación de lo históricamente confinado a lo diferente. 
Diversidad y diferencia que se rastrean en su silencio desde la Antigüedad, pero 
que se manifiestan en los discursos reverdecidos de los géneros secundarios o 
mal llamados “subgéneros” del saber: las voces de los oprimidos en lo social, lo 
cultural, lo religioso, lo metafísico, lo científico. Desde este lugar es que el 
posmodernismo, en palabras de David Harvey “se regodea con lo fragmentario” ; ya 
que posibilita la aparición de un gesto emancipatorio frente a los dogmas de una 
identidad, que más allá de sus particulares formulaciones, no puede no ser 
“idem”, o sea, “hacer mismo”. Si la identidad moderna, como secularización de la 
identidad antigua, permanece sin embargo atada a una desacreditación de lo 
diferente (ante la crisis del ideal comunitario antiguo, el individuo moderno 
igual crea metarrelatos omniabarcantes), lo posmoderno va a insistir en la 
necesidad de ir deconstruyendo los grandes discursos para liberar, uno a uno, a 
los fragmentos allí oprimidos. La emancipación de los fragmentos, los arroja a 
un escenario caótico de dispersión y autonomía local. La celebración de esta 
anarquía define una preferencia por lo esquizofrénico y por el pastiche; esto 
es, así como a veces de lo que se trata es de ir recorriendo esquizofrénicamente 
(sin buscar una lógica que los una) los distintos fragmentos, a veces los 
fragmentos más inconmensurables entre si se yuxtaponen generando una fusión de 
partes que no se entienden entre si. 
Pero entonces, ¿todo vale? El posmodernismo da vuelta la pregunta: cuando no 
todo valía, ¿quién imponía el valor? Pero entonces, ¿ya no hay canon? De nuevo 
el reverso: cuando había canon, ¿al servicio de quiénes estaba? La diversidad y 
la diferencia catalogan a toda verdad fuerte como dogma, replanteando el rol del 
conocimiento, más preocupado entonces por comprender cómo se formaron los dogmas 
históricamente, que abocado a la reproducción de los mismos. 
3. Desenmascaramiento del carácter político del saber: relativismo y 
extrañamiento
Si la construcción del saber es una pelea entre relatos, el conocimiento cada 
vez menos tiene que ver con la verdad y cada vez más con el poder. O bien, se 
admite que hay una lucha de metáforas (al estilo nietzscheano) donde algunos 
relatos se imponen sobre otros; o bien, aunque así sea de hecho, se proclama, 
con Vattimo, la necesidad de admitir que ante el carácter metafórico de las 
propias verdades (débiles), no tiene sentido la guerra, sino el amor. Si yo se 
que mis verdades son no-verdades, mi apertura a una conversación con el otro es 
mucha más plena, ya que se halla despojada de todo dogma. Si el saber es siempre 
político, al desapropiarme de mi mismo, puedo amar al otro, en el sentido más 
elemental del amor como búsqueda sin punto de llegada. Amar como quien recorre, 
conocer como quien pregunta. El extrañamiento con mis propias verdades me 
permite “salirme de mi mismo” al estilo de Levinas y poder conectar entonces con 
ese otro que también está en el mismo proceso. 
¿Dimensión utópica de lo posmoderno? Puede ser, pero también es cierto que no 
hay concepto ni teoría: solo búsqueda (amor) 
4. Retorno de lo dionisíaco y del hedonismo
Scott Lash acentúa el rol del deseo en el origen mismo del pensamiento 
posmoderno. Michel Maffessoli, Gilles Lipovetsky y Michel Onfray colocan a lo 
dionisíaco y al hedonismo como los motores de sentido de una época que evade los 
sentidos. Hay un criterio de autenticidad bastante paradójico: si tomamos la 
autenticidad en el sentido de lo “más propio” y lo dotamos de palabra, nos 
encerramos en un círculo sin salida. De lo que se trata es de poder alcanzar lo 
auténtico como lo otro de aquello que la razón vindica como lo propio. De ahí la 
exaltación del placer, de lo instintivo, de lo pasional, siempre que no se 
corporicen en discurso. El retorno del cuerpo en el mundo del capitalismo 
avanzado es evidente. La clave biopolítica es cómo colocarse en la tensión entre 
un cuerpo que pueda prescindir del encorsetamiento de la palabra, frente a un 
cuerpo al servicio de una sociedad del hiperconsumo que lo exprime y lo 
succiona. Lo dionisíaco solo puede manifestarse en tanto arte, en cuanto se 
abandona la búsqueda de significado y se estalla expresivamente en la sensación. 
Hay búsqueda de superficie, hay estética en el sentido de aisthesis, 
sensibilidad exterior perceptiva. Si lo apolíneo es la puesta en concepto y con 
ello la supuesta profundización del saber, lo dionisíaco es la apuesta 
posmoderna a la sensación más salvaje, más primitiva, más virgen, más inmediata. 
Hay posmodernismo siempre que se estetice nuestra inmediación con el mundo. 
5. Desdiferenciación
Es Lash, quien en su libro Sociología del posmodernismo, plantea la ofensiva 
posmoderna como un modo distinto de pensar la autonomía de las esferas, tal como 
se postuló en la Modernidad ilustrada. En la misma, se rompió con la lógica 
medieval que subsumía las diferentes esferas del conocimiento humano al 
propósito religioso. La autonomía del arte, de la ciencia, de la política, como 
una afrenta del individuo libre frente a la sumisión cultural que hacía de 
cualquier área del saber un camino o medio hacia el único objetivo último con 
sentido: el amor a Dios.
La diferenciación es una estrategia (una necesidad) enfáticamente moderna. La 
diferenciación implica autonomía. Y la autonomía necesita de un sujeto libre. 
Con la cultura posmoderna la diferenciación entra en crisis. Pero no es que 
aparece un nuevo telos final, sino que se va produciendo una tendencia a la 
des-diferenciación, esto es, a la paulatina insistencia de cada ámbito por 
mixturarse con otros. El pastiche, la fusión, la mezcla, la hibridez, pero 
también la disolución de fronteras firmes entre disciplinas o entre lo serio y 
lo gracioso, lo académico y lo vulgar, lo auténtico y lo vulgar, la cultura de 
elite y la cultura de masas. La mixtura o pastiche se manifiesta también en la 
vida cotidiana. La arquitectura, la decoración y hasta las nuevas identidades 
fragmentadas suponen un contingencialismo donde el poder “escapar de si mismo” 
de Levinas encuentra una hendija posible en la fusión.
6. Nihilismo posreligioso
La hermenéutica posmoderna, tan deudora de un Nietzsche y de un Heidegger, es 
también herencia de un pensamiento religioso que no re-une con nuestra herencia. 
Re-interpretar es estar siempre re-escribiendo un libro abierto. La disolución 
de lo real o la muerte de la verdad determinan que esta escritura resignifica 
relatos sin origen, historias que hablan de otras historias, travesías de la 
enrancia infinita. Al no haber centro, todo es marginal, esto es, todo se 
convierte en una escritura de los márgenes. La conciencia de este vacío no 
implica la ausencia de la pregunta. Quiero decir: la dimensión religiosa como 
una búsqueda por la trascendencia se manifiesta con total independencia del 
problema de la verdad. Se puede ser religioso y no sostener una idea de verdad.
El retorno de la religión, en este sentido, se produce a través de dos 
perspectivas. Por un lado, es notoria la adhesión a fundamentalismos que 
proponen respuestas firmes para el abismo de significado. Los fundamentalismos 
institucionales conviven con una fuerte proliferación de sectas y religiosidades 
no tradicionales que se proponen como respuestas dogmáticas frente a la carencia 
existencial. Pero por otro lado, también es posible pensar la misma situación 
desde un nihilismo posreligioso que pueda fundar una ética de la otredad sin la 
necesidad de creer en la verdad y menos de erigirse en un dogma. Al final de 
cuentas, las religiones institucionales terminaron siendo más funcionales al 
proyecto moderno, ya que ambos coincidieron en un mismo régimen de control y 
monopolio de la verdad. Lo interesente es avizorar un horizonte de sentido donde 
cada búsqueda (religiosa, ascética, escéptica, científica, artística) socave un 
poco más la firmeza de nuestras ideas y la dureza de nuestro yo. Un horizonte 
posreligioso permitiría que, ante los límites de una razón que se acepta 
impotente, se avance hacia una constelación de fragmentos que en su contingencia 
van definiendo identidades cambiantes. Identidades emancipadamente contingentes.
Massmediatización de lo real
Vattimo caracteriza a la sociedad posmoderna como aquella que se estructura a 
partir de la massmediatización de la realidad . Para el autor, una serie de 
eventos fácticos concretos resultan "prueba" o manifestación de la disolución de 
la metafísica occidental. A lo largo de sus libros, Vattimo recurre a mostrar 
cómo nuestro mundo material y concreto "traduce" al pensamiento posmetafísico, 
“débil” y nihilista. El papel que cumple la informática en las sociedades 
postindustriales, el establecimiento de una cultura del consumo generalizado, la 
estetización de la existencia, el fin de los colonialismos hegemónicos, la 
irrupción de minorías históricamente oprimidas (homosexuales, ecologismo, 
pueblos originarios, etc), son una muestra de un mundo en el cual la Verdad ha 
muerto. La massmediatización de la realidad marca el fin de la idea de una 
realidad en-si, ya que no hay otro acceso a la misma que no se produzca a través 
de los media; con lo cual, la mirada del medio se convierte en la realidad 
misma. Hablar de una realidad objetiva se vuelve ingenuo, por no decir, 
ideológico. Todo medio se presenta a si mismo como el único portador de la 
Verdad, y esta actitud dogmática y etnocéntrica es la que entra en crisis. La 
pluralidad de los media, cree Vattimo, garantiza el antidogmatismo, ya que 
ninguno de ellos podrá imponerse como si fuera el único "verdadero", debido a la 
existencia de un mercado mediático que todo el tiempo está generando miradas 
diferenciadas con un objetivo competitivo.
En la sociedad de los medios de comunicación, la frase "no hay hechos, sólo 
interpretaciones" se manifiesta, se hace patente. Cada propuesta mediática, que 
es siempre situada e interesada, se corresponde en el planteo nietzscheano, con 
una de las tantas posibles interpretaciones de las cosas. Por ejemplo, la 
"realidad latinoamericana" no es más que el horizonte de las tantas miradas 
subjetivas que los medios nos proveen. ¿Cuál es el principal problema de la 
actual sociedad latinoamericana? ¿La pobreza o la inseguridad? Depende de la 
fuerza y posicionamiento del medio. Lo único cierto es la imposibilidad de 
hablar de "una" realidad latinoamericana, ya que siempre se habla desde algún 
lugar interesado, y ese interés constituye la realidad. Pero, frente a metáforas 
triunfantes, siempre también emergen metáforas alternativas. La garantía de una 
diversidad de miradas es esencial a un planteo sin verdades, y al revés, la 
verdad pareciera siempre estar descartando algunas miradas. Si toda verdad es un 
dogma, las apariencias emancipan. Pero no solo en cuestiones de “agenda” se 
percibe este fenómeno. Los reality shows, ciertas novelas de ficción, los 
programas de “chimentos”, van marcando la otra agenda, aquella que también va 
penetrando en la dimensión identitaria. Los afectos, los valores, las 
necesidades y hasta la vida espiritual se va conformando a partir del 
entrecruzamiento de interpretaciones o de la construcción de consensos públicos. 
Y en un plano mucho más inmediato, ¿no somos la lectura situada e interesada de 
otras lecturas situadas e interesadas con las que convivimos a diario?
Pero Vattimo da un paso más. Propone el intencional entrecruzamiento de los 
medios, refuerza la necesidad de un caos comunicativo, ya que a mayor confusión 
comunicativa, mayor irrupción de puntos de vista no tradicionales. Cuanta más 
competencia haya, más posibilidad va a tener el homosexual o el mapuche de ver 
su cultura reflejada por algún canal televisivo o nota en un diario. La 
disolución de la realidad finalmente se "entiende" con el mundo massmediatizado. 
No es que los medios disuelven la realidad, sino que la realidad siempre estuvo 
disuelta, pero recién ahora lo podemos entender. La oposición al planteo 
adorniano es evidente: si los medios son utilizados para imponer una realidad, 
seguiríamos atados a una concepción de la Verdad única que dijese que "en 
verdad" hay algunos que tienen el poder sobre los media y lo usan para mentirnos 
a todos. El planteo es inverso. Todos mienten, ya que no hay verdad y todo es 
una metáfora. Pensar desde la dicotomía verdad contra falsedad es el problema. 
De lo que se trata es de repensar en un mundo sin verdades. En todo caso, la 
nueva dicotomía sería: apariencia (o verdad débil) única contra apariencias 
múltiples. 
El final es bien nietzscheano. "No hay hechos, sino interpretaciones", es 
también una interpretación. De ahí que el hombre posmoderno es un hombre 
extrañado, enajenado de su propia "realidad"; es el primero en asumir que su 
manera de ver las cosas puede ser otra, que todas sus ideas son aparentes y por 
ello, que la primera otredad reside en su propio yo. El extrañamiento, para 
Vattimo, es la condición del hombre posmoderno: al reconocerse contingente, se 
abre al cambio permanente. Al no asumirse dogmático, puede desligarse de su 
“propiedad” (de “propio”) e ir constituyéndose en la conversación con los otros. 
Su identidad es una identidad débil, ya que no es dogmática, y puede ir tomando 
y descartando aquello que va constituyendo su semblante. Estar extrañado de si 
mismo es una forma de esteticismo.
Está claro que en estas ideas, no sólo partimos de una adecuación de lo fáctico 
(la sociedad de la comunicación) a lo teórico (la muerte de la verdad), sino que 
lo fáctico "era previsible" en un marco en el cual, con la muerte de la verdad, 
se abre un mundo de apariencias. Que las apariencias hayan tomado la forma de 
productos mediáticos es aleatorio. También toman la forma de objetos de consumo. 
En el consumismo generalizado el valor de cambio destierra definitivamente al 
valor de uso. La marca desplazando al producto, el marketing a la producción, 
los servicios a los emprendimientos industriales, la virtualidad a la realidad, 
en una palabra, la estética a los contenidos, es síntoma de un mundo de 
simulacros. El consumismo generalizado desacredita la dicotomía entre 
necesidades naturales y artificiales. El mundo del capitalismo avanzado rompe 
definitivamente con la ilusión de una zona auténtica que se diferencia de una 
impuesta. Hablar de necesidades naturales y necesidades construidas es todavía 
creer en la Verdad. Toda hipótesis de una necesidad natural no es más que un 
interés construido que se ha sabido instalar como esencial. En el mundo de la 
estetización y mercantilización de la existencia, el valor de uso desaparece y 
muestra de este modo en su apogeo y ocaso que, la máxima del relato marxista de 
la alienación es insuperable. O bien, al revés, que su superación es otra 
metáfora. Desalienarse es alienarse de otro modo. Asumir la alienación por el 
contrario, posibilita una descarga y una democratización. 
Habíamos mencionado también muestras más bien político culturales de 
constatación de la adecuación entre lo fáctico y lo teórico, como el fin de los 
colonialismos y la irrupción de nuevas formas de agrupamiento cultural. La 
crisis de los discursos hegemónicos y de los modelos universalistas o 
internacionalistas son para Vattimo otra "prueba" a favor de sus ideas. La 
fragmentación evidente de la escena política, étnica y cultural, resulta síntoma 
de un mundo que finalmente y por suerte, se ha resquebrajado. Hay una línea que 
une la massmediatización, la mercantilización y la estetización, con la 
fragmentación, el tribalismo y la emergencia de puntos de vista no 
tradicionales.