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Sociología para HistoriadoresResumen de Marx "El Capital"Cat: Jenkins2° Cuat. de 2007Altillo.com

El Capital

La mercancía.

En este primer capítulo, el punto de partida es el siguiente: puesto que la sociedad moderna, actual, capitalista, toda la riqueza aparece en forma de un montón o cúmulo de mercancías, el análisis debe empezar también con la mercancía. Lo más importante de la mercancía es su carácter dual o doble, su naturaleza bifacética, que llega a desarrollar una antítesis interna que más tarde se expresará, en la circulación mercantil, como una antítesis externa. La mercancía es, por una parte, una simple cosa, y por otra parte una cosa que tiene precio. Ser cosa –o bien, u objeto exterior– es lo mismo que tener “valor de uso”, es decir, consiste en su cualidad o conjunto de propiedades naturales que se manifiestan en su utilidad, aunque dichas propiedades “naturales” no dejen de estar determinadas históricamente. Por otra parte, su precio no es sino una forma de tener “valor de cambio”, algo que presenta una dimensión cuantitativa inmediata, que se puede y debe medir (aunque esas medidas se desarrollen también de forma históricamente cambiante).

Por tanto, el valor de uso de la mercancía es la “corteza natural” de la mercancía, su “cuerpo”; debería ser el objeto de una disciplina especial, la merceología, y constituye la riqueza material o el “contenido material de la riqueza”. Por su parte, el valor de cambio de la mercancía parece una contradicción (contradictio in adiecto, dice Marx) porque en realidad lo que se ve es que la mercancía no tiene uno sino múltiples valores de cambio. En efecto, cuando se dice que una unidad de la mercancía X equivale a una cantidad a de la mercancía Y, o a una cantidad b de la mercancía Z, etc., salta a la vista que todos estos valores de cambio no son sino “formas” de un contenido diferenciable, expresiones de un algo que es común, que es igual, algo de la misma magnitud presente a la vez en las dos cosas que se comparan en cada caso. Pero ese algo no puede ser una propiedad corpórea o sensible de la mercancía en cuanto cosa, porque todas las propiedades de este tipo que caracterizan a los distintos bienes sólo sirven para distinguirlos entre sí, no para igualarlos. Por consiguiente, si abstraemos de los diferentes valores de uso todas esas propiedades, y no dejamos ni un ápice o átomo del valor de uso, a las mercancías sólo les puede quedar una cosa en común: la propiedad de ser todas ellas producto del trabajo.

Ahora bien, el trabajo que es común a todas las mercancías es el trabajo humano indiferenciado, el trabajo abstractamente humano. Por tanto, la sustancia que se manifiesta en los valores de cambio es algo distinto del valor de cambio: es el valor de la mercancía. Y el valor de cada mercancía, este valor mercantil que subyace a los valores de cambio, es una sustancia social, la cristalización de esa sustancia social común. No es por tanto una sustancia natural sino supranatural, abstracta o suprasensible, y hace de cada mercancía no la mera cosa que es sino también una gelatina homogénea de trabajo, una crisálida social general con una objetividad espectral.

Pero en esta sustancia generadora de valor lo esencial es lo cuantitativo: la magnitud de su valor. Y esta magnitud viene determinada por la cantidad de trabajo, que a su vez se mide por la duración o tiempo de trabajo, en las unidades habituales de tiempo (día, hora, año, etc.). Sin embargo, no es cualquier trabajo lo que se mide, sino el trabajo “de la misma fuerza humana de trabajo”, el trabajo requerido por cada mercancía como parte del “conjunto de la fuerza de trabajo de la sociedad”, de forma que cada fuerza de trabajo individual se toma sólo con el carácter de una “fuerza de trabajo social media”, que opera exclusivamente con “el tiempo de trabajo socialmente necesario” en cada caso. Por consiguiente, la creciente fuerza productiva de cada trabajo concreto tendrá como consecuencia que la magnitud de valor de la mercancía resultante sea decreciente.

Es muy importante entender que todo lo anterior significa que, absolutamente siempre, cada mercancía se toma como simple “ejemplar medio de su clase”, así como el trabajo que se gasta en ella, de forma que si un tejedor manual de telas continuara trabajando manualmente mientras que el resto de los productores de tela lo hicieran mecánicamente, por medio de una máquina que modifica el proceso social de producción, o modo de producción de la mercancía, ocurriría lo siguiente: este productor continuaría necesitando x horas por unidad de tela, pero la sociedad, que ahora usa telares de vapor, sólo requeriría x/2 horas, de forma que también la mercancía de este productor individual pasará a contener sólo el trabajo gastado en x/2 horas.

Si bien la dualidad de la mercancía es muy importante, Marx señala que era esencialmente conocida por los economistas que le precedieron (aunque debe tenerse en cuenta que, desde Aristóteles a Adam Smith y Ricardo, todos ellos distinguieron entre valor de uso y valor de cambio, pero ninguno, como él, entre valor de uso y valor). Sin embargo, Marx reivindica enérgicamente haber sido él el primero, en la historia de la economía política, en aclarar además la dualidad contenida en el trabajo representado en la mercancía, aspecto tan importante que para él constituye el eje sobre el que gira toda la economía.

El trabajo que crea la mercancía es ante todo “trabajo útil”, una actividad productiva específica condicionada por la división social del trabajo tal como ha sido desarrollada históricamente. Esta actividad específica nos muestra el cómo y el qué del trabajo, es lo que los ingleses llaman work, y es lo que, junto a la tierra (es decir, la naturaleza), crea la riqueza que contiene todo lo producido. Marx se remite aquí a William Petty para reivindicar su famoso dicho de que la riqueza tiene “un padre” y “una madre”: la hand del trabajador (el trabajo) y la land (tierra o naturaleza que se trabaja). Pero el trabajo es a la vez labour, es decir trabajo humano del que nos interesa saber sobre todo su cantidad, el cuánto. En este segundo sentido, el trabajo es tan sólo gasto de fuerza de trabajo humana, gasto productivo de cerebro, músculo, mano, órganos sensibles... humanos. No es trabajo específico de sastre o de tejedor, sino “trabajo humano puro y simple”.

Marx insiste en este trabajo a partir de la siguiente analogía fundamental. De igual forma que un mismo hombre puede trabajar al mismo tiempo como sastre y como tejedor, repartiendo su tiempo de trabajo entre los dos tipos de tareas, otro tanto ocurre con el “hombre social” cuando la sociedad desarrolla las condiciones para esta transformación. En la sociedad moderna, capitalista, cuando la evolución de la demanda exige que el organismo social en su conjunto transfiera trabajo humano desde la labor de tejer a la de sastrería, o a la inversa, ocurre como en el caso del individuo anteriormente señalado. Por consiguiente, el trabajo resultante es también trabajo humano en general, o indiferenciado, cierta cantidad del trabajo medio simple que puede realizar cualquier hombre común y corriente en cuanto actividad normal de la vida. Y es precisamente este trabajo simple el único cuya cantidad le va a interesar a Marx en todo El capital, como él mismo se encarga de advertir aquí expresamente.

Por supuesto, no todos los trabajos son simples, también hay trabajo calificado o complejo, pero éste queda reducido a trabajo simple cuando lo que importa es medir la cantidad de trabajo. En esos términos, el trabajo complejo sólo es trabajo simple “potenciado, o mejor multiplicado”, y la reducción se produce constantemente por medio de un proceso social que, no por quedar a las espaldas de los productores, deja de ser menos real. Por consiguiente, Marx es muy claro aquí porque quiere evitar cualquier posible confusión: el trabajo del sastre o el trabajo del tejedor sólo son sustancia del valor chaqueta o del valor lienzo en tanto que ambos poseen la misma cualidad: la de ser simple trabajo humano, y consistir en puro gasto fisiológico del organismo de los hombres sociales.

Este carácter bifacético del trabajo es de fundamental importancia para entender, además, lo siguiente: es bien posible, por no decir necesario, que aumente la riqueza material que se crea con el trabajo y que al mismo tiempo disminuya la magnitud de valor creado por él. Esto es así porque dada cierta cantidad, x, de trabajo, ésta siempre será responsable, como hemos dicho, de la creación de la misma cantidad de valor. Sin embargo, la mayor o menor productividad del trabajo útil y concreto en el que se manifiesta el trabajo humano puede hacer aumentar o disminuir el volumen de valores de uso por unidad de tiempo que resultan del proceso de la producción.

Tras el carácter doble de la mercancía y del trabajo mismo, Marx pasa a una tercera cuestión central de este capítulo I: la forma de valor, o el valor de cambio, a la que dedica la parte más extensa de su exposición (de hecho, en la edición de siglo XXI se incluye como apéndice al libro I la primera versión, no publicada en su momento, redactada por Marx sobre la “forma de valor”). Aquí también se muestra el autor orgulloso de su propia aportación, e indica haber sido él el descubridor de la génesis de la forma dinero a partir del análisis de la forma de valor. Este análisis consiste precisamente en su desarrollo, que, como dirá más tarde, coincide precisamente con el propio “desarrollo de la forma mercancía”. En el desarrollo de la forma de valor, Marx escoge cuatro fases, y por esa razón divide en cuatro apartados el largo epígrafe que dedica a la misma, a saber: las formas “simple”, “total”, “general “y “de dinero”.

A. La forma simple o singular de valor contiene, en realidad, todo el secreto. Esta forma es simplemente:

x A = y B (1)

Las dos mercancías que se igualan así no desempeñan el mismo papel, sino que A tiene un papel activo, mientras que B interpreta un papel pasivo. Más en particular, la forma de valor tiene dos ingredientes: la “forma relativa” (A) y la “forma de equivalente” (B). Pero estos ingredientes son en realidad extremos excluyentes y contrapuestos, son dos “polos” de la misma expresión de valor. Por eso, se analizan sucesivamente, por separado, antes de volverlos a reunir en un análisis de conjunto.

En la forma relativa de valor, hay que distinguir su “contenido” de su “carácter cuantitativo” determinado, y Marx señala que hay que proceder empezando por el primero, y no, como sucede habitualmente, a la inversa. El contenido de esta forma de valor es sencillamente A = B, que es el “fundamento” de la ecuación (1), o ecuación de valor. Esto quiere decir que la dualidad intrínseca, entre el valor de uso y el valor, se manifiesta ahora como una antítesis externa: la figura del valor de uso A manifiesta su valor por medio de otra mercancía, la B, que figura aquí sólo como valor, o “espejo de valor”, de A. Esto tiene la mayor importancia para Marx. Ya que no se trata sólo de la creación de valor por medio del trabajo. Es verdad que el trabajo humano crea valor, pero no es valor, dice Marx. Para expresar el valor como gelatina de trabajo humano, hay que expresarlo en cuanto objetividad, es decir, en una cosa distinta. Por tanto, B es, en la relación de valor que representa A = B, un valor, mientras que fuera de dicha relación, cuando se considera a B por sí misma, esa cosa es simplemente, como en todas las mercancía, “portadora de valor”.

Por eso es tan importante esto: en la relación de valor, en la “equiparación” de A con B, en su relación de intercambio, se va más allá de la pura abstracción de valor. Como hemos dicho, B es valor, y en cuanto valor A es igual a B, tiene su mismo aspecto, por lo que adopta de esta forma una forma distinta de su forma natural: su forma de valor. Esta forma relativa o relacional quiere decir que el cuerpo de B hace de espejo de valor de A, de la misma forma que Pablo puede ser para Pedro tan sólo la “forma en que se manifiesta el genus hombre” para él.

Pero, además del contenido, está el “carácter determinado cuantitativo” de la ecuación de valor, pues la forma de valor no sólo expresa “valor en general” sino una determinada magnitud o cuantía del mismo. Esto quiere decir que el valor relativo puede variar aunque su valor (su contenido en trabajo humano) siga siendo el mismo; o bien lo contrario: que el valor relativo puede mantenerse igual a pesar de haberse modificado el valor que subyace al valor relativo.

En cuanto a la forma de equivalente, sucede lo contrario: no contiene ninguna determinación cuantitativa del valor. Para Marx, su función es triple:

1) El valor de uso se convierte en la forma de manifestación de su contrario: el valor. Para entenderlo mejor, recurre a una nueva analogía: el trozo de hierro que se utiliza como pesa en la “relación ponderal” (de peso). Aunque su cuerpo férreo tiene, por sí mismo, peso, y además un cierto peso, en cuanto polo de la relación ponderal esta pesa de hierro sólo es “figura de la pesantez”, y en toda la relación viene ya presupuesto que las dos cosas que se comparan tienen peso.

2) El trabajo concreto se convierte en la forma de manifestación de su contrario: el trabajo abstractamente humano.

3) El trabajo privado se convierte en la forma de manifestación de su contrario: trabajo bajo forma directamente social.

Y una vez considerados los dos polos de la forma simple o singular de valor (se entenderá luego mejor por qué liga Marx el adjetivo “simple” a la forma relativa, mientras que “singular” se vincula a la forma de equivalente), pasa a considerar la forma en su conjunto. Primero, para rendir homenaje al genio de Aristóteles, que supo ver que en esta forma se contiene la igualdad de las cosas que se comparan, aunque señalando al mismo tiempo la raíz de la limitación del análisis del griego en este punto. Aristóteles no pudo llegar a descubrir el contenido del valor a partir de su análisis de la forma de valor porque su contexto social se lo impedía. Para que este descubrimiento hubiera sido posible, habría hecho falta que la Grecia clásica conociera algo que sólo se ha conocido en la sociedad capitalista moderna: la conversión de todos los hombres en “poseedores de mercancía” y su igualación por medio de las leyes de la mercancía. Hubiera hecho falta, no la desigualdad humana y de las fuerzas de trabajo que existía en la sociedad esclavista de su época, sino la igualdad humana actual que genera el capitalismo, hasta hacer de ella una verdad con el carácter de un auténtico “prejuicio popular”.

B. La forma total o desplegada de valor se expresa en una fórmula mercantil modificada:

z A = u B = v C = w D = x E = etc. (2)

Marx llama ahora a la forma relativa (z A) “forma relativa desplegada”, y considera que la forma de equivalente (el resto de la fórmula) se descompone en tantas “formas particulares de equivalente” como miembros aparecen en la ecuación, razón por la cual considera que esta forma total es siempre incompleta y deficiente, y necesita su “inversión” en la forma C que estudiaremos a continuación. Una particularidad de esta forma B es que, según Marx, hace obvio que es la magnitud de valor la que regula las relaciones de intercambio, y no al revés, puesto que ahora la pluralidad de valores de cambio de A aparecen todos directamente en esta fórmula. Por consiguiente, si invertimos la B obtendremos la C.




C. La forma general de valor es general sencillamente porque es simple y común (unitaria):

Cada uno de los miembros de la izquierda son ahora una “forma relativa social general (o unitaria)”, y todos se expresan en lo que es el “equivalente general” (la mercancía A, cuya forma relativa propia, en caso de que necesitáramos expresarla, sería la forma B, a diferencia de lo que ocurre con las demás mercancías). Marx aprovecha aquí para recordar que el desarrollo histórico de la forma de equivalente es un resultado del desarrollo histórico de la forma relativa de valor, y que en la medida en que ambas se desarrollan se desarrolla asimismo la antítesis que expresan. Por consiguiente, es posible ahora conectar cada una de esas formas con su momento histórico correspondiente: la forma A se corresponde con el momento en que los intercambios son fortuitos, ocasionales, excepcionales; la forma B sucede cuando se ha vuelto habitual el intercambio de algún tipo particular de mercancía, por ejemplo, las reses; mientras que cuando domina la forma C podríamos decir que “la tarea de darse una forma de valor” se convierte en una obra común, y no en un asunto privado, del mundo de las mercancías.

La forma C requiere, por tanto, que la relación social se haga omnilateral, o multilateral, que se convierta en una “forma socialmente vigente”. Por tanto, sólo cuando la forma equivalente se circunscribe a una clase específica de mercancía, adquiere esta forma su consistencia objetiva”, su “vigencia social general”, y se ponen las condiciones para que esta forma se desarrolle, a su vez, en dirección a la siguiente (la D), y para que la mercancía que hace de equivalente general “devenga mercancía dinero”, es decir, funcione realmente como dinero.




D. La forma de dinero, cuyo germen existe ya realmente en la forma A, no es sino una modificación de la anterior:

Por esta razón, estamos ahora ante una variación que, a diferencia de las dos anteriores, no es esencial, sino de grado, motivada por la práctica social y consuetudinaria que hace que una mercancía específica –por ejemplo, el oro– que antes fue, como todas, sólo un equivalente singular y particular, haya pasado a convertirse en un equivalente realmente general.

En la fórmula anterior, se pueden sustituir las dos onzas de oro por cualquiera de sus denominaciones monetarias nacionales, por ejemplo, la libra esterlina, de forma que ya no resulta misterio alguno la comprensión de la forma de precio. La forma de precio adoptada por el valor de una mercancía (por ejemplo, v C = 2 £) será, pues, la forma relativa simple de esa mercancía (expresada) en la mercancía dineraria.

Una vez acabado el repaso a las diferentes formas de valor, y antes de pasar a los otros dos capítulos que componen esta primera sección de El capital –y que en realidad pueden entenderse como una explicación más detallada de esta “forma de dinero” que nos acaba de aparecer–, Marx hace una interesante digresión por uno de sus temas favoritos, al que volverá más tarde una y otra vez: “el carácter fetichista de la mercancía, y su secreto”.

Este carácter fetiche de la mercancía –“fetichista”, “fantasmal”, “enigmático”, “fantasmagórico”, “misterioso”, “mágico”, “místico”, “fantástico”, “ilusorio”, “neblinoso”..., son algunos de los adjetivos que aplica al referirse a esto– se reduce esencialmente a algo que no es difícil entender: basándose en la apariencia, los mercaderes, hombres prácticos, y los economistas, sus teóricos o sicofantes, conceden un carácter social a lo que sólo es lo natural de la mercancía (por ejemplo, llaman capital a lo que sólo es un medio de producción); y, a la inversa, toman por natural lo que no es sino su lado social y nada natural (por ejemplo, el hecho de que la mercancía tenga precio lo toman como una propiedad natural más de la cosa mercancía). El famoso fetichismo se reduce por tanto a este doble quid pro quo, que surge, no del cuerpo de la mercancía, que es fácil de comprender, sino de su forma, su propia forma mercantil, debido a la “peculiar índole social del trabajo que las produce”, es decir, debido a que los trabajos privados e independientes que las producen sólo se vuelven sociales, parte del todo a que realmente pertenecen, por medio del intercambio y el mercado.

La escisión de la mercancía en cosa y valor sólo se produce auténticamente cuando, ya en su producción, el producto del trabajo se convierte en mercancía, y el trabajo privado en doblemente social: ha de cumplir su parte en la división social del trabajo como algo natural, y ha de materializarse en una mercancía que pueda realizar su valor. Los productores no saben lo segundo; o más precisamente, no saben que al equiparar en el mercado sus productos heterogéneos están reduciendo a trabajo humano homogéneo sus trabajos específicos, pero lo hacen, y este carácter particular de ser valor lo conciben como algo universal. Sin embargo, un repaso de las distintas formas posibles de sociedad nos convencerá de lo específico de la forma mercantil.

En una sociedad donde la sociedad se reduce a un solo individuo –la economía de Robinsón Crusoe– también existe la necesidad de distribuir el trabajo social entre las distintas necesidades que debe cubrir esta sociedad, pero aquí las relaciones entre Robinsón y las cosas son “sencillas y transparentes”, por lo que el trabajo total se distribuirá directamente como algo social. Igualmente, en la sociedad medieval europea, también la particularidad de los diferentes trabajos naturales individuales es compatible con su distribución social directa, de forma que las relaciones de las personas como productores se identifican con las relaciones sociales de tipo personal en que consiste el feudalismo. Otro tanto sucede con el trabajo colectivo de la familia en la forma productiva basada en la producción familiar: el gasto de cada trabajo individual está determinado socialmente de forma directa como parte del conjunto natural del trabajo social de la unidad familiar. Y lo mismo sucederá, en cuarto lugar, con el cuarto caso alternativo analizado: en la sociedad colectiva global o asociación de hombres libres, la distribución planificada del trabajo social será al mismo tiempo la distribución de los trabajos cualitativamente determinados de cada uno.

Por el contrario, en la producción mercantil de tipo capitalista –pues Marx considera que las formas de producción mercantil anteriores al capitalismo sólo desempeñaron un papel subordinado en el contexto de su correspondiente modo de producción dominante (antiguo, asiático, etc.)–, aparece en la conciencia burguesa el precio de las mercancías como una necesidad natural porque “la apariencia objetiva de las determinaciones sociales del trabajo” se les presenta sólo como la apariencia de una realidad pero sin la comprensión de esa realidad misma –y por cierto, su actitud respecto a las formas sociales anteriores es la misma que la de las religiones respecto a las demás religiones: la propia es verdadera porque es natural, las otras son falsas porque son artificiales–, por lo que es imposible que se planteen correctamente la pregunta crucial: ¿por qué? Más en concreto: ¿por qué en el capitalismo adopta la producción la forma mercantil o de valor?

Al no entender eso, los economistas piensan que el valor es un atributo de las cosas, mientras que el valor de uso les parece un atributo del hombre (la utilidad les parece algo que implica al individuo que consume) que no depende tanto de sus propiedades como cosas; es decir: todo justo al revés.








IV.

Transformación del dinero en capital.

En esta sección, que se compone de un único capítulo, el cuarto, Marx arranca de la afirmación de que la circulación de mercancías es el punto de partida del capital, pero por eso mismo el capital es algo más que la simple circulación de mercancías. Dicho de otra manera: el “dinero en cuanto dinero” y el “dinero en cuanto capital” se distinguen por su distinta forma de circulación. La forma que corresponde al capital es D-M-D, es decir, la inversa de la ya conocida y, por tanto, ésta podría resumirse bajo el lema de “comprar para vender”. Ahora bien, este proceso sería “absurdo y fútil”, por ejemplo en comparación con el atesoramiento, si no se consiguiera una cantidad de dinero mayor al final que al principio. Por tanto, en realidad estamos ante el ciclo D-M-D’. Si en M-D-M el dinero corría y se alejaba de su punto inicial, en D-M-D’ sucede lo contrario: refluye siempre a su punto de partida, y en este ciclo el “motivo impulsor y su objetivo determinante es el valor de cambio mismo”. Esto significa que D’ = D + ΔD, y este incremento de dinero es el plusvalor. Asimismo, este nuevo movimiento es lo que transforma al dinero en capital.

Por consiguiente, el objetivo ya no es externo (como era el consumo en M-D-M), sino que ahora el proceso no tiene término: puede que 100 libras se conviertan en 110, pero 110 sigue siendo una cantidad limitada, y lo que distingue al capital del tesoro es que el primero siempre quiere “valorizar su valor” porque tiende a la riqueza absoluta por medio de su crecimiento cuantitativo siempre renovado. Como vehículo consciente de este movimiento, el poseedor de dinero se convierte en “capitalista”, que identifica así su fin subjetivo con el contenido objetivo de la circulación de capital, y vuelve así en “racional” la irracionalidad del atesorador. Pero el auténtico sujeto es el valor, que no hace sino pasar alternativamente por las formas de dinero y mercancía. De esta forma el valor se vuelve valor en proceso, o dinero en proceso, es decir, se convierte en capital, y ello sucede en todas las clases de capital que encierra su fórmula general, D-M-D’: industrial, comercial y “capital que rinde interés”.

Pero lo que caracteriza a la circulación de capital no es la inversión que se produce respecto a M-D-M, sino el plusvalor que se obtiene. Éste no tiene su origen en la circulación, ya que ésta, mediante las metamorfosis del intercambio, sólo produce un cambio formal de la mercancía, pero no en su magnitud de valor. Es verdad que el comprador gana utilidad al cambiar su dinero por la mercancía, pero el vendedor no la vendería si el dinero no fuera para él de mayor utilidad. El intercambio de equivalentes es lo que supondremos siempre en la circulación, y no un aumento del valor, que no se produce por mucho que aumente la utilidad de las dos partes que participan en el intercambio. Por consiguiente, tanto el capital comercial como el que rinde interés son formas “derivadas” y al mismo tiempo “anteriores” a la forma básica del capital, que es el capital productivo. En efecto, el plusvalor nace de la producción, ya que el poseedor de mercancías puede “crear valores por medio de su trabajo, pero no valores que se autovaloricen”. El secreto está en la compra y la venta de fuerza de trabajo, que a la vez que un intercambio mercantil encierra otro tipo de intercambio. Pero veámoslo en detalle.

El cambio en la magnitud de valor no puede operarse en el dinero mismo. Tampoco en el segundo acto de circulación. Tiene que operarse por tanto en la mercancía que se compra, pero no en su valor sino en su valor de uso, es decir, en su consumo. Tiene que tratarse de una mercancía que posea el especial valor de uso de ser fuente de valor, y esa mercancía específica es la (capacidad o) fuerza de trabajo, es decir, el conjunto de facultades físicas y mentales que existen en la personalidad de un ser humano. Pero se deben dar ciertas condiciones, históricas y no naturales, para que esta fuerza de trabajo se haya convertido en una mercancía y el propietario del dinero pueda encontrar en el mercado al “obrero o trabajador libre”. Este obrero debe ser libre o estar liberado en un doble sentido: debe disponer de su fuerza de trabajo como mercancía propia, y al mismo tiempo debe carecer de otras mercancías que él mismo pudiera vender para ganarse la vida o para gastar en ellas su fuerza de trabajo.

Pero esta mercancía tiene un valor, como las demás, y se determina por las mismas leyes, es decir, por el tiempo de trabajo necesario para su reproducción. Pero como la fuerza de trabajo sólo existe en el “individuo vivo”, y sólo pervive en el tiempo si éste puede asegurar la “procreación” de su descendencia, la reproducción de la fuerza de trabajo consiste en la reproducción del trabajador y su descendencia. Su valor es, por consiguiente, el valor de los medios necesarios para la familia, es decir, de los medios de consumo con que satisface ésta sus necesidades naturales (en el sentido histórico, es decir, de forma cambiante en el tiempo, pero en cuantía dada para cada sociedad y momento determinados), incluyendo las normas de salud y de formación o educación que se requieran en cada caso. Se trata de una media diaria, que puede calcularse mediante la fórmula:












Esta fuerza de trabajo puede reproducirse transitoriamente con una cantidad inferior de bienes de consumo, pero sólo se reproducirá entonces de forma “atrofiada” –y en los ejemplos históricos de la sección III, Marx dedicará muchas páginas a ilustrar la experiencia histórica inglesa de esta reproducción atrofiada real de la fuerza de trabajo, que sin embargo no puede sostenerse a largo plazo–.

Como en todas las demás mercancías, su valor se determina, pues, antes de entrar en la circulación –aunque sea el obrero el que “adelanta” en este caso, o abre crédito al capitalista, ya que éste sólo le paga el salario al terminar el periodo contratado–, pero su valor de uso sólo reside en la exteriorización posterior de esa fuerza. Una vez comprada, la mercancía pertenece, como todas y por completo, al capitalista, y éste la consume. Pero el proceso de su consumo es al mismo tiempo el proceso de producción de la mercancía y del plusvalor, que se lleva a cabo fuera de la esfera de la circulación y el mercado. Tenemos por tanto delante no a simples poseedores de mercancías, sino a dos nuevos actores de nuestro drama: el capitalista y su obrero, protagonistas de la circulación de capital. Estamos ya en condiciones de abordar la sección tercera.






















V.
Proceso de trabajo y proceso de valorización.
El vendedor de la fuerza de trabajo es también quien trabaja, pero no debe confundirse la capacidad de trabajar con el trabajo mismo (como tampoco se confunden la capacidad de digerir con la digestión misma): la primera sólo existe en potencia (potentia), pero la segunda existe de forma efectiva (actu), ya que consiste en la “fuerza de trabajo que se pone en movimiento a sí misma, obrero”. Por tanto, el proceso de consumo de la fuerza de trabajo en la producción es dos cosas a la vez; igual que la mercancía y el trabajo mismo, como vimos en el capítulo I, tienen una naturaleza también dual.
Por una parte, es un proceso “natural” entre el hombre y la naturaleza –un metabolismo o transformación en el que el primero transforma a la segunda y, al mismo tiempo, se transforma a sí mismo– que, si se reserva el trabajo para la especie animal humana, podemos llamar “proceso de trabajo”. Los elementos simples (o “abstractos”) de este proceso laboral, analizado “cualitativamente”, son la actividad orientada a un fin –que es el trabajo mismo–, junto al “objeto de trabajo” (los bienes naturales vírgenes, que una vez trabajados se convierten en “materias primas” de los procesos de producción) y los “medios de trabajo”, que sirven de vehículo y ayuda a la acción del trabajo sobre el objeto del mismo (fundamentalmente, los instrumentos de trabajo). Franklin da tanta importancia a éstos últimos que define al hombre como toolmaking animal (animal que fabrica instrumentos), y Marx se muestra de acuerdo ya que, en efecto, lo que diferencia una época de las demás no es lo que se hace sino cómo se hace. Tanto el objeto como los medios son las condiciones o factores objetivos (o materiales) de la producción –y en esa medida ambos constituyen los “medios de producción”–, mientras que la fuerza de trabajo es su factor subjetivo (o personal). Y el resultado conjunto de esta actividad –que por eso mismo llamaremos “trabajo productivo”– es el producto o valor de uso de la mercancía.

A su vez, estos productos pueden reingresar (como condiciones de existencia) en un nuevo proceso de producción en forma de materias primas o auxiliares, o de productos semielaborados o intermedios, o de nuevos instrumentos de trabajo. Pero en todos estos casos, la única manera de conservar y realizar su valor de uso es arrojarlos a la producción “en contacto con el trabajo vivo”. O sea, consumirlos productivamente mediante el trabajo. Hay que tener en cuenta, además, que este proceso de trabajo natural se lleva a cabo, en el capitalismo, bajo el control del capitalista, y en un contexto en que todo le pertenece a éste, Sin embargo, en cuanto tal proceso natural, tanto antes como después de que el capitalista pudiera transformar el modo mismo de producción, lo único que ocurre es que el capitalista “ha incorporado la actividad laboral misma, como fermento vivo, a los elementos muertos que componen el producto”.

Pero, en segundo lugar, el proceso es al mismo tiempo un “proceso de valorización”, y como tal debe analizarse desde el punto de vista “cuantitativo”. En primer lugar porque ahora sólo se producen valores de uso en la medida en que éstos son los “sustratos materiales” o “portadores materiales” del valor. Es decir, lo que quiere el capitalista es producir una mercancía y que, además, su valor sea superior al de las mercancías que usa en su producción. Es decir, quiere el plusvalor. Si hablamos de mercancías, su proceso de producción es a la vez proceso laboral y proceso de “formación de valor”; si hablamos de mercancías capitalistas, es a la vez proceso laboral y proceso de “valorización”.

Tenemos ya los dos componentes del proceso de producción global capitalista. Pero si, desde el punto de vista del valor de uso, se pueden considerar los diversos procesos particulares de trabajo como “fases sucesivas del mismo proceso laboral”, en el que unos trabajos son más pretéritos que otros, desde el punto de vista del valor, todos esos trabajos son “idénticos” porque constituyen “partes del mismo valor global”. Así, en el proceso de producción de hilado, por ejemplo, tanto cultivar el algodón, como hacer husos, como asimismo hilar, sólo difieren entre sí “en lo cuantitativo”, y lo que interesa es contar y sumar el total como simple trabajo social medio, ya que sólo cuenta como formador de valor el trabajo socialmente necesario. Esto es extremadamente importante, ya que cualquier medio de producción –por ejemplo, la materia prima– sólo cuenta, en el proceso de valorización, como materia que “absorbe determinada cantidad de trabajo” vivo, sin que tenga importancia alguna si esa materia es mayor o menor, pues sólo se tiene en cuenta de cuánta materialización o concreción de trabajo social estamos hablando en cada caso (es decir, como cuánto trabajo cuenta cada medio de producción). Es decir, las mercancías que ingresan al proceso de trabajo no cuentan como “factores materiales”, sino como “cantidades determinadas de trabajo objetivado”.

Para que se entiendan bien todas estas determinaciones, Marx analiza a continuación el proceso de formación de valor a través de dos supuestos sucesivos: primero, suponiendo que no se genera plusvalor; después, suponiendo que sí. Si el valor del producto fuera sólo igual al del capital adelantado –el dinero con que paga los medios de producción (instrumentos y objeto de trabajo) y la suma que paga los salarios que sirven a los obreros para comprar sus bienes de consumo–, no habría nada parecido al plusvalor, por mucho que el capitalista, o los profesores de economía política que aquél paga para ello, traten de convencernos de que hay que remunerar su sedicente “servicio”, ya sea en forma de “abstinencia”, “renuncia”, o “trabajo propio” –no el de su “overlooker [capataz] y su manager [gerente]”, que son los que en realidad trabajan–.

Pero para entender de dónde nace el plusvalor hay que partir de la diferencia entre el trabajo pretérito “encerrado en la fuerza de trabajo” y el “trabajo vivo que ésta puede ejecutar”, o sea entre su “costo de mantenimiento” y su propio “rendimiento”. Esta diferencia es tenida muy en cuenta por el capitalista cuando adquiere fuerza de trabajo, por mucho que el vendedor de la misma no capte completamente que “realiza su valor de cambio y enajena su valor de uso”. Si el mantenimiento de la mercancía sólo cuesta media jornada de trabajo, pero el rendimiento es la jornada completa, eso no es “en absoluto una injusticia” contra el vendedor, dice Marx, sino una “suerte extraordinaria” para el comprador (el capitalista), que se aprovecha de que el proceso laboral se prolongue más allá del coste de reproducción de la fuerza de trabajo. El dinero se ha transformado en capital sin que se haya infringido ninguna de las leyes del intercambio de las mercancías.

Tenemos como resultado neto de nuestro análisis que todo esto ocurre a la vez dentro y fuera de la esfera de la circulación. La transformación del dinero en capital significa, por tanto, que la formación de valor se ha “prolongado” más allá del punto clave y su proceso simple se ha convertido en proceso de valorización. Para finalizar el capítulo, Marx recuerda que, así como en la unidad de proceso de trabajo y de formación de valor teníamos la producción mercantil, como unidad de trabajo y valorización tenemos la “forma capitalista” de la producción de mercancías.
















XXIV.

La llamada acumulación originaria.

Este capítulo, penúltimo del libro I, se compone de siete epígrafes. En realidad –de acuerdo con la interpretación que hace de este punto el marxólogo francés Maximilien Rubel, y que explicaremos más tarde–, el séptimo epígrafe debería consistir en lo que aparece en realidad como capítulo XXV, dedicado a la “Teoría moderna de la colonización”. Éste, que es una continuación de lo que se explica en el epígrafe 6, debería intercambiar su posición con el último epígrafe del capítulo XXIV, de forma que el libro I terminaría con la “Tendencia histórica de la acumulación capitalista”.

El capítulo comienza con “el secreto de la acumulación originaria” (o “primitiva” o “previa”, es decir: anterior a la acumulación capitalista propiamente dicha). El origen de la escisión o polarización que presupone la relación capitalista no es el que cuentan los “optimistas” economistas, que sólo ven el “idilio” del derecho y el trabajo, sino la “violencia” de la historia real: es decir, “la conquista, el sojuzgamiento y el homicidio motivado por el robo”, que sirven de base a la “escisión entre productor y medios de producción”. Aunque se trata con esto de la “prehistoria” del capital propiamente dicho, está claro que lo que se analiza aquí es “la era capitalista” en Europa occidental, que data del siglo XVI (y se dio “esporádicamente” en los siglos XIV y XV). Se trata de una serie de procesos históricos de naturaleza también “dual” que cubren “toda la historia del desarrollo de la moderna sociedad burguesa”, tal como surgió de la estructura de la sociedad feudal, e implican la liberación del trabajo respecto de la servidumbre feudal y de la coerción gremial, y su liberación también respecto a sus antiguos medios de producción.

El fundamento de todo el proceso es la “expropiación” del campesino o “productor rural” (en su triple forma de campesino independiente, asalariado y siervo de la gleba) al que se le “despoja” de la tierra, que se analiza en su forma clásica (en Inglaterra, aunque hay indicaciones menores sobre los casos francés, alemán o italiano). Su “preludio” fue la disolución de las mesnadas feudales, y su acto principal consistió en la “expulsión violenta” de los campesinos de la tierra. Varios factores influyeron aquí: 1) el florecimiento de la manufactura de lana flamenca empujó a la transformación de la tierra de labor en pastos, dando lugar a la situación descrita por Tomás Moro en su Utopía, en la que “las ovejas devoran a los hombres”; 2) la Reforma permitió la expoliación colosal de los bienes eclesiásticos, suprimió monasterios y arrojó a sus moradores al proletariado; 3) la restauración de los Estuardos permitió que los terratenientes abolieran el régimen feudal y reivindicaran la propiedad moderna, lo que se favoreció con el “robo de tierras fiscales” (bienes de la corona), de la que también se aprovecharon los capitalistas burgueses; 4) las propias leyes “para el cercamiento de la tierra comunal” permitieron que los campesinos independientes (yeomen) fueran expulsados y remplazados por pequeños arrendatarios; 5) por último, el “despejamiento de las fincas”, por el que simplemente se expulsaba y desarraigaba a los campesinos, se destruían e incendiaban sus aldeas –sólo la duquesa de Sutherland se apropió de esta manera de más de tres mil kilómetros cuadrados de tierra–, y se usaba la tierra primero para pastos y luego para cotos de caza; esto último lo describe Marx como “la transformación usurpatoria, practicada con el terrorismo más despiadado, de la propiedad feudal y clánica en propiedad privada moderna”, un cambio basado en un derecho tal que “con el mismo derecho” un rey de Inglaterra podría arrogarse el derecho de echar sus súbditos al mar.

Esto se consigue además con una “legislación sanguinaria” contra los expropiados, quienes, al no poder ser absorbidos rápidamente por la manufactura, no podían adaptarse rápidamente a su situación y tenían que convertirse en “mendigos, ladrones y vagabundos”. Pues bien, se dictaron leyes desde el siglo XVI contra la “vagancia”, en las que se encerraba, marcaba, convertía en esclavo y ejecutaba a estos “vagos”; de forma que, mediante una legislación “terrorista y grotesca”, y a fuerza de latigazos, hierros candentes y tormentos, esta población expropiada fue obligada a someterse a la “disciplina” que requería el sistema de trabajo asalariado.

Esto le merece una reflexión de largo alcance a Marx. Una vez que la clase trabajadora, “por educación, tradición y hábito, reconoce las exigencias del modo capitalista de producción como leyes naturales, evidentes por sí mismas”, ya no hace falta la coerción, porque las “leyes naturales de la producción”, es decir, la “dependencia del capital” y el hambre, se encargan de disciplinar al obrero por sí mismas, y la violencia directa sólo se usa “excepcionalmente”. Pero “durante la génesis histórica” de este modo de producción, la burguesía “necesita y usa el poder del estado” para “regular” el salario, “prolongar” la jornada laboral y mantener al trabajador en esa “dependencia”. Y esto no sólo ocurrió en el campo: también en las ciudades hubo que usar el estado para desafiar la organización gremial, prolongar la jornada, aumentar el número de trabajadores permitidos, impedir las coaliciones obreras, etc.

En cuanto a la génesis del “arrendatario capitalista”, el antiguo bailío se convierte primero en arrendatario libre a quien provee el propietario, luego en aparcero o medianero de éste, y finalmente en arrendatario propiamente dicho. Se va enriquecido, primero, por la inflación que siguió a la desvalorización del oro como consecuencia del descubrimiento y conquista de América, que le permitió ganar tanto frente a los trabajadores como frente a los propietarios (contratos de alquiler fijo por 99 años). Y, después, fue él quien se benefició de la “revolución agrícola” y de la creación del “mercado interno” para el capital industrial, de forma que el arrendatario puede vender ahora como mercancía lo que antes sólo se consumía como medios directos de subsistencia, lo cual se lleva a su apogeo con la gran industria mecanizada. Por su parte, el capitalista industrial nace del “pequeño capitalista” –que a su vez procedía de los maestros y artesanos independientes de la industria gremial, e incluso de algunos asalariados– y del capital usurario y comercial que ya existía en el régimen feudal. Pero se desarrolla a partir del siglo XVII gracias al “sistema colonial”, “la deuda pública y el moderno sistema impositivo” y “el “sistema proteccionista”, que son todos métodos que “recurren al poder del estado, a la violencia organizada y concentrada de la sociedad, para fomentar como en un invernadero el proceso de transformación del modo de producción feudal en modo de producción capitalista”.

Tantos esfuerzos hicieron falta para “asistir al parto” de las leyes “eternas” capitalistas, ironiza Marx, para obtener ese producto “artificial” de la historia moderna que es la polaridad capital-asalariados: el capital viene al mundo “chorreando sangre y lodo por todos los poros, desde la cabeza a los pies”.