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Resumen de "El Contrato Social" |  Teoría Política y Social II (Cátedra: Vargany - 2017)  |  Cs. Sociales  |  UBA

El contrato social. Rousseau

Libro Primero. Cap I. Tema de este primer libro

El hombre ha nacido libre y en todas partes se encuentra encadenado.

El orden social es un derecho sagrado que se sirve a base de todos los restantes. Más este derecho no procede de la naturaleza, sino que se fundamenta en convenciones.

Cap II. Las primeras sociedades

La más antigua de todas las asociaciones y la única natural es la familia. Sin embargo, los hijos no permanecen vinculados al padre sino el tiempo necesario para su conservación. Si continúan unidos, ya no es de manera natural, sino voluntariamente, y la familia misma solo se mantiene por convención.

Esta libertad común es una consecuencia de la naturaleza humana, cuya primera ley es velar por la propia conservación.

La familia es, por tanto, el primer modelo de sociedad política. El jefe es semejante al padre, y el pueblo a los hijos; y, al ser todos, por nacimiento, iguales y libres, sólo renuncian a su libertad a cambio de su utilidad.

Todo hombre nacido en esclavitud, nace para la esclavitud. Los esclavos pierden todo con sus cadenas. Si hay esclavos por naturaleza es porque ha habido esclavos contra naturaleza. La fuerza ha creado a los primeros esclavos; su cobardía los ha perpetuado.

Cap III. Del derecho del más fuerte

El más fuerte no es, sin embargo, lo bastante para ser siempre el amo, si no convierte su fuerza en derecho y la obediencia en deber. De ahí el derecho del más fuerte, que irónicamente se toma como un derecho en apariencia, pero que realmente se constituye en un principio. Ceder ante la fuerza es un acto de necesidad, no de voluntad.

La fuerza no constituye derecho, y únicamente se está obligado a obedecer a los poderes legítimos.

Cap IV. De la esclavitud

Puesto que ningún hombre tiene una autoridad natural sobre sus semejantes, y puesto que la naturaleza no produce ningún derecho, solo quedan las convenciones como único fundamento de toda autoridad legítima entre los hombres.

Enajenar significa dar o vender. Ahora bien, un hombre que se hace esclavo de otro no se da, se vende, al menos a cambio de su subsistencia.

Decir que un hombre se entrega gratuitamente es decir una cosa absurda e inconcebible. Un acto de este tipo es ilegítimo y nulo por el solo hecho de que quien lo realiza no está en su sano juicio. Decir todo esto de un pueblo es suponer que el pueblo está loco, y la locura no produce ningún derecho.

Renunciar a la libertad es renunciar a la condición de hombre, a los derechos de la humanidad, e incluso a los deberes. Tal renuncia es incompatible con la naturaleza del hombre, y eliminar la libertad a su voluntad implicaría arrebatar todo tipo de moralidad a sus acciones. En una palabra, es una convención vana y contradictoria el reconocer, por una parte, una autoridad absoluta y, por otra una obediencia sin límites.

Grocio y los otros consideran que la guerra es otro de los orígenes del pretendido derecho de esclavitud. El vencedor tiene, según ellos, el derecho de matar al vencido, y este puede comprar su vida a expensas de su libertad.

Pero es obvio que ese pretendido derecho de matar a los vencidos no procede en modo alguno del estado de guerra, por el hecho de que los hombres, mientras viven en su estado de independencia primitivo, no establecen entre sí lazos lo suficientemente constantes para constituir ni el estado de paz ni el estado de guerra. No son, por lo tanto, enemigos por naturaleza. Son las relaciones entre las cosas y no entre los hombres las que provocan la guerra. La guerra privada o de hombre a hombre no puede existir ni en el estado de naturaleza, donde no hay propiedad, ni en el estado social, donde todo se encuentra bajo la autoridad de las leyes.

La guerra no es una relación de hombre a hombre, sino una relación de Estado a Estado.

El derecho de esclavitud es nulo, no solo porque es ilegítimo, sino porque es absurdo y no significa nada. Las palabras “esclavitud” y “derecho” son contradictorias y se exluyen mutuamente.

Cap V. De cómo es preciso remontarse siempre al primer convenio

Siempre habrá una gran diferencia entre someter a una multitud y regir una sociedad.

Cuando un solo individuo subyuga sucesivamente a hombres aislados, independientemente de su número, no es posible hablar de un pueblo y su jefe, sino de un amo y sus esclavos. Se trata, si se quiere, de una agresión, pero no de una asociación. No existe ni bien público ni cuerpo político.

Cap VI. Del pacto social

Encontrar una forma de asociación que defienda y proteja de toda fuerza común a la persona y a los bienes de cada asociado, y gracias a la cual cada uno, en unión de todos los demás, solamente se obedezca a sí mismo y quede tan libre como antes → este es el problema fundamental que resuelve el pacto social.

Las cláusulas de este contrato se encuentran determinadas por la naturaleza del acto, son las mismas en todas partes.

Al entregarse cada uno por entero, la condición es igual para todos, y al ser la condición igual para todos, nadie tiene interés en hacerla onerosa para los demás.

Si eliminamos del pacto social lo que no es necesario, nos encontramos con que se reduce a los términos siguientes: “cada uno de nosotros pone en común su persona y todo su poder bajo la suprema dirección de la voluntad general, recibiendo a cada miembro como parte indivisible del todo”.

Este acto de asociación produce un cuerpo moral y colectivo compuesto de tantos miembros como votos tiene la asamblea, el cual recibe por este mismo acto su unidad, su yo común, su vida y su voluntad. Esta persona pública , que se constituye mediante la unión de los restantes, se llamaba en otro tiempo Ciudad- Estado, y toma ahora el nombre de república o de cuerpo político, que sus miembros denominan Estado, cuando es pasivo, soberano cuando es activo y poder, al compararlo con sus semejantes. Los asociados toman el nombre de pueblo, más concretamente ciudadanos, y súbditos si están sometidos a las leyes del Estado.

Cap VII. Del soberano

Al no estar el soberano formado más que de los particulares que lo componen, no puede ni puede tener intereses contrarios a los suyos. Por tanto, el poder soberano no tiene ninguna necesidad de garantía con respecto a los súbditos, porque es imposible que el cuerpo quiera perjudicar a todos sus miembros.

Pero no ocurre lo mismo con los súbditos respecto al soberano, porque, a pesar de su interés común, nada podría garantizar el cumplimiento de sus compromisos si este no encontrase medio para asegurarse su fidelidad.

Cada individuo puede, en cuanto hombre, tener una voluntad contraria a la voluntad general que tiene como ciudadano.

Para que el pacto social no sea una fórmula vana quien se niegue a obedecer la voluntad general será obligado por todo el cuerpo.

Cap VIII. Del estado civil

Paso del estado naturaleza al estado civil → la voz del deber reemplaza al impulso físico, y el derecho, al apetito, y el hombre, que hasta ese momento no se habría preocupado más que por sí mismo , se ve obligado a actuar conforme otros principios, y a consultar la razón en vez de seguir sus inclinaciones.

Lo que un hombre pierde con el contrato social es su libertad natural y un derecho ilimitado a todo lo que le apetece y puede alcanzar; lo que gana es la propiedad civil y todo lo que posee.

libertad natural → no tiene más límites que las fuerzas del individuo.

libertad civil → está limitada por la voluntad general.

En el haber del estado civil se añade la libertad moral, que es la única que hace al hombre verdaderamente en amo de sí mismo.

Cap IX. Del dominio real

Cada miembro de la comunidad se entrega a ella en el momento en que ésta se forma tal y como se encuentra en la actualidad.Como las fuerzas del Estado son incomparablemente mayores que las de un particular, la posesión pública es también más fuerte y más irrevocable, porque el Estado es dueño, con respecto de sus miembros, de todos sus bienes por el contrato social.

Dicho contrato es, en el Estado, el fundamento de todos los derechos, pero, con respecto a las otras potencias, el Estado sólo es dueño de dichos bienes por el derecho del primer ocupante, que procede de los particulares. El derecho del primer ocupante sólo se convierte en verdadero derecho una vez establecido el derecho de propiedad.

Para autorizar el derecho del primer ocupante sobre cualquier terreno son necesarias las condiciones siguientes: primera, que este territorio no esté aún habitado por nadie; segunda, que no se ocupe de él sino la extensión necesaria para subsistir, y tercera, que se tome posesión de él, no mediante una vana ceremonia, sino por el trabajo y el cultivo, único signo de propiedad que, a falta de títulos jurídicos, debe ser respetado por los demás.

Al aceptar la la comunidad los bienes de los particulares, no les despoja de ellos, sino que les garantiza su legítima posesión, convirtiendo la usurpación en un verdadero derecho, y el disfrute de la propiedad.

Hay una diferencia de los derechos que el soberano y el propietario tiene sobre el mismo bien.

El derecho que tiene cada particular sobre su bien está siempre subordinado al derecho que tiene la comunidad sobre todos, sin lo cual no habría ni solidez en el vínculo social ni fuerza real en ejercicio de la soberanía.

Libro Segundo. Cap I. La soberanía es inalienable

La voluntad general puede dirigir por sí sola las fuerzas del Estado, de acuerdo con la finalidad de su institución, que es el bien común; porque si la oposición de los intereses particulares ha hecho necesario el establecimiento de las sociedades, el acuerdo de estos mismos intereses es lo que lo ha hecho posible. Solo en función de ese interés común debe ser gobernada la sociedad.

El poder puede ser transmitido, pero no la voluntad.

Si el pueblo prometiese obedecer, se disolvería por ese acto y perdería su condición de pueblo. En el instante que hay un amo, ya no hay un soberano y desde ese momento el cuerpo político queda destruido.

Cap II. La soberanía es indivisible

Por la misma razón que la soberanía no es enajenable, también es indivisible. Porque la voluntad es general o no es; es la del cuerpo del pueblo o solamente de una parte de él. En el primer caso, esta voluntad declarada es un acto de soberanía y tiene fuerza de ley; en el segundo, no es sino una voluntad particular o un acto de magistratura: es, a lo sumo, un decreto.

No pudiendo nuestros políticos dividir la soberanía en su principio, la dividen en su objeto; la dividen en fuerza y voluntad, en poder legislativo y poder ejecutivo, en derechos de impuestos, de justicia y de guerra, en administración interior y en el poder negociar con el extranjero; tan pronto confunden todas estas partes como las separan.

Después de haber despedazado al cuerpo social, mediante un acto de prestidigitación digno de una feria, reúnen los pedazos no se sabe bien como.

Cap III. Sobre si la voluntad general puede errar

La voluntad general es siempre recta y tiende a la utilidad pública. Nunca se corrompe al pueblo, pero frecuentemente se lo engaña, y solamente entonces es cuando parece querer ser malo.

Hay con frecuencia bastante diferencia entre la voluntad de todos y la voluntad general; esta no tiene en cuenta sino el interés común; la otra busca el interés privado y no es sino una suma de voluntades particulares.

Es importante para la formulación de la voluntad general que no haya ninguna sociedad parcial en el Estado y que cada ciudadano opine exclusivamente según su propio entender.

Cap IV. De los límites del poder soberano

De igual modo que la Naturaleza otorga a cada hombre un poder absoluto sobre sus miembros, el pacto social otorga al cuerpo político un poder absoluto sobre todos los suyos, y este mismo poder es el que, dirigido por la voluntad general, lleva el nombre de soberanía.

Los compromisos que nos ligan al cuerpo social sólo son obligatorios porque son mutuos, y su naturaleza es tal que, al cumplirlos, no se puede trabajar para los demás sin trabajar también para uno mismo.

Del mismo modo que una voluntad particular no puede representar a la voluntad general, ésta, a su vez, cambia de naturaleza al tener un objeto particular, y no puede entonces pronunciarse ni sobre un hombre ni sobre un hecho.

Se debe concebir que lo que generaliza la voluntad es menos el número de votos que el interés común que los une; porque en esta institución cada uno se somete necesariamente a las condiciones que él impone a los demás.

El pacto social establece entre los ciudadanos una igualdad que pactan todos en las mismas condiciones y deben gozar todos de los mismos derechos. Así, por la naturaleza del pacto, todo acto de soberanía, es decir, todo acto auténtico de la voluntad general, obliga o favorece igualmente a todos los ciudadanos.

Acto de soberanía → convenio legítimo porque tiene como fundamento el contrato social, equitativo porque es común a todos, útil porque no puede tener más objeto que el bien general, y firme porque tiene como garantía la fuerza pública y el poder supremo.

El poder soberano no excede ni puede exceder los límites de las convenciones generales y todo hombre puede disponer plenamente de lo que, en virtud de esas convenciones, le han dejado de sus bienes y de su libertad. El soberano jamás tiene derecho a infringir más cargas a un súbdito que a otro, porque entonces, al adquirir el asunto un carácter particular, su poder deja de ser competente.

Es falso que en el contrato social haya, por parte de los particulares, ninguna renuncia verdadera, pues su situación, por el efecto de este contrato, es realmente preferible a la de antes, y, en lugar de una enajenación, no han hecho más que un cambio ventajoso, pues han sustituido una manera de vivir incierta y precaria por otra mejor y más segura, la independencia natural por la libertad, el poder de perjudicar a los demás por su propia seguridad, y su fuerza, que otros podían sobrepasar, por un derecho que la unión social hace invencible.

Cap V. del derecho de vida y de muerte

Sobre la pena de muerte → Todo malhechor, al atacar el derecho social, se convierte por sus delitos en rebelde y en traidor a la patria; deja de ser miembro de ella al violar sus leyes, y hasta le hace la guerra. Entonces, la conservación del Estado es incompatible con la suya; es preciso que uno de los dos perezca, y cuando se da muerte al culpable, es menos como ciudadano que como enemigo.

En un Estado bien gobernado hay pocos castigos porque hay pocos criminales.

Cap VI. De la ley

Lo que es bueno y está conforme con el orden lo es por la naturaleza de las cosas, independientemente de las convenciones humanas. Toda justicia viene de Dios, sólo Él es su fuente; pero si nosotros supiésemos recibirla desde tan alto no tendríamos necesidad ni de gobierno ni de leyes. Sin duda existe una justicia universal que emana de la razón; pero esta justicia, para ser admitida entre nosotros, debe ser recíproca. Son necesarias convenciones y leyes para unir los derechos a los deberes, y para que la justicia cumpla su objetivo.

La materia objeto de decreto es general, al igual que la voluntad que decreta. A este acto es al que Rousseau llama ley.

Cuando dice que el objeto de las leyes es siempre general, entiende que la ley considera a los súbditos en cuanto cuerpos, y a las acciones como abstractas, nunca a los hombres como individuos, ni a las acciones como particulares.

Leyes → actos de la voluntad general → no pueden ser injustas, dado que nadie es injusto con respecto a si mismo → somos libres y estamos atados a leyes puestos que estas son manifestaciones de nuestra voluntad.

República → todo estado regido por leyes, bajo cualquier tipo de administración que pueda hallarse; porque entonces solamente gobierna el interés público y la cosa pública es algo. Todo gobierno legítimo es republicano.

Cap VII. Del legislador

Aquel que ose emprender la obra de instituir un pueblo, debe sentirse capaz de cambiar, por decirlo así, la naturaleza humana; de transformar a cada individuo, que por sí mismo es un todo perfecto y solitario, en una parte de un todo más grande, del que recibe, en cierto modo, este individuo su vida y su ser.

El legislador es, por todos los conceptos, un hombre extraordinario en el Estado. Si debe serlo por su talento, no lo es menos por su función, que no es la magistratura ni la soberanía. Dicha función, que constituye la República, no entra en su constitución; es una función particular y superior que no tiene nada en común con el poder humano, porque, si quien manda en los hombres no debe dictar las leyes, el que dicta las leyes no debe mandar a los hombres; de otro modo, estas leyes, vehículos de sus pasiones, no harían, con frecuencia, sino perpetuar sus injusticias, y nunca podría evitar que miras particulares alterasen la santidad de su obra.

Quien redacta las leyes no tiene o no debe tener ningún derecho legislativo, y el pueblo mismo no puede, aunque quisiera, despojarse de ese derecho incomunicable;

Así se encuentran a la vez, en la obra de la legislación, dos cosas que parecen incompatibles: una empresa que está por encima de la fuerza humana, y para ejecutarla, una autoridad que no es anda.

Cap VIII. Del pueblo

El legislador no comienza por redactar leyes buenas en sí mismas, sino que antes examina si el pueblo al cual las destina es apto para recibirlas.

Los pueblos, como los hombres, solo son dóciles en su juventud: se hacen incorregibles al envejecer; una vez que las costumbres están establecidas y los prejuicios arraigados, es empresa peligrosa y van a querer reformarlos: el pueblo no puede consentir que se toque a sus males para destruirlos.

Las naciones tienen, como los hombres, una época de madurez que hay que esperar antes de someterlos a las leyes. Pero la madurez de un pueblo no siempre es fácil de reconocer, y, si uno se anticipa, la obra fracasa.

Cap IX. Continuación

Existen respecto a la mejor constitución de un Estado, límites en cuanto a la extensión que puede alcanzar, a fin de no ser demasiado grande para ser bien gobernado, ni demasiado pequeño para poder sostenerse por sí mismo. Existe en todo cuerpo político un máximo de fuerzas que no puede sobrepasarse, del cual se aleja con frecuencia, a base de engrandecerse. En general, un Estado pequeño es proporcionalmente más fuerte de uno grande.

Las mismas leyes no pueden convenir a tantas provincias diversas, que tienen diferentes costumbres, que viven bajo climas opuestos, y que no pueden soportar la misma forma de gobierno. Leyes diferentes no engendran sino desórdenes y confusión entre los pueblos que, bajo los mismos jefes y en una comunicación continua, se relacionan y contraen matrimonio entre ellos, y, sometidos a otras costumbres, no saben nunca si su patrimonio es suyo.

El Estado debe darse cierta base para tener solidez, para resistir las sacudidas que no dejará de experimentar y los esfuerzos que se verá obligado a realizar para sostenerse.

Hay razones para extenderse y razones para reducirse. Una sana y fuerte constitución es la primera cosa que es preciso buscar, y se debe contar más con el vigor que nace de un buen gobierno, que con los recursos que proporciona un gran territorio.

Cap X. Continuación

Se puede medir un cuerpo político de dos maneras, a saber, por la extensión del territorio y por el número de habitantes, y existe entre ambas medidas una relación conveniente para dar al Estado su verdadera grandeza. Los hombres son los que hacen el Estado, y el territorio el que alimenta a los hombres. Si hay demasiado terreno, su custodia es onerosa, su cultivo insuficiente, su producto superfluo; es la causa inmediata de las guerras defensivas. Si no hay territorio bastante, el Estado se encuentra, con respecto al suplemento que necesita, a discreción de sus vecinos; es la causa inmediata de las guerras ofensivas. Todos los pueblos que, por su posición, no tienen otra alternativa más que el comercio o la guerra, son débiles en sí mismos, dependen de sus vecinos, dependen de los acontecimientos, no tienen nunca más que una existencia incierta y breve. No pueden conservarse libres si no es a fuerza de pequeñez y de extensión.

¿Qué pueblo es apto para la legislación? Aquel que, encontrándose ya vinculado por alguna unión de origen, de interés o de convención, no ha llevado aún el verdadero yugo de las leyes; el que no tiene costumbres ni supersticiones muy arraigadas. El que no es rico ni pobre y puede bastarse a sí mismo; el que reúne la consistencia de un pueblo antiguo con la docilidad de uno nuevo.

Cap XI. De los diversos sistemas de legislación

Si se investiga en qué consiste el mayor bien de todos, que debe ser el fin de todo sistema de legislación, se verá que se reduce a estos dos objetos principales: la libertad y la igualdad. La libertad, porque toda dependencia particular es fuerza quitada al cuerpo del Estado; la igualdad, porque la libertad no puede subsistir sin ella.

Estos objetos generales de toda buena constitución deben ser modificados en cada país por las relaciones que nacen tanto de la situación local como del carácter de los habitantes, y es, basándose en dichas relaciones, como se debe asignar a cada pueblo un sistema particular de institución que sea mejor, no en sí mismo, sino para el Estado a que está destinado.

Lo que hace la constitución de un Estado verdaderamente sólida y duradera es que las conveniencias sean tan respetadas que las relaciones naturales y las leyes coinciden en los mismos puntos y que estas no hagan, por decirlo así, sino asegurar, acompañar, rectificar a las otras. Pero si el legislador, equivocándose en su objeto, toma un principio diferente del que nace de la naturaleza de las cosas, la constitución se alterara y el Estado no dejara de verse agitado, hasta que sea destruido o cambiado, y hasta que la invencible naturaleza recobre su imperio.

Cap XII. División de las leyes

Existe una relación del todo con el todo, del soberano con el estado, las leyes que regulan esta relación llevan el nombre de políticas y fundamentales.

Un pueblo es siempre en todo momento dueño de cambiar sus leyes, hasta las mejores.

La segunda relación es la de miembros entre sí, o con el cuerpo en su totalidad, y esta relación debe ser, en el primer caso, la menor posible, y en el segundo, la mayor posible, de modo que el ciudadano se halle en una independencia total con respecto a todos los demás, y en una estrecha dependencia con respecto al Estado. De esta segunda relación nacen las fuerzas civiles.

Una tercera clase de relación entre el hombre y la ley, la de la desobediencia con respecto a la pena, y esta da lugar al establecimiento de las leyes criminales que en el fondo, más que un tipo particular de leyes, son la sanción de todas las demás.

A estas tres clases de leyes se añade una cuarta, que es la más importante de todas, que se graba en el corazón de los ciudadanos: ella es la verdadera constitución del Estado, que cobra todos los días nuevas fuerzas. → las costumbres, los hábitos, y sobre todo, la opinión, que es desconocida por nuestros políticos, pero que depende del éxito de todas las demás, y de la que se ocupa en secreto el gran Legislador.

Libro III

Cap I. del gobierno en general

Toda acción libre tiene dos causas que la originan: una moral, a saber, la voluntad, que determina el acto; la otra física, a saber, el poder, que la ejecuta. En el cuerpo político se distinguen también la fuerza y la voluntad. Esta con el nombre de poder legislativo; aquella, con el de poder ejecutivo. No hace o no debe hacer nada sin el concurso de ambos.

El poder legislativo pertenece al pueblo y solo puede pertenecer a él. El poder ejecutivo sólo consiste en actos particulares que no incumben a la ley, ni por consiguiente, al soberano, cuyos actos todos no pueden ser sino leyes.

Necesita la fuerza publica un agente propio que la reúna y la ponga en acción, según las directrices de la voluntad general, que sirva para la comunicación del Estado y del soberano, y que de algún modo haga de la persona pública lo que hace del hombre la unión del alma con el cuerpo.

He aquí cual es, en el Estado, la razón de ser del gobierno, que, equivocadamente se confunde con el soberano, del cual no es sino el ministro.

¿Qué es el gobierno? Un cuerpo intermedio establecido entre los súbditos y el soberano para su mutua correspondencia, encargado de la ejecución de las leyes y del mantenimiento de la libertad, tanto civil como política.

Los miembros de este cuerpo se llaman magistrados o reyes, es decir, gobernantes, y el cuerpo entero lleva el nombre de príncipe.

Gobierno (o suprema administración) → ejercicio legítimo del poder ejecutivo, y príncipe o magistrado; el hombre o cuerpo encargado de esta administración.

Así como no hay más que una media proporcional entre cada relación, no hay tampoco más que un buen gobierno posible en cada Estado; pero, como mil acontecimientos pueden alterar las relaciones de un pueblo, no solamente puede haber diferentes gobiernos que sean convenientes para pueblos diversos, sino para el mismo pueblo en diferentes épocas.

Cuanto menos se atengan las voluntades particulares a la voluntad general, es decir, las costumbres a las leyes, más debe aumentar la fuerza coactiva. Por tanto, el gobierno, para ser bueno, debe ser relativamente más fuerte a medida que el pueblo es más numeroso.

El gobierno debe tener más fuerza para contener al pueblo y, a su vez, el soberano debe asimismo aumentar su fuerza para contener al gobierno. La fuerza relativa de las diversas partes del Estado.

La proporción continua entre el soberano, el príncipe y el pueblo no es una idea arbitraria, sino una consecuencia necesaria de la naturaleza del cuerpo político.

El gobierno es en pequeño lo que el cuerpo político que lo contiene es en grande. Es una persona moral dotada de ciertas facultades, activa como el soberano, pasiva como el Estado, y que se puede descomponer en otras relaciones semejantes.

El gobierno es un nuevo cuerpo dentro del Estado, distinto del pueblo y del soberano, e intermedio entre uno y otro.

El Estado existe por sí mismo, y el Gobierno no existe sino por el soberano. La voluntad dominante del príncipe no es, o no debe ser, más que la voluntad general, es decir, la ley.

Para que el cuerpo del gobierno tenga una existencia, una vida real, que lo distinga del cuerpo del Estado, necesita un “yo” particular, una voluntad propia, que tienda a su conservación. Esta existencia particular presupone asambleas, consejos, un poder de deliberar, de resolver, derechos, títulos, privilegios, que corresponden al príncipe exclusivamente y que hacen la condición del magistrado más honrosa a medida que es más penosa.

Cap II. Del principio que constituye las diversas formas de gobierno

El cuerpo del magistrado puede estar compuesto de un número mayor o menor de miembros. La relación del soberano con los súbditos es tanto mayor cuanto más numeroso es el pueblo.

Cuanto más numerosos son los magistrados, más débil es el gobierno.

Podemos distinguir en la persona del magistrado tres voluntades esencialmente diferentes; en primer lugar, la voluntad propia del individuo, que solo busca su beneficio particular; en segundo lugar, la voluntad común de los magistrados, que busca únicamente el beneficio del príncipe, y que se puede llamar voluntad del cuerpo; dicha voluntad es general con relación al gobierno y particular con relación al Estado del que forma parte el gobierno; en tercer lugar, la voluntad del pueblo o la voluntad soberana, que es la general, tanto con relación al Estado considerado como el todo, como con relación al Gobierno considerado como parte del todo.

En una legislación perfecta, la voluntad particular o individual debe ser nula; la voluntad del cuerpo, característica del gobierno, muy subordinada, y, por consiguiente, la voluntad general o soberana ha de ser siempre dominante y la única regla de todas las demás.

Por el contrario, según el orden natural, la voluntad general es siempre la más débil; la voluntad del cuerpo ocupa el segundo lugar, y la voluntad particular, el primero de todos. Por lo tanto, en el gobierno, cada miembro es primeramente él mismo, luego magistrado, y después ciudadano.

-El gobierno se debilita a medida que los magistrados se multiplican –cuanto más numeroso es el pueblo, más debe aumentar la fuerza coactiva. → De ello resulta que la relación de los magistrados con el gobierno debe ser inversa a la relación de los súbditos con el soberano; es decir, cuanto más aumenta el Estado, más debe reducirse el gobierno, de tal modo que el número de los jefes disminuya en función del aumento de la población.

Cap III. División de los gobiernos

El soberano puede, en primer lugar, nombrar para las funciones de gobierno a todo el pueblo, o a la mayor parte de él, de modo que haya más ciudadanos magistrados que simples ciudadanos particulares. Se da esta forma de gobierno el nombre de democracia.

O bien puede concentrar el gobierno en manos de un pequeño número, de modo que sean más numerosos los ciudadanos que los magistrados; esta forma lleva el nombre de aristocracia.

Por último, puede concentrar todo el gobierno en manos de un magistrado único, del cual reciben su poder los demás. Esta tercera forma se llama monarquía o gobierno real.

Las dos primeras son susceptibles de mas o menos libertad, e incluso de bastante. La realeza misma es susceptible de división.

Cap IV. De la democracia

No puede haber mejor constitución que aquella en la que el poder ejecutivo está unido al legislativo; pero esto mismo convierte a este gobierno en insuficiente en determinados aspectos, porque las cosas que deben ser distinguidas no lo son, y porque, al ser el príncipe y el soberano la misma persona, no forman, por decirlo así, sino un gobierno sin gobierno.

Si tomamos el término en todo rigor de su acepción, habría que decir que no ha existido nunca verdadera democracia, y que no existirá jamás, pues es contrario al orden natural que el gran número gobierne y que el pequeño sea gobernado. No es posible imaginar al pueblo continuamente reunido para ocuparse de los asuntos públicos, y se comprende fácilmente que no podría establecer para ello comisiones, sin que cambiase la forma de administración.

“Si huebe un pueblo de dioses, se gobernaría democráticamente. Pero un gobierno tan perfecto no es propio de hombres.”

Cap V. De la aristocracia

Tenemos aquí dos personas morales muy distinta, a saber, el gobierno y el soberano; y por consiguiente, dos voluntades generales, una con relación a todos los ciudadanos, y otra solamente con respecto a los miembros de la administración. Así, aunque el gobierno pueda reglamentar su política interior como le plazca, nunca puede hablar al pueblo sino en nombre del soberano, es decir, en nombre del pueblo mismo; nunca hay que olvidar esto.

Las primeras sociedades se gobernaron aristocraticamente. Los jefes de las familias deliberaban entre ellos los asuntos públicos.

A medida que la desigualdad de la institución prevaleció sobre la desigualdad natural, la riqueza o el poder fueron preferidos a la edad, y la aristocracia pasó a ser electiva. Finalmente, el poder, transmitido con los bienes de padres a hijos, convirtió al gobierno en hereditario.

Hay tres clases de aristocracia: natural, electiva y hereditaria. La primera solo es apropiada para los pueblos sencillos; la tercera es el peor de todos los gobiernos. La segunda es la mejor: la aristocracia propiamente dicha.

Además de la distinción de los dos poderes, tiene la de la elección de sus miembros, porque en el gobierno popular todos los ciudadanos nacen magistrados; pero este los limita a un pequeño número y no llegan a serlo sino por elección.

El orden mejor y más natural consiste en que los más sabios gobiernen a la multitud, cuando se está seguro de que la gobiernan en beneficio de ésta y no para el bien propio. de la v

No es necesario ni un Estado tan pequeño ni un pueblo tan sencillo y recto, para que la ejecución de leyes resulte inmediatamente de la voluntad pública, como ocurre en una buena democracia. Y no es conveniente tampoco una nación tan grande que los jefes, obligados a dispersarse para gobernarla, puedan alejarse del soberano cada uno en su provincia, y comenzar a hacer independientes para terminar haciéndose los amos.

Cap VI. De la monarquía

Hasta aquí hemos considerado al príncipe como una persona moral y colectiva, unida por la fuerza de las leyes, y depositaria en el Estado del poder ejecutivo. Ahora tenemos que tomar en consideración este poder cuando está en manos de una persona natural, de un hombre real que solo tiene derecho a disponer de él según determinan las leyes. Es lo que se llama un monarca o un rey.

Al contrario de lo que ocurre en las demás administraciones, en las que un ser colectivo representa a un individuo, en ésta un individuo representa a un ser colectivo, de modo que la unidad moral que constituye al príncipe es, al mismo tiempo, una unidad física.

La voluntad del pueblo, la voluntad del príncipe, la fuerza pública del Estado, y la fuerza particular del gobierno, responden todas al mismo movil.

Todo se dirige hacia el mismo fin pero este fin no es el de la felicidad pública, y la fuerza misma de la administración se vuelve sin cesar contra el Estado.

Un defecto esencial e inevitable, que hará siempre que el gobierno monárquico sea inferior al republicano, es que en éste la voz pública casi nunca eleva a los primeros puestos sino a hombres notables y capaces, que los desempeñan honradamente, mientras que en las monarquías los que hacen fortuna suelen ser enredadores a quienes la mediocridad que permite alcanzar puestos preeminentes en las cortes solo les sirve para mostrar al público su ineptitud, tan pronto como los han alcanzado.

Para que un Estado monárquico pudiese estar bien gobernado, sería preciso que su extensión o su tamaño fuesen adecuados a las facultades del que gobierna. Es más fácil conquistar que gobernar. Sería preciso, por decirlo así, que un reino se extendiese o se limitase en cada reinado, según los alcances del príncipe.

El inconveniente mayor del gobierno de uno solo es la falta de esa sucesión continua que constituye en los otros dos una relación constante.

Para ver lo que este gobierno es en sí mismo, es preciso considerarlo sometido a príncipes limitados o malos, porque o bien cuando lleguen al trono serán de ese modo, o el trono les hará así.

Cap VII. De los gobiernos mixtos

Hablando con propiedad, no hay gobierno simple. Es preciso que un jefe único tenga magistrados subalternos y que un gobierno popular tenga un jefe. Así, en el reparto del poder ejecutivo hay siempre una graduación, de mayor a menor número, con la diferencia de que unas veces depende el mayor número del menor, y otras el menor del mayor.

En ocasiones, el reparto es igual, o porque las partes constitutivas están en una dependencia mutua o porque la autoridad de cada parte es independiente. Esta última forma es mala porque no hay ninguna unidad en el gobierno, y el Estado carece de unión.

El gobierno simple es el mejor en si mismo por el hecho de ser simple. Pero cuando el poder ejecutivo no depende suficientemente del legislativo, es decir, cuando hay más comunicación entre el príncipe y el soberano que entre el pueblo y el príncipe, es preciso remediar esta falta de proporción dividiendo el gobierno.

Cap VIII. De cómo toda forma de gobierno no es apta para todos los países

No siendo la libertad un fruto de todos los climas, no se encuentra al alcance de todos los pueblos.

El estado civil solo puede subsistir mientras el trabajo de los hombres produzca más de lo necesario para su subsistencia. Este excedente no es el mismo en todos los países del mundo.

Por otra parte, no todos los gobiernos son de la misma naturaleza y las diferencias se basan sobre el principio de que cuanto más se alejan de su origen, más onerosas resultan las contribuciones públicas.

A medida que aumenta la distancia entre el pueblo y el soberano, los tributos se hacen más onerosos; así el pueblo está menos gravado en la democracia; en la aristocracia lo está más, y en la monarquía lleva el menor peso. La monarquía sólo resulta conveniente para las naciones opulentas; la aristocracia, para los Estados con unas riquezas y extensión medias; la democracia, para los Estados pequeños y pobres.

Cuanto más se reflexiona más diferencias se hallan entre los Estados libres y los monárquicos. En los primeros, todo se emplea para la utilidad pública; en los segundos, las fuerzas públicas y particulares son recíprocas, y una aumenta cuando la otra se debilita. Finalmente, en lugar de gobernar a los súbditos para hacerlos felices, el despotismo los hace miserables para gobernarlos.

La ventaja de un gobierno tiránico está en la poder actuar a pesar de que la distancia sea grande. Con la ayuda de los puntos de apoyo de qué sirve, su fuerza aumenta con la distancia. La del pueblo, por el contrario, no obra sino concentrada, y se evapora y se pierde al extenderse, como el efecto de la pólvora esparcida en la tierra, que no se inflama sino grano a grano. Los países menos poblados son también los más aptos para la tiranía: los animales feroces no reinan sino en los desiertos.

Cap IX. De los rasgos de un buen gobierno

En igualdad de condiciones, es infaliblemente mejor gobierno bajo el cual, sin medios extraños, sin naturalizaciones, sin colonias, los ciudadanos proliferan y se multiplican más. Aquel bajo el cual un pueblo disminuye es el peor.

Cap X. Del abuso del gobierno y de su inclinación a degenerar

Así como la voluntad particular actúa sin cesar en contra de la voluntad general, el gobierno lleva a cabo un trabajo continuo contra la soberanía. Cuanto más aumenta ese esfuerzo, más se altera la constitución, y como no hay aquí otra voluntad de cuerpo que, resistiendo a la del príncipe, se equilibre a ella, debe suceder, antes o después, que el príncipe oprima al soberano y rompa el tratado social. Este es el vicio inherente e inevitable que, desde el nacimiento del cuerpo político, tiende sin descanso a destruirlo.

Existen dos vías generales por las cuales un gobierno se degenera, a saber, cuando se hace más restringido o cuando se disuelve el Estado.

El gobierno se restringe cuando sus miembros pasan de ser muchos a ser pocos, es decir, cuando se transforma de democrático en aristocrático, y de aristocrático en monarquico. Esta es su inclinación natural.

La disolución del Estado puede ocurrir de dos maneras:

En primer lugar, cuando el príncipe no administra el Estado según las leyes, y usurpa el poder soberano, que no es el gobierno, sino el Estado, el que se restringe; el gran Estado se disuelve, y se constituye otro en su interior.

Lo mismo ocurre cuando los miembros del gobierno usurpan por separado el poder, que solo deben ejercer corporativamente, lo que no constituye a una pequeña infracción de las leyes, sino a un gran desorden. Se crean entonces, por decirlo así, tantos príncipe como magistrados, y el Estado, no menos dividido que el gobierno, perece o cambia de forma.

Cuando el Estado se disuelve, el abuso del gobierno, cualquiera que sea, toma el nombre común de anarquía. La democracia degenera en la oclocracia; la aristocracia en la oligarquía, la realeza en la tiranía.

Un tirano es un particular que se arroja a las autoridades sin tener derecho a ello -definición griega-. Tirano y usurpación son dos términos perfectamente sinónimos.

Rousseau define tirano al usurpador de la autoridad real, y déspota al usurpador del poder soberano. El tirano es aquel que se ingiere contra las leyes para gobernar según las mismas; el déspota es aquel que se coloca por encima de las leyes. El tirano no puede ser despota, pero el déspota es siempre tirano.

Cap XI. De la muerte del cuerpo político

Si queremos formar una institución duradera, no pensaremos en hacerla eterna.

El cuerpo político, lo mismo que el cuerpo del hombre, comienza a morir desde su nacimiento, y lleva en sí mismo las causas de la destrucción. Depende de los hombres prolongar la vida del Estado tanto como sea posible, dándole la mejor constitución que pueda tener. El Estado mejor constituido morirá, pero más tarde que otro.

El principio de la vida política está en la autoridad soberana. El poder legislativo es el corazón del Estado; el poder ejecutivo, el cerebro que da movimientos todas las partes.

No es por las leyes por lo que subsiste el Estado, sino por el poder legislativo.

Cap XII. Como se mantiene la autoridad soberana

El soberano, no teniendo más fuerza que el poder legislativo, solo obra por medio de las leyes, y, no siendo las leyes sino actos auténticos de la voluntad general, el soberano sólo actúa cuando el pueblo está reunido.

Los límites de lo posible en las cosas morales son menos estrechos de lo que pensamos; son nuestras debilidades, nuestros vicios, nuestros prejuicios, los que lo limitan.

Cap XIII. Continuación

No basta que el pueblo reunido haya sancionado una vez la constitución del Estado, dando su aprobación a un cuerpo de leyes; no basta que haya establecido un gobierno perpetuo, o que haya provisto de una vez por todas la elección de los magistrados. Además de las asambleas extraordinarias, motivadas por casos imprevistos, es preciso que haya otras fijas y periódicas, que pueda abolir o prorrogar, de tal modo que, en el día señalado, el pueblo sea legítimamente convocado por ley, sin que sea necesario para ello ninguna otra convocatoria formal.

Pero, fuera de estas asambleas jurídicas, toda asamblea del pueblo que no haya sido convocada por los magistrados nombrados a tal efecto, y según las formas prescritas, debe ser considerada como ilegítima, y cuanto se haga en ella como nulo, porque la orden misma de reunión debe emanar de la ley.

En cuanto a la repetición más o menos frecuente de las asambleas legítimas, sólo puede afirmarse, en general que cuanta más fuerza tenga el gobierno, más frecuentemente debe actuar el soberano.

Poblad igualmente el territorio, extended por todas partes el mismo derecho, llevad por todos lados la abundancia y la vida, así como el Estado llegara a ser, a la vez, el más fuerte y el mejor gobernado posible.

Cap XIV. Continuación

Desde el instante en que el pueblo está legítimamente reunido en cuerpo soberano, cesa toda jurisdicción del gobierno, se suspende el poder ejecutivo, y la persona del último ciudadano es tan sagrada e inviolable como la del primer magistrado, porque donde se encuentra el representado, deja de haber representante.

Cuando los jefes son avaros, cobarde, y más amantes del reposo que de la libertad, no resisten mucho tiempo a los esfuerzos redoblados del gobierno; entonces, al aumentar la fuerza de resistencia sin cesar, se acaba por desvanecer la autoridad soberana, y la mayor parte de los Estados caen y perecen antes de tiempo.

Pero, entre la autoridad soberana y el gobierno autoritario, se da a veces un poder intermedio del que es preciso hablar.

Cap XV. De los diputados o representantes

Tan pronto como el servicio público deja de ser el principal asunto de los ciudadanos, y estos prefieren servir con su bolsillo a hacerlo con su bolsillo a hacerlo con su persona, el Estado se halla próximo a su ruina. Pagan tropas, nombran diputados, y se quedan en casa. A fuerza de pereza y de dinero consiguen tener soldados para esclavizar a la patria y representantes para venderla. Es el movimiento del comercio y de las artes, el interés de la ganancia, la indolencia y el amor a las comodidades lo que induce a cambiar los servicios personales por dinero. En un país verdaderamente libre, los ciudadanos hacen todo con sus brazos y nada con dinero.

Cuanto mejor constituido se halla el Estado, más prevalecen los asuntos públicos sobre los privados en el espíritu de los ciudadanos. En una ciudad bien gobernada, todos acuden presurosos a las asambleas; pero bajo un mal gobierno, nadie quiere dar un paso para asistir a ellas, poque a nadie le interesa lo que allí se hace, y porque prevé que no dominara la voluntad general y que, al final, los asuntos domésticos lo dominaran todos.

La soberanía no puede ser representada por la misma razón que no puede ser enajenada; consiste esencialmente en la voluntad general, y ésta no puede ser representada: es ella misma o es otra; no hay término medio.

La idea de los representantes es moderna: procede del gobierno feudal, de ese inicuo y absurdo gobierno que degrada a la especie humana y en que el nombre de hombre ha sido deshonrado. En las antiguas repúblicas y en las monarquías, el pueblo jamás tuvo representantes.

Al no ser la ley más que la declaración de la voluntad general, es obvio que en el poder legislativo el pueblo no puede estar representado; pero puede y debe estarlo en el poder ejecutivo, que no es sino la fuerza aplicada de la ley.

En el instante en que un pueblo nombra representantes, ya no es libre, ya no existe.

Cap XVI. La institución del gobierno no es un contrato

Al ser iguales todos los ciudadanos por el contrato social, lo que todos deben hacer todos pueden prescribir, y nadie tiene derecho a exigir que haga otro lo que él mismo no hace. Es precisamente ese derecho el que el soberano entrega al príncipe al instruir el gobierno.

Muchos han pretendido que el acto de esa institución era un contrato entre el pueblo y los jefes que está se da; contrato por el cual estipulaban las dos partes las condiciones por las que una se obliga a mandar y la otra a obedecer. → falso, xq:

En primer lugar, la autoridad suprema no puede modificarse ni enajenarse: limitarla es destruirla. Es absurdo que el soberano se entregue a un superior.

Por otra parte, es evidente que este contrato del pueblo con tales o cuales personas sería un acto particular; de donde resulta que este contrato no podría ser una ley ni un acto de soberanía, y que, por consiguiente, sería ilegítimo.

No hay más que un contrato en el Estado: el de asociación, y éste excluye a cualquier otro. No es factible imaginar ningún contrato público que no fuese una violación al primero.

Cap XVII. De la institución del gobierno

Acto por el cual se constituye el gobierno: este acto es compuesto de otros dos, el establecimiento de la ley y la ejecución de la ley.

Por el primero, el soberano decreta que habrá un cuerpo de gobierno instituido de tal o cual manera, y es evidente que este acto es una ley.

Por el segundo, el pueblo nombra jefes que se encargaran del gobierno establecido. Siendo este nombramiento un acto particular, no es una segunda ley, sino solamente una continuación de la primera y una función del gobierno.

Ventaja del gobierno democrático: poder ser instituido de hecho por un simple acto de la voluntad general. Después de lo cual el gobierno provisional mantiene, si tal es la forma adoptada, o establece, en nombre del soberano, el gobierno prescrito por la ley todo se halla de este modo conforme a las normas.

Cap XVIII. Medios para prevenir las usurpaciones del gobierno

El acto que constituye al gobierno no es un contrato sino una ley; los depositarios del poder ejecutivo no son los amos del pueblo, sino sus servidores, pudiendo este nombrarlos o destruirlos cuando le plazca, y no teniendo ellos que contratar, sino sólo obedecer: al encargarse de las funciones que el Estado les impone, no hacen sino cumplir con sus deberes de ciudadanos, sin tener en modo alguno el derecho de discutir sobre las condiciones.

Por tanto, cuando sucede que el pueblo constituye un gobierno hereditario, sea monárquico en una familia, sea aristocrático en una clase de ciudadanos, no contrae un compromiso, sino que da una forma provisional a la administración, hasta que le plazca ordenarla de otra manera.

Las asambleas periódicas cuando no tiene necesidad de convocatoria formal, porque el príncipe no puede impedirse sin declararse abiertamente infractor de las leyes y enemigo del Estado, son adecuadas, son adecuadas para evitar que se usurpe la autoridad soberana.

La apertura de estas asambleas, cuyo único objetivo es el mantenimiento del pacto social, debe siempre hacerse mediante dos propuestas que no se puedan nunca suprimir y que sean objeto de voto por separado:

1ra: Si desea el soberano conservar la presente forma de gobierno

2da: Si desea el pueblo seguir encomendando la administración a quienes actualmente están encargados de ella.

No hay en el Estado ninguna ley fundamental que no se pueda revocar, ni siquiera el pacto social; porque si todos los ciudadanos se reuniesen para romper ese pacto, de común acuerdo, no se puede dudar que estaría legítimamente roto.

Libro cuarto. Cap I. La voluntad general es indestructible

Cuando varios hombres reunidos se consideran a sí mismos un solo cuerpo, no tienen más que una voluntad, que se refiere a la común conservación y al bienestar general. El bien común se muestra por todas partes claramente, y no exige sino sentido común para ser percibido.

Cuando el nudo social comienza a aflojarse y el Estado a debilitarse, cuando los intereses particulares empiezan a adquirir fuerza y las pequeñas sociedades a influir sobre la grande, el interés común se altera y encuentra oposición; ya no reina la unanimidad en las votaciones; la voluntad general ya no es voluntad de todos; surgen contradicciones, debates, y la mejor opinión no pasa sin discusión.

Finalmente, cuando el Estado, próximo a su ruina no subsiste sino por una fórmula ilusoria y vana; cuando el vínculo social se ha roto; entonces la voluntad general enmudece y todos, guiados por motivos secretos, dejan de opinar ya como ciudadanos, como si el Estado no hubiese existido jamás, y se hacen pasar falsamente por leyes, decretos inicuos, que no tienen más finalidad que el interés particular.

¿Se deriva de ello que la voluntad general este aniquilada o corrompida? No, es siempre constante, inalterable y pura; pero está subordinada a otras que prevalecen sobre ella.

La ley de orden público en las asambleas no consiste tanto en mantener la voluntad general como en hacer que se la interrogue y que responda siempre.

Cap II. De las votaciones

La manera de tratar los asuntos generales puede dar un indicio bastante seguro, del estado actual de las costumbres y de la salud del cuerpo político. Mientras más armonía exista en la asamblea, es decir, mientras más se acerquen las opiniones a la unanimidad, más dominara la voluntad general. Mientras que los debates largos anuncian la preponderancia de los intereses particulares y la decadencia del Estado.

Esto parece menos evidente cuando entran en su constitución dos o más grupos sociales; pero esta excepción es más aparente que real porque a causa del vicio inherente al cuerpo político, se puede hablar de dos Estados en uno; lo que no es verdad de los dos juntos, es verdad de cada uno por separado.

En el mismo extremo del círculo resurge la unanimidad; cuando los ciudadanos, reducidos a siervos, no tienen ni libertad ni voluntad, entonces el temor y la adulación convierten en actos de aclamación las votaciones: ya no se delibera.

De estas diversas consideraciones nacen las normas que se deben seguir para contar los votos y comparar opiniones, según que la voluntad general sea más o menos fácil de conocer y el Estado más o menos decadente.

No hay más que una sola ley que por su naturaleza exija un consentimiento unánime. Es el pacto social, porque la asociación civil es el acto del mundo más voluntario; habiendo nacido el hombre libre, nadie puede someterlo sin su consentimiento. Una vez constituido el Estado, el consentimiento se manifiesta en la residencia; el habitar el territorio es someterse a la soberanía.

Exceptuando este contrato primitivo, la decisión de la mayoría obliga siempre a todos los demás; es una consecuencia del contrato mismo. El ciudadano acepta las leyes, aun aquellas que han sido aprobadas a pesar suyo, incluso aquellas que le castigan cuando se atreve a violar alguna. La voluntad constante de todos los miembros del Estado es la voluntad general; por ella son ciudadanos y libres. Cuando la opinión contraria vence la mía, eso no demuestra más que yo me había equivocado.

La voluntad general coincide aún con la de la mayoría, y cuando deja de coincidir, cualquiera que sea la decisión que se adopte, ya no hay libertad.

La diferencia de un solo voto rompe la igualdad; pero entre la unanimidad y la igualdad hay muchos tipo de desigualdades, y en cada caso se puede fijar dicho número según la situación y las necesidades del cuerpo político.

Dos máximas generales pueden servir para reglamentar estas relaciones: una, que cuanto más graves e importantes son las deliberaciones, más debe aproximarse la opinión dominante a la unanimidad; la otra, que cuanto más celeridad exija el asunto debatido, mayores pueden ser las diferencias de las opiniones; en los debates que exigen decisiones inmediatas, la simple mayoría por un solo voto debe bastar.

Cap III. De las elecciones

Respecto a las elecciones del príncipe y de los magistrados se pueden seguir dos caminos, a saber, la elección y el sorteo.

El sufragio por sorteo es propio de la democracia. Si se advierte que la elección de los jefes es una función del gobierno y no de la soberanía, se comprendera por que el procedimiento del sorteo es más propio de la democracia, en la que cuanto mejor es la administración, menos se repiten los actos.

En toda verdadera democracia, la magistratura no es ninguna ventaja sino una carga onerosa, que no se puede imponer con justicia a un particular y no al otro. Solo la ley puede imponer esta carga a aquel sobre quien recaiga la suerte.

En la aristocracia, el príncipe elige al príncipe, y el gobierno se conserva por sí mismo; es entonces cuando los votos están bien otorgados.

Las elecciones por sorteo tendrán pocos inconvenientes en una verdadera democracia, en que siendo todos iguales, tanto en las costumbre como en el talento, y en lo principios como en la fortuna, la elección llegaría a ser casi indiferente. Pero Rousseau ya ha dicho que no existe ninguna democracia verdadera.

Cuando la elección y el sorteo se encuentran combinados, la primera debe llevarse a cabo para las funciones que exigen capacidad propia, y el sorteo es apropiado para aquellas funciones en que basta el sentido común, la justicia, la integridad, porque en un Estado bien constituido estas cualidades son comunes a todos los ciudadanos.

Ni el sorteo ni las votaciones ocupan lugar alguno en el gobierno monárquico. Siendo el monarca por derecho único príncipe y magistrado único, la elección de sus lugartenientes solo le compete a él.

Cap V. Del tribunado

Cuando no se puede establecer una exacta proporción entre las partes constitutivas del Estado, o cuando causas indestructibles alteran sin cesar dichas relaciones, entonces se instituye una magistratura particular que no forma un cuerpo con las demás, que vuelve a colocar cada término en su verdadera relación, y que constituye un enlace o término medio, bien entre el príncipe y el pueblo, bien entre el príncipe y el soberano, o a la vez entre ambas partes, si es necesario.

Este cuerpo, que llamaré tribunado, es el que conserva las leyes y poder legislativo. Sirve, a veces, para proteger al soberano contra el gobierno; otras veces sirve para sostener al gobierno contra el pueblo; y en otras ocasiones, sirve para mantener el equilibrio entre ambos.

El tribunado no es una parte constitutiva del Estado, y no debe tener parte alguna en el poder legislativo ni en el poder ejecutivo; por esto mismo es mayor su poder, porque, no pudiendo hacer nada, puede impedirlo todo.

El tribunado, sabiamente moderado, es el más firme apoyo de una buena constitución; con respecto a la debilidad, está no figura en su naturaleza.

Degenera en tiranía cuando usurpa el poder ejecutivo, del que solo es el moderador, y cuando quiere eximir las leyes, que solo debe proteger.

El tribunado se debilita, como el gobierno, por la multiplicación de sus miembros.

El mejor medio para prevenir las usurpación de tan temible cuerpo, sería que este cuerpo no fuese permanente, reglamentando los intervalos durante los cuales permanecería suprimido.

Cap VI. De la dictadura

La inflexibilidad de las leyes, que las impide plegarse a los acontecimientos, puede, en ciertos casos, hacerlas perniciosas y causar la pérdida del Estado en sus crisis. El orden y la lentitud de las formas exigen un espacio de tiempo que las circunstancias niegan algunas veces.

Solo los mayores peligros pueden compensar el alterar el orden público, y no se debe detener el poder sagrado de las leyes más que cuando se trata de la salvación de la patria. En estos casos raros y manifiestos se provee a la seguridad pública mediante un acto particular, que confía la carga al más digno. Este encargo puede otorgarse de dos maneras, según la índole del peligro.

Si, para remediarlo, basta con aumentar la actividad del gobierno, se concentra está en uno o dos de sus miembros. No es la autoridad de las leyes la que se altera, sino solamente la forma de su administración, pero si el peligro es tal que al aparato de las leyes es un obstáculo para garantizar, entonces se nombra un jefe supremo que haga callar todas las leyes y suspenda por un momento la autoridad soberana. En semejante caso, la voluntad general no es dudosa, y es evidente que la primera intención del pueblo consiste en que el Estado no perezca. De este modo, la suspensión de la autoridad legislativa no la deroga; el magistrado que la hace callar no puede hacerla hablar: la domina sin poder representarla. Puede hacerlo todo, excepto leyes.

Segundo medio → cuando uno de los dos cónsules nombraba un dictador.

En los comienzos de la república se recurrió con mucha frecuencia a la dictadura, porque el Estado no tenía aún una base sólida como para sostenerse mediante la fuerza de su constitución.

Hacia el final de la república, los romanos limitaron el uso de la dictadura con la misma falta de razón con que antes la habían prodigado.

De cualquier modo que sea conferido este importante encargo, es preciso limitar su duración a un plazo muy corto que no pueda nunca ser prolongado. En las crisis que dan lugar a su implantación, el Estado es enseguida destruido o salvado y, pasada la necesidad apremiante, la dictadura o es tiránica o vana.

Cap VII. De la censura

Del mismo modo que la declaración de la voluntad general se manifiesta a través de la ley, la del juicio general se manifiesta mediante la censura. La opinión pública es una especie de ley, cuyo sensor es el ministro, que no hace más que aplicarla a los casos particulares, a ejemplod el príncipe.

En todos los pueblos del mundo no es la naturaleza, sino la opinión, la que determina la elección de los placeres.

La censura puede ser util para conservar las costumbres, pero nunca para restablecerlas. La censura mantiene costumbres, impidiendo que se corrompan las opiniones, conservando su rectitud mediante sabias aplicaciones y, a veces, hasta fijándose cuando son inciertas.

Cap VIII. De la religión civil

Los hombres no tuvieron al principio más reyes que los dioses, ni más gobierno que el teocrático. Es necesario un profundo cambio de sentimientos e ideas para decidirse tomar a un semejante por señor y jactarse de que de este modo se encontrara uno bien.

Al colocar a Dios al frente de cada sociedad política, resultó que hubo tantos dioses como pueblo. De las divisiones nacionales resultó el politeísmo, y de este la intolerancia teológica y civil, que naturalmente es la misma.

En el paganismo, la guerra política era también teológica: las competencias de los dioses estaban, por así decirlo, determinadas por los límites de las naciones.

Cuando los judíos se obstinaron en no reconocer más dios que el suyo, está negativa, considerada como una rebelión contra el vencedor, les atrajo persecuciones que se leen en us historia, de las cuales no existe otro ejemplo que el cristianismo.

Estando cada religión unida únicamente a las leyes del Estado, no había otra manera de convertir a un pueblo que la de someterlo.

Cuando Jesús vino a establecer sobre la tierra su reino espiritual, separando el sistema teológico del político; hizo que el Estado dejase de ser uno. Al no haber podido entender nunca los paganos esta idea nueva de un reino de otro mundo, miraron siempre a los cristianos como verdaderos rebeldes que no buscaban más que el momento de hacerse independientes para usurpar hábilmente la autoridad que fingían respetar en su debilidad. Tal fue la causa de las persecuciones.

Entonces todo cambió de aspecto; los humildes cristianos cambiaron de lenguaje, y pronto ese pretendido reino del otro mundo se convirtió, en este, bajo un jefe visible, en el más violento despotismo.

Sin embargo, como siempre ha habido un príncipe y leyes civiles, de este doble poder ha surgido un perpetuo conflicto de jurisdicción, que ha hecho imposible la existencia de una buena organización en los estados cristianos, y jamás se ha llegado a saber a cuál de los dos había que obedecer, si al señor o al sacerdote.

La religión puede dividirse en dos clases: la del hombre y la del ciudadano. La primera, sin templos, sin altares, limitada al culto puramente interior del Dios Supremo y a los deberes eternos de la moral es la pura y simple religión del Evangelio, el verdadero teísmo y lo que se puede llamar el derecho divino natural. La otra, tiene dogmas, sus ritos y su culto exterior, prescrito por leyes.Solo entiende los deberes y los derechos del hombre hasta donde llegan sus altares. Así fueron todas las religiones de los primeros pueblos a las que se puede dar el nombre de derecho divino, civil, o positivo.

Existe una tercera clase de religión, más rara, que al dar a los hombres dos legislaciones, dos jefes, dos patrias, los somete a los deberes contradictorios y les impide poder ser a la vez devotos y ciudadanos. Se trata de la religión de los japoneses y el cristianismo romano.

El cristianismo es una religión completamente espiritual, que se ocupa únicamente de las cosas del cielo; la patria del cristianismo no es de este mundo.

Para que la sociedad fuese pacífica y la armonía se mantuviese, sería preciso que todos los ciudadanos fuesen igualmente buenos cristianos.

Al hablar de una república cristiana, cada una de estas palabras excluye a la otra. El cristianismo no predica sino sumisión y dependencia. Su espíritu es demasiado favorable a la tiranía para que esta no se aproveche de ellos siempre. Los verdaderos cristianos están hecho para ser esclavos.

El derecho que el pacto social da al soberano sobre los súbditos no excede de los límites de la utilidad pública. Los súbditos no tienen que rendir cuentas al soberano de sus opiniones, sino en la medida en que estas opiniones interesan a la comunidad. Ahora bien, al Estado le importa que cada ciudadano tenga una religión que le haga amar sus deberes; pero los dogmas de esta religión no le interesan ni al Estado ni a sus miembros, sino en tanto que estos dogmas se refieren a la moral y a los deberes que aquel que la profesa está obligado a cumplirrespecto a los otros. Cada cual puede tener las opiniones que le plazca.

La intolerancia civil y la teológica son inseparables. Es imposible querer vivir en paz con gentes a quienes se cree condenadas. Donde quiera que la intolerancia teológica está admitida, es imposible que no tenga algún efecto civil; a partir de ese momento los sacerdotes son los verdaderos amos y los reyes solo son sus subordinados.


 

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